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sábado, 4 de junio de 2011

Entrevista a Doris Halpin - Ricardo Carpani

 Acceder a la profundidad y la riqueza de Ricardo Carpani es una tarea monumental y descubridora. La temática obrera de los murales, las series de"Los desocupados", "Los amantes", el "Martín Fierro" y los "Porteños en la jungla" integran la profusa producción de este artista argentino en la plástica y también el ensayo artístico. Todo parece colarse por los pasillos y paredes del departamento de su compañera Doris Halpin, quien lo acompañó hasta su fallecimiento en 1997. Digo mal: lo acompaña, porque Carpani sigue existiendo a través de Doris. Ella ha tomado manos a la obra: dirige la Fundación Ricardo Carpani y ha conseguido de un banco algo trabajoso: una cuenta para realizar aportes modestos a la entidad y "alimentarse de pequeños fondos para que sea realmente de origen popular"; también está compilando los textos del artista para editar "Conversaciones con Ricardo Carpani", junto al registro audiovisual para un vídeo. Hay intensidad en la mirada de esta mujer de pelo blanco, de agudos ojos azules y voz pausada. No ha querido hablar de ella como artista; tampoco accedió a fotografiarse por su delicada sencillez. Nos regaló su palabra que perfila a Carpani haciendo del arte y la vida una sola cosa.

Arte como expresión y comunicación, más allá de las modas

-  En arte hay manifestaciones de alguna manera emparentada con la plástica, la literatura y la música que, por la forma que revisten, pretenden ser artísticas pero cuyo contenido no es transmisible por ser demasiadas subjetivas; y, además, por tener un mensaje no pasible de ser compartido, es decir, no son comunicación; entonces ¿qué son?-se pregunta Doris, que ha empezado a hablar sueltamente, esbozando una definición de obra de arte-. Entonces están esos críticos que «ayudan a comprender» la obra de arte, cuando ésta debe ser comprendida y aprehendida por el que la contempla, donde cada uno aporta su subjetividad a esa interpretación. Y si el mensaje no cierra, si lo que trata de transmitir no tiene una «razón de existencia» en el momento en que es producida por el artista, deja de cumplir lo que -para algunos- es la función del arte. No todo el mundo piensa de esta manera. Por ejemplo, la abstracción pura es una manifestación subjetiva, personal, que transmite una impresión, esto es, la expresión de una subjetividad que se encierra en sí misma. No hay transmisión de pensamiento, ni de contenido. Parece imbricado lo que estoy diciendo, pero desde ahí florecen las críticas absolutamente alambicadas, que parecen tener una carga enorme, «filosófica» o de contenido, que en realidad no transmiten nada. O, por el contrario, puede ocurrir como han hecho algunos pintores -es el caso de Rothko, por ejemplo- de grandes superficies de un color o de combinaciones de algunos de ellos. Los colores, de por sí, tienen una carga emocional, que no podemos negar, dejan una impresión en la persona que los mira. Pero no es una comunicación real; es apenas la utilización de un elemento con esa carga emocional. Entonces aparecen los críticos que tratan de dar a eso un contenido, expresando en palabras lo que la pintura nos debiera expresar. Es decir, le agregan contenidos que pueden ser arbitrarios o, como sucede con el arte conceptual, tratando de expresar lo que uno intentó hacer con la plástica: una plástica chueca.

En ese sentido la figura de Ricardo Carpani es bien concreta: el arte como comunicación, en «ida y vuelta» con el espectador.

- Ricardo era taxativo: el arte es expresión y es comunicación. Solamente es expresión de la subjetividad del artista si no cuenta con ese esfuerzo adicional porque su mensaje tenga un contenido que, hay que aclarar, no siempre es el mismo. Es como dice Umberto Eco sobre la «obra abierta»: disponer de la necesaria ambigüedad para que las infinitas subjetividades encuentren un eco en ellas, pero no en el sentido de que su contenido pueda ser cualquiera. Si la pintura no tiene esa carga está sujeta a una interpretación unilateral, es decir, le falta riqueza al contenido. El esfuerzo por comunicarse denota la conexión con la realidad.

Es ésa la «conexión carpaniana». A propósito, ¿cuál es su impresión del aporte de Ricardo Carpani al arte contemporáneo argentino?

- Para muchos lo que diga quizá signifique parcialidad. Estimo que en Argentina no hay demasiados artistas que al mismo tiempo hayan teorizado sobre el arte. Prácticamente, desde mi óptica, en la década del '60 había dos artistas que lo hicieron: Luis Felipe Noé y Ricardo Carpani, con visiones diferentes, aunque no antitéticas, en sus aproximaciones. Ricardo pensaba el arte como expresión y comunicación y, siendo así, el sentido de esa comunicación llevaba hacia una mayor liberación del hombre. Para Carpani el arte expresaba la «realidad total», sin aislar este presente cargado de toda la historia pasada y, además, con una interpretación con proyecto de futuro. Y no ha habido casi otros artistas plásticos que hayan teorizado con la profundidad que ellos tuvieron. También teorizó Kemble, pero más relegado a «lo puramente artístico». Lo que ocurre, cada vez más y no sólo en Argentina, que el «arte» depende de las modas. Un teórico español, Marchán Fiz, explica que cuando una obra de arte deja de ser un valor de uso para convertirse en un valor de cambio, el artista «vale» tanto como su cotización en pesos. Y como los marchands y los museos tienen que ir renovando ofertas permanentemente, y es un negocio como cualquier otro, están las modas y los infinitos «ismos». Que son complicadísimos porque, fijáte vos, si te ponés a leer y a profundizar qué significó el impresionismo o el fauvismo, el cubismo o el simbolismo, leyendo los manifiestos de los artistas te encontrás con algunos de ellos que, en un momento dado parecían «los» representantes del arte simbólico, fueron derivando hacia un cubismo en otras etapas por ejemplo; o utilizan el fauvismo derivándolo hacia otro extremo. Pero todas esas no son más que parcializaciones, es decir, profundizar en un sentido marginando la totalidad. Entonces si uno empieza a dedicarse a las modas cada vez se va estereotipando más. Caemos casi en un lenguaje de sectas. Además, vos encontrás una cantidad de artistas permanentemente atentos a qué está de moda para permanecer en cartel. Y el artista termina vendiendo lo que nunca debiera vender: su imagen. Porque una cosa es vender un cuadro, que es la representación de una imagen que vos podés plasmar en una cantidad de sentidos, y otra cosa es vender tu imagen para estar a la moda, para los «entendidos», sin un mensaje transmitido por su sensibilidad. He conocido teóricos a quienes oí que el lenguaje no debe ser comunicación, y que no debe apelar a lo sensible. Lo más increíble es que, en general, en los plásticos el lenguaje específico no es el escrito u oral, por lo que no se expresan con el nivel de un verdadero literato, de un artista que escribe, sino que con un lenguaje parcial tratan de describir lo que no han podido expresar a través del lenguaje plástico. Son dos lenguajes diferentes el plástico y el literario que apelan a la sensibilidad de los individuos de manera diferente, lo cual no les resta jerarquía. El plástico, por empezar, tiene una transmisión visual y apunta, a través de formas y colores, de composiciones y de ritmos, a hacer llegar su mensaje a la gente.

 ¿Existe una misión del artista con su tiempo histórico?

  - Desde luego. Como Ricardo decía, no es que el artista se adelante a su época; cuando empiezan a soplar aires de cambio, el artista los expresa. Y eso refleja si el arte está comprometido o no con la realidad de su tiempo. Estaba leyendo, antes que vinieras, la crítica excelente de Córdova y Turburu a Juan Manuel Sánchez, Mario Mollari y a Ricardo cuando expusieron por primera vez, antes de fundar "Espartaco" [N. de R.: el movimiento artístico en el que se inició Carpani hacia 1958]. Apareció en una revista que dirigía Pedro Orgambide, "Gaceta Literaria", donde menciona el compromiso del artista, y de la relación de éste y su medio. Porque si no expresa lo que lo incumbe a él, ¿qué puede expresar entonces un artista? Ricardo decía que ser profesor de pintura no es enseñar a pintar, es decir, transmitir el estilo de uno, sino que es enseñar a ver. Porque si uno no ve, ¿qué es lo que va a pintar?

¿Y cómo surge un cuadro? ¿Cómo es el momento singular de la creación?

- Sabés que yo tengo una sensación totalmente a flor de piel (no sé si es real o no, no la he tratado de profundizar con gente que podría ayudarme), pero para mí el acto de creación de cualquier manifestación artística tiene algo de locura. Creo que hay algo del desborde de la locura en el arte cuando es genuino.

Y de la creación surge, también, el momento de la corrección, verdad?

- Carpani decía que cuando se termina un trabajo, uno ya sabía cómo hacerlo mejor. Estando satisfecho o no con un trabajo terminado es necesario guardar una distancia con respecto a la propia obra, porque después, con el tiempo, cuando se vuelven a observar las producciones de uno, a veces se encuentra que aquello que no satisfizo en su momento era más importante de lo que uno pensaba. O tenía más sentido de lo que uno creía. En otras palabras, es difícil pronunciarse con respecto al producto terminado cuando es el resultado de una creación. Porque uno gobierna parte de ese proceso, pero no todo. Cuando a Ricardo le preguntaban por qué las manos, amén por ser un elemento expresivo, es muy difícil para un artista genuino explicar en palabras lo que las formas y los contenidos de éstas expresan. Porque la obra no es sólo una expresión del artista, sino también una interpretación del que lo mira. Entonces está sujeto a una infinidad de subjetividades, y va a depender de cada mirada el contenido real, final y concreto dado a esa obra, y del momento en que se la realiza. "Hay una parte que controlo", decía Ricardo. Añadía, si le preguntaban qué quería representar: "la dignidad del hombre en esa tensión entre su conocimiento amargo de la realidad, y su necesidad de transformarla y humanizarla". Y la obra de Carpani ha sido pintar esa dignidad. No trató de pintar los lados «oscuros» de la realidad: nunca pintó la tortura, ni al aldeano pobre y subsumido. Siempre pintó al hombre que está dispuesto a combatir, al hombre en lucha.


Entrevista a Doris Halpin – Marcelo Luna







Grupo Espartaco - Ricardo Carpani

DOCUMENTO INICIAL DE “ESPARTACO”

Señalaba el documento inicial del Grupo Espartaco: “Es evidente que en nuestro país, a excepción de algunos valores aislados, no ha surgido hasta el momento una expresión plástica trascendente, definitoria de nuestra personalidad como pueblo. Los artistas no podemos permanecer indiferentes ante este hecho, y se nos presenta con carácter imperativo la necesidad de llevar adelante un profundo estudio del origen de esta frustración.”

Ponía en duda los prestigios otorgados por interesadas críticas que monopolizaban supuestas elites que vivían al margen de las realidades cotidianas de un pueblo alejado a la fuerza de los temas políticos: “Si analizamos la obra de la mayor parte de los pintores argentinos, especialmente de aquellos que la crítica ha llevado a un primer plano, observaremos como característica común el total divorcio con nuestro medio, el plagio sistematizado, la repetición constante de viejas y nuevas fórmulas, que si en su versión original constituyeron auténticos hallazgos artísticos, al ser copiados sin un sentido creativo se convierten en huecos balbuceos de impotentes.”

“Las causas determinantes de esta situación están en la base misma de nuestra vida económica y política, de la cual la cultura es su resultado y complemento. Una economía enajenada al capital imperialista extranjero no puede originar otra cosa que el coloniaje cultural y artístico que padecemos. La oligarquía, agente y aliada del imperialismo, controla directa o indirectamente los principales resortes de nuestra cultura, y, a través de ellos, enaltece o sume en el olvido a los artistas seleccionando únicamente a aquellos que la sirven.”

El Grupo Espartaco hacía su aparición anunciando el fin del artista inmune a la realidad, preocupado con exclusividad por una estética vacía. De alguna manera tomaba la tradición del Grupo Boedo haciendo su opción por los trabajadores, pero a su vez introduciendo como tema central la cuestión nacional y ponía en el tapete el accionar del imperialismo en América Latina.

También incursionaba en un tema crucial por la que atraviesa cualquier artista con deseos de hacerse conocido: o limita su actividad creadora al gusto de las minorías pudientes que son quienes tienen los medios para adquirir las obras, o hace caso omiso a las modas y deja fluir toda su creatividad, aún a riesgo de no llegar al gran público.

“El resultado de todo esto es que el artista no tiene otro camino para triunfar que el de la renuncia a la libertad creadora, acomodando su producción a los gustos y exigencias de aquella clase, lo que implica su divorcio de las mayorías populares que constituyen el elemento fundamental de nuestra realidad nacional. Es así como, al dar la espalda a las necesidades y luchas del hombre latinoamericano, vacía de contenido su obra, castrándola de toda significación, pues ya no tiene nada trascendente que decir. Se limita entonces a un mero juego con los elementos plásticos, virtuosismo inexpresivo, en algunos casos de excelente técnica, pero de ninguna manera arte, ya que éste sólo es posible cuando se produce una total identificación del artista con la realidad de su medio.”






Homenaje a Carpani

Homenaje a Ricardo Carpani

[10/09/2007] A 10 años de su fallecimiento, desde la juventud CTA homenajeamos al Artista plástico Ricardo Carpani por su compromiso militante con la causa de los trabajadores y el pueblo argentino. Fue un artista plastico sin par, comprometido con las causas populares desde la decada del ’60. Baluarte en la lucha desde la CGT de los argentinos, desde donde sus obras llegaron a los trabajadores, siendo sus laminas, que entregaba gratuitamente difundidas en todo el pais y el exterior. No hay revista sindical o cultural que no imprima una obra suya en sus paginas.

Ricardo Carpani nace en la provincia de Buenos Aires, en la localidad de Tigre, el 11 de febrero de 1930. Desciende, como tantos otros argentinos, de inmigrantes de la comunidad piamontesa y francesa que arriban al país en la segunda mitad del siglo XIX. Su infancia transcurrió en Capilla del Señor, provincia de Buenos Aires. Para 1936 su familia se trasladó a Buenos Aires, donde terminó sus estudios secundarios en el colegio Rivadavia. Comenzó los estudios de abogacía que, a poco de andar, abandona para partir a París. Con 20 años, en la Ciudad de las Luces, se gana la vida como modelo en la Academia de Artes de la Grande Chaumiere. En París comienza a dibujar y pintar y conoce, entre otros a Kenneth Kemble, Leopoldo Presas y Damián Bayon. En 1952 regresa a Buenos Aires y comienza sus estudios en el taller del maestro Emilio Pettorutti. Según Rafael Squirru, así pasará -un año de formación que lo marcó para el resto de su existencia. En 1957 expone por primera vez en la Asociación Estímulo de Bellas Artes. Realiza murales en la galería Huemul, el de Mosona con YPF y diversas muestras. Junto con otros artistas fundan el movimiento Espartaco. Su inquietud por lo social y su compromiso con las clases populares, se reflejan en una obra donde predominan el tema de los desocupados, de los trabajadores, de los humildes además de un arte que defiende lo nacional. En esta etapa se hallan obras como Huelga, de 1958; un mural de 1961 para el Sindicato Obreros de la Alimentación que se llama Trabajo. Solidaridad. Lucha; Conciencia, de 1974. Sus figuras son fuertes y sólidas y parecen -recortadas en piedras. En sus composiciones predominan la figura de hombres decididos, firmes. Un tema que desarrollará en esta línea será la ilustración del Martín Fierro, el poema épico por excelencia de la Argentina, un alegato por la causa del gaucho. En la década del 70 se radica en Madrid, donde lleva a cabo una intensa actividad plástica y recorre Europa, Estados Unidos y Cuba, México y Ecuador. Su artista más admirado, Miguel Ángel, se refleja en su vocación por la forma del cuerpo humano. Un cuerpo con contextura fuerte, musculoso, centro de la imagen. Sus manos trabajadas y sus rostros dialogarán en expresión de potencia. La serie Amantes mostrará la conjunción de la pareja humana en abrazos sólidos, sensuales y envolventes. Con la reinstauración de la democracia en Argentina, Carpani vuelve a su país en 1984. Desarrolla una serie de retratos como los de Julio Cortázar, Rafael Alberto y Roberto Arlt. Comienza una serie de composiciones de la selva porteña donde se unen el arrabal, el tango y los cafés con el abundante paisaje tropical, con su vegetación y fieras salvajes. También desarrolla una serie de obras con el tema del Tango, algunas de las cuales serán parte de paneles del Show Tango Pasión, que recorrerá Europa. Expone, pinta y enseña en Argentina y viaja por el mundo. Muere en Buenos Aires en |1997. Es uno de los grandes artistas plásticos de Argentina de toda su historia.

Hay murales suyos en varios sindicatos, en estudios de abogados laboralistas, en universidades, teatros, librerías y finalmente en las exposiciones que culminaron con su participación en la Feria del Libro y en el Palais de Glace. No fue un artista de elite, fue el preferido de las clases sociales oprimidas, a quienes reflejo en todas las instancias de su obra.

Durante su forzoso exilio se refugió en el tango y el amor, coma nadie 1o ha hecho, un estilo verdaderamente único.
Nunca cobro por sus trabajos, aunque ahora sus obras alcanzarían otros valores, impulsados por los mercaderes del arte. Nos queda el recuerdo de su vida sencilla y humilde y su casa de la calle Venezuela y Piedras, que debería pasar a ser patrimonio popular.

La difusión de sus obras y de su compromiso es parte fundamental en el desarrollo de la cultura popular que tenemos que ir recuperando y construyendo para nuestra identidad de clase trabajadora argentina.







Las maletas del viajero - José Saramago

EL ZAPATERO PRODIGIOSO

Hoy quisiera una prosa descansada, tranquila, que dijera las cosas más serias de la manera más sencilla. Una prosa que se ayudase a sí misma, en la que yo no interviniera o no tuviera más presencia que la del contemplativo que descansa a la orilla del río y ve pasar las aguas. La historia de las personas está hecha de lágrimas, algunas risas, unas pocas pequeñas alegrías y un gran dolor final. Y todo puede ser contado en los más diversos tonos: elegíaco, dramático, irónico, reservado, y todos los otros cuya enumeración aquí no cabe o, si cabe, acabaría destrozándome la cadencia de la frase.
Conozco a este hombre desde que me conozco. No es rigurosamente verdad, pero me parece haberlo visto siempre sentado en su tronco desmochado, con el banco abarrotado de las herramientas del oficio y mil pequeños objetos que ya no servían para nada. Y todo reposaba en una capa inmemorial de tierra apisonada de la que emergían clavos torcidos, virutas de suela, residuos de un trabajo continuado y atento. La tienda era un cubículo con una puerta de metro y medio de altura (poco más), por donde sólo los niños podían entrar sin curvarse. Me descubrí hombre el día en que tuve que inclinar la cabeza. Allí pasé horas interminables mientras allá fuera rechinaba el calor en los cantos rodados don los que habían pavimentado la plaza. También al caer la tarde, cuando la primera brisa anunciadora de la noche erizaba como una advertencia las hojas de los plátanos que bordeaban la fuente.
Mi zapatero tenía muchos amigos, pero las horas de visita variaban de acuerdo con la posición social de cada uno. El médico nunca estaba allí cuando llegaba un andrajoso; el párroco no pasaba de la puerta; los labradores de aquellas tierras evitaban encontrarse con enemigos de la vecindad, y decían cosas graves y profundas o chismorreos desde la puerta mientras iban rebuscando con insistencia en los bolsillos del chaleco. Sólo yo era parroquiano de todas las horas. Mi condición de muchacho de la ciudad (porque allí vivía), gozando de grandes vacaciones, me convertía en una plataforma donde cualquiera podía representar su número. Oía los casos clínicos del médico, los monosílabos del pobre, las regañinas ásperas del cura o las interminables letanías del labrador. Mientras tanto, mi zapatero iba batiendo la suela, daba cera al bramante, hacía saltar los puntos o cortaba las rababas con dos tajos secos y rigurosos.
Era un hombre enfermo, viejo antes de tiempo, retorcido como un sarmiento o un olivo viejo. Toda la fuerza se le había juntado en los brazos, Y yo, que nunca fui hombre de muchas musculaturas, tenía una envidia loca de aquellos hombros poderosos donde las cuerdas de los tendones se estremecían y se hinchaban en un ritmo que hoy quisiera llamar solemne. A mi zapatero le gustaba hablar y oír. Contaba casos de su juventud, vagas conspiraciones de tiempos remotos, la terrible y deliciosa historia de una pistola de la que tal vez acabe hablando yo también -¿qué sé yo, pasados tantos años? Mientras él hablaba, iba yo entreteniéndome en hacer agujeros en un trozo de suela con una lezna. O removía el agua a la que la suela en remojo daba un tono astringente, Y así pasaba el tiempo. Después, mi zapatero quería saber novedades. Yo se las daba, si podía, y adornaba la historia o la inventaba para darme a valer. ¿Me comprenden, verdad? Yo venía de la ciudad, no podía dejarlo sin las respuestas que él precisaba.
Hasta un día. Era el atardecer. Había llegado del río, después de muchas horas al sol, sucio de barro, con el alma limpia de tanto azul y verde – y media docena de peces ya secos enfilados por las agallas con una rama verde de sauce. Iba a mostrar mi pesca. Mi zapatero mostró un interés moderado. Algo lo tenía preocupado. Se alisaba el pelo con la lezna, suspendía el movimiento de los brazos al tirar del bramante – señales que yo conocía muy bien y que anunciaban preguntas de grandísima importancia. Y llegó la pregunta. Decidido, mi viejo amigo tendió hacia atrás su cuerpo deformado, se echó las gafas hacia la frente y disparó:
-¿Crees tú en la pluralidad de los mundos? ¿Qué le respondí? Que sí, que no, que quizá, que Fontenelle dijo, que el otro replicó. Pero hoy pido a las grandes potencias que mandan hombres al espacio que me hagan el favor de averiguarlo rápidamente y que le den una respuesta a mi zapatero. Es un hombre lleno de interés que vive en una aldea y tiene un tenderete con un horizonte de plátanos de sombra que se erizan en la noche cuando el cielo se cubre de estrellas.
                       José Saramago




Las maletas del viajero - José Saramago

MI ABUELO TAMBIÉN

Tal vez el día lluvioso sea el responsable de esta melancolía. Somos una máquina complicada en la que los hilos del presente activo se enredan en la tela del pasado muerto, y todo eso se cruza y entrecruza de tal modo, en lazos y apreturas, que hay momentos en los que la vida cae toda sobre nosotros y nos deja perplejos, confusos y súbitamente amputaos del futuro. Cae la lluvia, el viento disloca la compostura árida de los árboles deshojados – y de tiempos pasados viene una imagen perdida, un hombre alto y flaco, viejo, que ahora se aproxima, por una senda encharcada. Trae un cayado en la mano, un capote embarrado y antiguo, y por él resbalan todas las aguas del cielo. Delante, avanzan los animales fatigados, con la cabeza baja, rasando el suelo con el hocico. Hombre y animales avanzan bajo la lluvia. Es una imagen común, sin belleza, terriblemente anónima.
Pero este hombre que aquí se aproxima, lento, entre cortinas de lluvia que parecen diluir lo que en la memoria no se ha perdido, es mi abuelo. Viene cansado, y viejo. Arrastra consigo setenta años de vida difícil, de dificultades, de ignorancia. Y con todo, es un hombre sabio, callado y metido en sí, que sólo abre la boca para decir las palabras importantes, las que importan. Habla tan poco (son pocas las palabras realmente importantes) que todos nos callamos para oír cuando se le algo como una luz de advertencia. Eso aparte, tiene un modo de estar sentado, mirando a lo lejos, aunque ese lejos sea sólo la pared más próxima, que llega a ser intimidante. No sé qué diálogo mudo lo mantiene ajeno a nosotros. Su rostro está tallado a hachuela, fijo, pero expresivo, y los ojos, pequeños y agudos, tienen de vez en cuando un brillo claro como si en ese momento algo hubiera sido definitivamente comprendido. Parece una esfinge, diré yo más tarde, cuando las lecturas eruditas me ayuden en estas comparaciones que abonan una fácil cultura. Hoy digo que parecía un hombre.
Y era un hombre. Un hombre igual a muchos de esta tierra, de este mundo, un hombre sin oportunidades, tal vez un Einstein perdido bajo una espesa capa de imposibles, un filósofo (¿Quién sabe?), un gran escritor analfabeto. Algo sería, algo que nunca pudo ser. Recuerdo ahora aquella noche tibia de verano cuando dormimos, los dos, bajo la higuera – lo oigo hablar aún de lo que había sido su vida, del Camino de Santiago que sobre nuestras cabezas resplandecía (cuántas cosas sabía él del cielo y las estrellas), del ganado que lo conocía, de las historias y leyendas que eran su caudal de la infancia remota. Nos dormimos tarde, enrollados en la manta lobera, porque al amanecer refrescaría sin duda y el rocía no caía sólo sobre las plantas.
Pero  la imagen que no me abandona es la del viejo que avanza bajo la lluvia, obstinado y silencioso, como quien cumple un destino en el que nada se puede modificar. A no ser la muerte. Pero entonces, este viejo, que es mi abuelo. No sabe aún cómo va a morir. Aún no sabe que pocos días antes de su último día va a tener la premonición (perdona la palabra, Jerónimo) de que ha llegado su fin. E irá, de árbol en árbol en su huerto, abrazando los troncos, despidiéndose de ellos, de los frutos que no volverá a comer, de las sombras amigas. Porque no habrá llegado la gran sombra, mientras la memoria no lo haga resurgir en el camino encharcado o bajo la concavidad del cielo y la interrogación de las estrellas. Sólo esto – y también el gesto que de repente me pone en pie y la urgencia de la orden que llena el cuarto tibio donde escribo.

                   José Saramago



Las maletas del viajero - José Saramago

CARTA A JOSEFA, MI ABUELA 

Tienes noventa años. Estás vieja, dolorida. Me dices que fuiste la muchacha más hermosa de tu tiempo – y yo lo creo. No sabes leer. Tienes las manos gruesas y deformadas, los pies como acortezados. Cargaste en la cabeza toneladas de leña y haces, albuferas de agua. Viste nacer el sol todos los días. Con el pan que has amasado podría hacerse un banquete universal. Criaste personas y ganado, metiste a los lechones en tu cama cuando el frío amenazaba don helarlos. Me contaste historias de apariciones y hombres-lobo, viejas cuestiones de familia, un crimen de muerte. Viga maestra de tu casa, fuego  de tu hogar – siete veces quedaste grávida, siete veces pariste.
No sabes nada del mundo. No entiendes de política, ni de economía, ni de literatura, ni de filosofía, ni de religión. Heredaste unos cientos de palabras prácticas, un vocabulario elemental. Con eso viviste y vas viviendo. Eres sensible a las catástrofes y también a los casos de la calle, a las bodas de las princesas y al robo de los conejos de la vecina. Tienes grandes odios por motivos de los que ya ni el recuerdo te queda, y grandes dedicaciones que no se asientan en nada. Vives. Para ti, la palabra Vietnam es sólo un sonido bárbaro que nada tiene que ver con tu círculo vital de legua y media de radio. De hambres, sabes algo: viste y una bandera negra izada en la torre de la iglesia. (¿Me lo contaste tú, o habré soñado que lo contabas?). Llevas contigo tu pequeño capullo de intereses. Y, sin embargo, tienes ojos claros y eres alegre. Tu risa es como un cohete de colores. Nunca he visto reír a nadie como a ti.
Te tengo delante, y no te entiendo. Soy de tu carne y de tu sangre, pero no entiendo. Viniste a este mundo y no te has preocupado por saber qué es el mundo. Llegas al final de tu vida, y el mundo es aún para ti lo que era cuando naciste: una interrogación, un misterio inaccesible, algo que no forma parte de tu herencia: quinientas palabras, huerto al que en cinco minutos se da la vuelta, una casa de tejas y el suelo de tierra apisonada. Aprieto tu mano callosa, paso mi mano por tu rostro arrugado y por tu cabello blanco que resistió el peso de las cargas – y sigo sin entender. Fuiste hermosa, dices, y veo muy bien que eres inteligente. ¿Porqué te han robado, pues, el mundo? ¿Quién te lo robó? Peor quizá de esto entienda yo, y te diría cómo, y por qué, y cuando, si supiera elegir entre mis innumerables palabras las que tú podrías comprender. Ya no vale la pena. El mundo continuará sin ti – y sin mí también. No nos habremos dicho el uno al otro lo que más importa.
¿Realmente no nos lo habremos dicho? No te habré dicho yo, porque mis palabras no eran las tuyas, el mundo que te era debido. Me quedo con esa culpa de la que no me acusas – y eso es aún peor. Pero, por qué, abuela, por qué te sientas al umbral de tu puerta, abierta hacia la noche estrellada e inmensa, hacia el cielo del que nada sabes y por el que nunca viajarás, hacia el silencio de los campos y de los árboles en sombra, y dices, con la tranquila serenidad de tus noventa años y el fuego de tu adolescencia nunca perdida: “¡El mundo es tan bonito, y me da tanta tristeza morir!”.
Eso es lo que yo no entiendo – pero la culpa no es tuya.

                                                                                                  José Saramago