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domingo, 26 de febrero de 2012
Pinturas y algo más: Juan Rulfo - Fotógrafo / Escritor
Pinturas y algo más: Juan Rulfo - Fotógrafo / Escritor: "El color es la expresión y el sufrimiento de la luz" Goethe 1 - Juan Rulfo y la fotografía Juan Rulfo combinó siempre la tare...
Juan Rulfo - Biografía - Escritor / Fotógrafo
Juan
Rulfo, cuyo verdadero nombre era Juan Nepomuceno Carlos Pérez Vizcaíno, nació
el 16 de mayo de 1917 en la ciudad de Sayula, Estado de Jalisco. La adopción
del apellido Rulfo fue debido a una petición de la abuela María Rulfo, pues en
su familia fueron 7 hermanas y un solo varón que murió soltero y sin
descendencia. Para evitar que se perdiera el apellido pidió a sus nietos que
adoptaran el Rulfo.
Su niñez se vio afectada por las luchas religiosas de su país, la
"guerra de los cristeros", que fue particularmente violenta en el
estado de Jalisco, lo que le llevó a decir: "Entonces viví en una zona
de devastación. No sólo de devastación humana, sino devastación geográfica.
Nunca encontré ni he encontrado hasta la fecha, la lógica de todo eso. No se
puede atribuir a la Revolución. Fue más bien una cosa atávica, una cosa de
destino, una cosa ilógica". Este mundo en el que se crió
durante su infancia le formó como un niño retraído al que le gustaba jugar
solo.
Vivió
en la pequeña población de San Gabriel, pero las tempranas muertes de su padre,
asesinado en 1923 de un disparo en la nuca, y de su madre en 1927, obligaron a
sus familiares a inscribirlo en un internado en Guadalajara, la capital del
estado de Jalisco.
Durante
sus años en San Gabriel entra en contacto con la biblioteca de un cura
(básicamente literaria) depositada en la casa familiar, y recordará siempre
estas lecturas, esenciales en su formación literaria. Algunos acostumbran
destacar su temprana orfandad como determinante en su vocación artística,
olvidando que su conocimiento temprano de los libros mencionados tendría un
peso mayor en este terreno.
Una
huelga de la Universidad de Guadalajara le impide inscribirse en ella y decide
trasladarse a la ciudad de México. La imposibilidad de revalidar sus estudios
hechos en Jalisco tampoco le permite ingresar a la Universidad Nacional, pero
asiste como oyente a los cursos de historia del arte en la Facultad de
Filosofía y Letras. Se convierte en un experto conocedor de la bibliografía
histórica, antropológica y geográfica de México, temas que un estudio minucioso
de su obra literaria y fotográfica permite rastrear en las mismas, además de
los textos y la labor editorial que les dedicó.
Instalado
en la ciudad de México, su familia lo incitó a estudiar la carrera de leyes,
pero al fallar en los exámenes se dedicó a trabajar. Como agente viajero
descubre una veta de experiencias en los pueblos, la que será fundamental en su
obra literaria. Sus viajes por diversas zonas de México le permitieron entrar
en contacto con etnias apartadas que aún resguardaban sus tradiciones. Durante
buena parte de las décadas de 1930 y 1940 viaja extensamente por el país,
trabaja en Guadalajara o en la ciudad de México y comienza a publicar sus
cuentos en dos revistas: América, de la capital, y Pan, de Guadalajara. La
primera de ellas significa su confirmación como escritor, gracias al apoyo de
su gran amigo Efrén Hernández. En estos mismos años se inicia como fotógrafo,
dedicándose de manera muy intensa a esta actividad, publicando sus imágenes por
primera vez en América en 1949.
A
mediados de los cuarenta inicia una relación amorosa con Clara Aparicio, de la
que queda el testimonio epistolar. Se casa con ella en 1948 y los hijos
comienzan a aumentar su familia poco a poco. Abandona su trabajo en una empresa
fabricante de neumáticos a principios de los cincuenta y obtiene en 1952 la
primera de las dos becas consecutivas que le otorga el Centro Mexicano de
Escritores, fundado por la estadounidense Margaret Shedd, quien fue sin duda la
persona determinante para que Rulfo publicase en 1953 “El Llano en llamas”,
obra en la que reúne siete cuentos ya publicados en revistas y otros nuevos, y,
en 1955, “Pedro Páramo”. Ambas obras habían sido propuestas por Rulfo en sus
dos períodos como becario del Centro como proyectos.
El
prestigio literario de Rulfo habrá de incrementarse de manera constante a
partir de estas dos publicaciones, hasta convertirse en el escritor mexicano
más reconocido en México y el extranjero. Entre sus admiradores se cuentan
Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Günter Grass, Susan
Sontag, Elias Canetti, Enrique Vila-Matas y muchos otros. Sus lectores en las
más diversas lenguas se renuevan continuamente y se le considera ya un clásico.
Las
dos últimas décadas de su vida las dedicó a su trabajo en el Instituto Nacional
Indigenista de México, donde se encargó de la edición de una de las colecciones
más importantes de antropología contemporánea y antigua de México. Rulfo, que
había sido un atento lector de la historia, la geografía y la antropología de
México a lo largo de toda su vida, colmaría con este trabajo una de sus
vocaciones más duraderas.
Dio a
conocer Rulfo en 1980 una colección de fotografías suyas que abrió al público
el conocimiento de esta parte de su creación. Su legado fotográfico comprende
aproximadamente seis mil negativos, material que aún se encuentra en proceso de
clasificación por lo que algunas fotografías no cuentan aún con una
ldentificación definitiva. En los últimos años el interés por el fotógrafo Juan
Rulfo ha sido creciente y se ha visto reflejado en exposiciones y libros
dedicados a sus imágenes.
La
obra literaria de Juan Rulfo no cesa de editarse en español y un número
creciente de idiomas, que en la actualidad se acercan al medio centenar. En
algunas lenguas existen ya varias versiones.
Juan
Rulfo falleció en la ciudad de México el 7 de enero de 1986.
Las nuevas generaciones de escritores y lectores se aproximan con renovado asombro a las páginas de los libros de Rulfo y su curiosidad por la vida y la obra del autor jalisciense no disminuye. Una erudita biografía llevada a cabo por uno de sus estudiosos más serios, Alberto Vital, Noticias sobre Juan Rulfo, cumple con rigor la tarea de proporcionar información y reflexión serias a los lectores de Rulfo interesados en profundizar en este campo.
Las nuevas generaciones de escritores y lectores se aproximan con renovado asombro a las páginas de los libros de Rulfo y su curiosidad por la vida y la obra del autor jalisciense no disminuye. Una erudita biografía llevada a cabo por uno de sus estudiosos más serios, Alberto Vital, Noticias sobre Juan Rulfo, cumple con rigor la tarea de proporcionar información y reflexión serias a los lectores de Rulfo interesados en profundizar en este campo.
Juan
Rulfo lleva a cabo en la década de 1940 la escritura de sus primeros textos
literarios. El primero, fragmento de un proyecto que nunca concluiría, lo
publica en la revista América, de la capital del país, y en ésta y Pan, editada
en Guadalajara, dará a conocer un total de siete cuentos. Rulfo mismo cuenta la
historia:
“En 1942 apareció una revista llamada “PAN”, que por su peculiar
sistema me dio la oportunidad de publicar algunas cosas. Lo peculiar consistía
en que el autor pagaba sus colaboraciones. Allí aparecieron mis primeros
trabajos. Y si no fueron muchos se debió únicamente a que carecía de los medios
económicos para pagar mis colaboraciones.
Más tarde pasé a colaborar en “América”, revista antológica, donde
al menos no cobraban por publicar… En 1952 obtuve una beca de la Fundación
Rockefeller, establecida en México un año antes. Mediante esa beca y con el
apoyo generoso de Margaret Shedd, directora del Centro Mexicano de Escritores,
logré dar forma y publicar el libro de cuentos titulado El Llano en llamas”
A los
siete cuentos publicados en las revistas mencionadas agregó Rulfo ocho para la
edición que resultó de su beca en el Centro Mexicano de Escritores;
posteriormente agregó un par más, constando finalmente la colección de los
siguientes 17 cuentos:
§ Nos han dado la tierra
§ La cuesta de las comadres
§ Es que somos muy pobres
§ El hombre
§ En la madrugada
§ Talpa
§ Macario
§ El llano en llamas
§ ¡Diles que no me maten!
§ Luvina
§ La noche que lo dejaron solo
§ Paso del norte
§ Acuérdate
§ No oyes ladrar a los perros
§ El día del derrumbe
§ La herencia de Matilde Arcángel
§ Anacleto Morones
El
cuento “Luvina” ha sido considerado un precursor de Pedro Páramo, mientras
“Diles que no me maten” o “No oyes ladrar los perros” son incluidos por muchos
lectores entre las obras maestras de la cuentística universal. Otros admiran la
complejidad de “El hombre” o la ironía de “Nos han dado la tierra”, “El día del
derrumbe” o “Anacleto Morones”, y en todos los cuentos de la colección está
presente esa peculiar mezcla de habla popular, poesía y alta literatura que es
característica, desde este libro, de la escritura de Juan Rulfo.
PEDRO PÁRAMO – Juan Rulfo - Fragmento
Vine
a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi
madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera.
Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo
en un plan de prometerlo todo. "No dejes de ir a visitarlo -me recomendó.
Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto
conocerte." Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo
haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos
les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía
antes me había dicho:
-No
vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y
nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
-Así
lo haré, madre.
Pero
no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de
sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un
mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el
marido de mi madre. Por eso vine a Comala.
Era
ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado
por el olor podrido de las saponarias.
El
camino subía y bajaba: "Sube o baja según se va o se viene. Para el que
va, sube; para él que viene, baja".
-¿Cómo
dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
-Comala,
señor.
-¿Está
seguro de que ya es Comala?
-Seguro,
señor.
-¿Y
por qué se ve esto tan triste?
-Son
los tiempos, señor.
Yo
imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia,
entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el
retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que
ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: "Hay allí, pasando
el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo
amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la
tierra, iluminándola durante la noche". Y su voz era secreta, casi apagada,
como si hablara consigo misma... Mi madre.
-¿Y
a qué va usted a Comala, si se puede saber? -oí que me preguntaban.
-Voy
a ver a mi padre contesté.
-¡Ah!
- dijo él.
Y
volvimos al silencio.
Caminábamos
cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados por
el sopor del sueño, en la canícula de agosto.
-Bonita
fiesta le va a armar -volví a oír la voz del que iba allí a mi lado-. Se pondrá
contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.
Luego añadió:
Luego añadió:
-Sea
usted quien sea, se alegrará de verlo.
En
la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha
en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de
montañas. Y todavía más adelante, la más remota lejanía.
-¿Y
qué trazas tiene su padre, si se puede saber?
-No
lo conozco -le dije-. Sólo sé que se llama Pedro Páramo.
-¡Ah!,
vaya.
-Sí,
así me dijeron que se llamaba.
Oí
otra vez el "¡ah!" del arriero.
Me
había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me
estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.
-¿A
dónde va usted? -le pregunté.
-Voy
para abajo, señor.
-¿Conoce
un lugar llamado Comala?
-Para
allá mismo voy.
Y
lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció
darse cuenta de que lo seguía disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos
íbamos tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.
-Yo
también soy hijo de Pedro Páramo -me dijo.
Una
bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
-Hace
calor aquí -dije.
-Sí,
y esto no es nada me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte
cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la
mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al
llegar al infierno regresan por su cobija.
-¿
Conoce usted a Pedro Páramo? - le pregunté.
Me
atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
-¿Quién
es? -volví a preguntar.
-Un
rencor vivo -me contestó él.
Y
dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho
más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.
Sentí
el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el
corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los
bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el
armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil,
flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi
madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de
brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de
aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande, donde bien podía caber
el dedo del corazón.
Es
el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi
padre me reconociera.
-Mire
usted -me dice el arriero, deteniéndose- ¿Ve aquella loma que parece vejiga de
puerco? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve
la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra
ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna
de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la
mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos
malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso
es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
-No
me acuerdo.
-¡Váyase
mucho al carajo!
-¿Qué
dice usted?
-Que
ya estamos llegando, señor.
-Sí,
ya lo veo. ¿Qué paso por aquí?
-Un
correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.
-No,
yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado.
Parece
que no lo habitara nadie.
-No
es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.
-¿Y
Pedro Páramo?
-Pedro
Páramo murió hace muchos años.
Era
la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando
con sus gritos la tarde. Cuando aun las paredes negras reflejan la luz amarilla
del sol.
Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer a esta misma hora. Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.
Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer a esta misma hora. Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.
Ahora
estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras
redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo
su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.
Fui
andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas
desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba
esta yerba?. "La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya
la gente para invadir las casas. Así las verá usted".
Al
cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como
si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron
asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo
se cruzó frente a mí.
-¡Buenas noches! -me dijo.
-¡Buenas noches! -me dijo.
La
seguí con la mirada. Le grité:
-¿Dónde
vive doña Eduviges?
Y
ella señaló con el dedo:
-Allá.
La casa que está junto al puente.
Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra.
Había
oscurecido.
Volvió
a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni
tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el
silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi
cabeza venía llena de ruidos y de voces.
De
voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro
de uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre: "Allá me
oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis
recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna
voz." Mi madre. . . la viva.
Hubiera querido decirle: " Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al ¿dónde es esto y dónde es aquello? A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe".
Hubiera querido decirle: " Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al ¿dónde es esto y dónde es aquello? A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe".
Llegué
a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta; pero
en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una
mujer estaba allí. Me dijo:
-Pase
usted. -Y entré.
Me
había quedado en Comala. El arriero, que se siguió de filo, me informó todavía
antes de despedirse:
-Yo
voy más allá, donde se ve la trabazón de los cerros. Allá tengo mi casa. Si
usted quiere venir, será bienvenido. Ahora que si quiere quedarse aquí, ahí se
lo haiga. Y me quedé. A eso venía.
-¿Dónde
podré encontrar alojamiento? -le pregunté ya casi a gritos.
-Busque
a doña Eduviges, si es que todavía vive. Dígale que va de mi parte.
-¿Y
cómo se llama usted?
-Abundio
-me contestó. Pero ya no alcancé a oír el apellido.
-Soy
Eduviges Dyada. Pase usted.
Parecía
que me hubiera estado esperando. Tenía todo dispuesto, según me dijo haciendo
que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros, al parecer desolados.
Pero no; porque, en cuanto me acostumbré a la oscuridad y al delgado hilo de
luz que nos seguía, vi crecer sombras a ambos lados y sentí que íbamos
caminando a través de un angosto pasillo abierto entre bultos.
-¿Qué
es lo que hay aquí? –pregunté.
-Tiliches
-me dijo ella -. Tengo la casa toda entilichada. La escogieron para guardar sus
muebles los que se fueron, y nadie ha regresado por ellos. Pero el cuarto que
le he reservado está al fondo. Lo tengo siempre descombrado por si alguien
viene. ¿De modo que usted es hijo de ella?
-¿De
quién? –respondí.
-De
Doloritas.
-Sí
¿pero cómo lo sabe?
-Ella
me avisó que usted vendría. Y hoy precisamente. Que llegaría hoy.
-¿Quién?
¿Mi madre?
-Sí.
Ella.
Yo
no supe qué pensar. Ni ella me dejó en qué pensar:
-Éste
es su cuarto -me dijo.
No
tenía puertas, solamente aquélla por donde habíamos entrado. Encendió la vela y
lo vi vacío.
-Aquí
no hay dónde acostarse le dije.
-No
se preocupe por eso. Usted ha de venir cansado y el sueño es muy buen colchón
para el cansancio. Ya mañana le arreglaré su cama. Como usted sabe, no es fácil
ajuarear las cosas en un dos por tres. Para eso hay que estar prevenido, y la
madre de usted no me avisó sino hasta ahora.
-Mi
madre -dije-, mi madre ya murió.
-Entonces
ésa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si hubiera tenido que
atravesar una distancia muy larga para llegar hasta aquí. Ahora lo entiendo. ¿Y
cuánto hace que murió?
-Hace
ya siete días.
-Pobre
de ella. Se ha de haber sentido abandonada. Nos hicimos la promesa de morir
juntas. De irnos las dos para darnos ánimo una a la otra en el otro viaje, por
si se necesitara, por si acaso encontráramos alguna dificultad. Éramos muy
amigas. ¿Nunca le habló de mí?
-No, nunca.
-No, nunca.
-Me
parece raro. Claro que entonces éramos unas chiquillas. Y ella estaba apenas
recién casada. Pero nos queríamos mucho. Tu madre era tan bonita, tan, digamos,
tan tierna, que daba gusto quererla. ¿De modo que me lleva ventaja, no? Pero
ten la seguridad de que la alcanzaré. Sólo yo entiendo lo lejos que está el
cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en
morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga. O, si tú
quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo. Perdóname que te hable de tú; lo
hago porque te considero como mi hijo. Sí, muchas veces dije: "El hijo de
Dolores debió haber sido mío". Después te diré por qué. Lo único que quiero
decirte ahora es que alcanzaré a tu madre en alguno de los caminos de la
eternidad.
Yo
creía que aquella mujer estaba loca. Luego ya no creí nada. Me sentí en un
mundo lejano y me dejé arrastrar. Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se doblaba
ante todo, había soltado sus amarras y cualquiera podía jugar con él como si
fuera de trapo.
-Estoy
cansado -le dije.
-Ven
a tomar antes algún bocado. Algo de algo. Cualquier cosa.
-Iré.
Iré después.
Entrevista a Juan Rulfo
J.
S. Primero, señor Rulfo, ¿quisiera usted comentar un poco su formación como
escritor?
J. R. Bueno, en realidad es un poco difícil
buscar el origen de esa formación. No fue una formación formal, sino más bien
arbitraria, si se quiere, basada en lecturas no sistemáticas sino de cuanta
cosa me caía en las manos. Por lo tanto no hubo una disciplina formal -una
búsqueda tal vez de algo que gustara, que tuviera aspectos humanos
coincidentes.
J. S. ¿Entre estas lecturas más o menos caóticas,
pues, había algunas obras que tuvieran una importancia especial?
J. R. Pues sí. Entre ellas, las obras de Knut
Hamsun, las cuales leí -absorbí realmente- en una edad temprana. Tenía unos
catorce o quince años cuando descubrí este autor, quien me impresionó mucho,
llevándome a planos antes desconocidos. A un mundo brumoso, como es el mundo
nórdico, ¿no? Pero que al mismo tiempo me sustrajo de esta situación tan
luminosa donde vivimos nosotros -este país tan brillante, con esa luz tan
intensa. Quizá por cierta tendencia a buscar precisamente algo nublado, algo
matizado, no tan duro y tan cortante como era el ambiente en que uno vivía.
Entonces, de los autores nórdicos, Knut Hamsun fue en realidad el principio,
pero después continué buscándolos, leyéndolos, hasta que agoté los pocos
autores conocidos en ese tiempo, como Boyersen, Jens Peter Jacobsen, Selma
Lagerlof. Para mí fue un verdadero descubrimiento Halldor Laxness -eso fue
mucho antes de que recibiera el premio Nobel. De modo que yo sentía una especie
de simpatía hacia esos autores. Me daban una impresión más justa, o mejor, más
optimista que el mundo un poco áspero como era el nuestro.
J. S. Y en literatura mexicana, por ejemplo
en la novela de la Revolución Mexicana, ¿hizo lecturas también?
J. R. Sí. Efectivamente, la novela de la
Revolución Mexicana me dio más o menos una idea de lo que había sido la
Revolución. Yo conocí la historia a través de la narrativa. Ahí comprendí qué
había sido la Revolución. No me tocó vivirla. Reconozco que fueron esos autores,
hoy subestimados, los que realmente abrieron el ciclo de la novela mexicana.
Por ejemplo, Rafael F. Muñoz, Azuela, Martín Luis Guzmán, López y Fuentes sobre
todo en Campamento, más que en el resto de su obra. De Muñoz es
importante Se llevaron el cañón para Bachimba. También su novela
histórica sobre Santa Anna, que trata irónicamente a este personaje de la
historia mexicana.
J. S. ¿Y había leído a Yañez antes de empezar
a escribir?
J. R. Sí, había leído Al filo del
agua antes de escribir Pedro Páramo.
J. S. ¿Podría dar una idea de cómo llegó a
encontrar la manera de escribir Pedro Páramo?
J. R. Pues en primer lugar, fue una búsqueda
de estilo. Tenía yo los personajes y el ambiente. Estaba familiarizado con esa
región del país, donde había pasado la infancia, y tenía muy ahondadas esas
situaciones. Pero no encontraba un modo de expresarlas. Entonces simplemente lo
intenté hacer con el lenguaje que yo había oído de mi gente, de la gente de mi
pueblo. Había hecho otros intentos -de tipo lingüístico- que habían fracasado
porque me resultaban poco académicos y más o menos falsos. Eran incomprensibles
en el contexto del ambiente donde yo me había desarrollado. Entonces el sistema
aplicado finalmente, primero en los cuentos, después en la novela, fue utilizar
el lenguaje del pueblo, el lenguaje hablado que yo había oído de mis mayores, y
que sigue vivo hasta hoy.
J. S. ¿Cómo ve usted el hecho de que algunos
críticos digan que Pedro Páramo es una novela oscura?
J. R. Bueno, para mí también, en realidad, es
oscura. Creo que no es una novela de lectura fácil. Sobre todo intenté sugerir
ciertos aspectos, no darlos. Quise cerrar los capítulos de una manera total. Se
trata de una novela en que el personaje central es el pueblo. Hay que notar que
algunos críticos toman como personaje central a Pedro Páramo. En realidad es el
pueblo. Es un pueblo muerto donde no viven más que ánimas, donde todos los
personajes están muertos, y aun quien narra está muerto. Entonces no hay un
límite entre el espacio y el tiempo. Los muertos no tienen tiempo ni espacio.
No se mueven en el tiempo ni en el espacio. Entonces así como aparecen, se
desvanecen. Y dentro de este confuso mundo, se supone que los únicos que
regresan a la tierra (es una creencia muy popular) son las ánimas, las ánimas
de aquéllos muertos que murieron en pecado. Y como era un pueblo en que casi
todos morían en pecado, pues regresaban en su mayor parte. Habitaban nuevamente
el pueblo, pero eran ánimas, no eran seres vivos.
J. S. Otra pregunta para mí importante: ¿cómo
se compagina la visión de un mundo muerto, y por implicación de un México
muerto; la visión tan pesimista en donde se niega la progresión del hombre en
el tiempo, cómo compaginar esa interpretación tan amarga con la de Juan Rulfo,
persona e individuo?
J. R. Bueno, es que en realidad nunca he
usado, ni en los cuentos ni en Pedro Páramo, nada autobiográfico.
No hay páginas allí que tengan que ver con mi persona ni con mi familia. No
utilizo nunca la autobiografía directa. No es porque yo tenga algo en contra de
ese modo novelístico. Es simplemente porque los personajes conocidos no me dan
la realidad que necesito, y que me dan los personajes imaginados.
J. S. Pero se supone que una novela refleja
la visión del mundo que tiene su autor.
J. R. Tal vez en lo profundo haya algo que no
esté planteado en forma clara en la superficie de la novela. Yo tuve una
infancia muy dura, muy difícil. Una familia que se desintegró muy fácilmente en
un lugar que fue totalmente destruido. Desde mi padre y mi madre, inclusive todos
los hermanos de mi padre fueron asesinados. Entonces viví en una zona de
devastación. No sólo de devastación humana, sino de devastación geográfica.
Nunca encontré ni he encontrado hasta la fecha, la lógica de todo eso. No se
puede atribuir a la Revolución. Fue más bien una cosa atávica, una cosa de
destino, una cosa ilógica. Hasta hoy no he encontrado el punto de apoyo que me
muestre por qué en esta familia mía sucedieron en esa forma, y tan
sistemáticamente, esa serie de asesinatos y de crueldades.
J. S. Volviendo al arte de escribir novelas,
¿cómo es el proceso de creación de un personaje?
J. R. No puedo saber hasta ahora qué es lo
que me lleva a tratar los temas de mi obra narrativa. No tengo un sentido
crítico-analítico preestablecido. Simplemente me imagino un personaje y trato
de ver a dónde este personaje, al seguir su curso, me va a llevar. No trato yo
de encauzarlo, sino de seguirlo aunque sea por caminos oscuros. Yo empiezo
primero imaginándome un personaje. Tengo la idea exacta de cómo es ese personaje.
Y entonces lo sigo. Sé que no me va a llevar de una manera en secuencia, sino
que a veces va a dar saltos. Lo cual es natural, pues la vida de un hombre
nunca es continua. Sobre todo si se trata de hechos. Los hechos humanos no
siempre se dan en secuencia. De modo que yo trato de evitar momentos muertos,
en que no sucede nada. Doy el salto hasta el momento cuando al personaje le
sucede algo, cuando se inicia una acción, y a él le toca accionar, recorrer los
sucesos de su vida.
J. S. Cambiando un poco el enfoque de esta
conversación, ¿diría usted que Pedro Páramo es novela de
negación?
J. R. No, en lo absoluto. Simplemente se
niegan algunos valores que tradicionalmente se han considerado válidos. Para
mí, en lo personal, estos valores no lo son. Por ejemplo, en la cuestión de la
creencia, de la fe. Yo fui criado en un ambiente de fe, pero sé que la fe allí
ha sido trastocada a tal grado que aparentemente se niega que estos hombres
crean, que tengan fe en algo. Pero en realidad precisamente porque tienen fe en
algo, por eso han llegado a ese estado. Me refiero a un estado casi negativo.
Su fe ha sido destruida. Ellos creyeron alguna vez en algo, los personajes
de Pedro Páramo, aunque siguen siendo creyentes, en realidad su fe
está deshabitada. No tienen un asidero, una cosa de dónde aferrarse. Tal vez en
este sentido se estima que la novela es negativa. Esto me hace pensar en
aquellas personas que piensan que la justicia más justa es la mejor de todas
las justicias, cuando es la más grande de las injusticias. Así, en estos casos
la fe fanática produce precisamente la antifé, la negación de la fe. Debo hacer
una advertencia. Yo procedo de una región donde se produjo más que una
revolución -la Revolución Mexicana, la conocida-, en donde se produjo asimismo la
revolución cristera. En ésta los hombres combatieron unos en contra de otros
sin tener fe en la causa que estaban peleando. Creían combatir por su fe, por
una causa santa, pero en realidad, si se mirara con cuidado cuál era la base de
su lucha, se encontraría uno que esos hombres eran los más carentes de
cristianismo.
J. S. Puesto que ya se refirió a su región
(Jalisco), ¿no quiere elaborar un poco la personalidad histórica de esa zona?
J. R. Sí, porque hay que entender la historia
para entender este fanatismo de que hemos venido hablando. Yo soy de una zona
donde la conquista española fue demasiado ruda. Los conquistadores ahí no
dejaron ser viviente. Entraron a saco, destruyeron la población indígena, y se
establecieron. Toda la región fue colonizada nuevamente por agricultores
españoles. Pero el hecho de haber exterminado a la población indígena les trajo
una característica muy especial, esa actitud criolla que hasta cierto punto es
reaccionaria, conservadora de sus intereses creados. Son intereses que ellos
consideraban inalienables. Era lo que ellos cobraban por haber participado en
la conquista y en la población de la región. Entonces los hijos de los
pobladores, sus descendientes, siempre se consideraron dueños absolutos. Se
oponían a cualquier fuerza que pareciera amenazar su propiedad. De ahí la
atmósfera de terquedad, de resentimiento acumulado desde siglos atrás, que es
un poco el aire que respira el personaje Pedro Páramo desde su niñez. Ahora,
para cerrar esta plática, vuelvo al punto del posible negativismo de Pedro
Páramo. No creo que sea negativo, sino más bien algo como lo contrario,
poner en tela de juicio estas tradiciones nefastas, estas tendencias inhumanas
que tienen como únicas consecuencias la crueldad y el sufrimiento.
El desafío de la creación – Juan Rulfo - Texto
Desgraciadamente
yo no tuve quién me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí,
completamente, uno es un extranjero ahí.
Están
ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias
y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar
del tiempo: "hoy parece que por ahí vienen las nubes..." En fin, yo
no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi
obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la
creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo
escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa
mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno
de los principios fundamentales de la creación.
Considero
que hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear
el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar
ese personaje, cómo se va a expresar. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que
se requiere para contar una historia: ahora, yo le tengo temor a la hoja en
blanco, y sobre todo al lápiz, porque yo escribo a mano; pero quiero decir, más
o menos, cuáles son mis procedimientos en una forma muy personal. Cuando yo
empiezo a escribir no creo en la inspiración, jamás he creído en la
inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo; ponerse a escribir
a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una
palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser
aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece el
personaje que yo quería que apareciera, aquél personaje vivo que tiene que
moverse por sí mismo. De pronto, aparece y surge, uno lo va siguiendo, uno va
tras él. En la medida en que el personaje adquiere vida, uno puede, por caminos
que uno desconoce pero que, estando vivo, lo conducen a uno a una realidad, o a
una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo, se logra crear lo que se puede
decir, lo que, al final, parece que sucedió, o pudo haber sucedido, o pudo
suceder pero nunca ha sucedido. Entonces, creo yo que en esta cuestión de la
creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar
que si uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que
uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.
A
mí me han criticado mucho mis paisanos que cuento mentiras, que no hago
historia, o que todo lo que platico o escribo, dicen, nunca ha sucedido y es
así. Para mí lo primero es la imaginación; dentro de esos tres puntos de apoyo
de que hablábamos antes está la imaginación circulando; la imaginación es
infinita, no tiene límites, y hay que romper donde cierra el círculo; hay una
puerta, puede haber una puerta de escape y por esa puerta hay que desembocar,
hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo
lleva a uno a pensar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la
escritura.
Concretando,
se trabaja con: imaginación, intuición y una aparente verdad. Cuando esto se
consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer: el
trabajo es solitario, no se puede concebir el trabajo colectivo en la
literatura, y esa soledad lo lleva a uno a convertirse en una especie de médium
de cosas que uno mismo desconoce, pero sin saber que solamente el inconsciente
o la intuición lo llevan a uno a crear y seguir creando.
Creo
que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se
quiere contar. Ahora, hay otro elemento, otra cosa muy importante también que
es el querer contar algo sobre ciertos temas; sabemos perfectamente que no
existen más que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte. No hay más, no
hay más temas, así es que para captar su desarrollo normal, hay que saber cómo
tratarlos, qué forma darles; no repetir lo que han dicho otros. Entonces, el
tratamiento que se le da a un cuento nos lleva, aunque el tema se haya tratado
infinitamente, a decir las cosas de otro modo; estamos contando lo mismo que
han contado desde Virgilio hasta no sé quienes más, los chinos o quien sea. Mas
hay que buscar el fundamento, la forma de tratar el tema, y creo que dentro de
la creación literaria, la forma -la llaman la forma literaria- es la que rige,
la que provoca que una historia tenga interés y llame la atención a los demás.
Conforme
se publica un cuento o un libro, ese libro está muerto; el autor no vuelve a
pensar en él. Antes, en cambio, si no está completamente terminado, aquello le
da vueltas en la cabeza constantemente: el tema sigue rondando hasta que uno se
da cuenta, por experiencia propia, de que no está concluido, de que algo se ha
quedado dentro; entonces hay que volver a iniciar la historia, hay que ver
dónde está la falla, hay que ver cuál es el personaje que no se movió por sí
mismo. En mi caso personal, tengo la característica de eliminarme de la
historia, nunca cuento un cuento en que haya experiencias personales o que haya
algo autobiográfico o que yo haya visto u oído, siempre tengo que imaginarlo o
recrearlo, si acaso hay un punto de apoyo. Ése es el misterio, la creación
literaria es misteriosa, y uno llega a la conclusión de que si el personaje no
funciona, y el autor tiene que ayudarle a sobrevivir; entonces falla
inmediatamente. Estoy hablando de cosas elementales, ustedes deben perdonarme,
pero mis experiencias han sido éstas, nunca he relatado nada que haya sucedido;
mis bases son la intuición y, dentro de eso, ha surgido lo que es ajeno al
autor.
El
problema, como les decía antes, es encontrar el tema, el personaje y qué va a
decir y qué va a hacer ese personaje, cómo va a adquirir vida. En cuanto el
personaje es forzado por el autor, inmediatamente se mete en un callejón sin
salida. Una de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer, precisamente, es
la eliminación del autor, eliminarme a mí mismo. Yo dejo que aquellos
personajes funcionen por sí y no con mi inclusión, porque entonces entro en la
divagación del ensayo, en la elucubración; llega uno hasta a meter sus propias
ideas, se siente filósofo, en fin, y uno trata de hacer creer hasta en la
ideología que tiene uno, su manera de pensar sobre la vida, o sobre el mundo,
sobre los seres humanos, cuál es el principio que movía las acciones del
hombre. Cuando sucede eso, se vuelve uno ensayista. Conocemos muchas
novelas-ensayo, mucha obra literaria que es novela-ensayo; pero, por regla
general, el género que se presta menos a eso es el cuento. Para mí el cuento es
un género realmente más importante que la novela porque hay que concentrarse en
unas cuantas páginas para decir muchas cosas, hay que sintetizar, hay que
frenarse; en eso el cuentista se parece un poco al poeta, al buen poeta. El
poeta tiene que ir frenando el caballo y no desbocarse; si se desboca y escribe
por escribir, le salen las palabras una tras otra y, entonces, simplemente
fracasa. Lo esencial es precisamente contenerse, no desbocarse, no vaciarse; el
cuento tiene esa particularidad; yo precisamente prefiero el cuento, sobre
todo, sobre la novela, porque la novela se presta mucho a esas divagaciones.
La
novela, dicen, es un género que abarca todo, es un saco donde cabe todo, caben
cuentos, teatro o acción, ensayos filosóficos o no filosóficos, una serie de
temas con los cuales se va a llenar aquel saco; en cambio, en el cuento tiene
uno que reducirse, sintetizarse y, en unas cuantas palabras, decir o contar una
historia que otros cuentan en doscientas páginas; ésa es, más o menos, la idea
que yo tengo sobre la creación, sobre el principio de la creación literaria;
claro que no es una exposición brillante la que les estoy haciendo, sino que
les estoy hablando de una forma muy elemental, porque yo les tengo mucho miedo
a los intelectuales, por eso trato de evitarlos; cuando veo a un intelectual,
le saco la vuelta, y considero que el escritor debe ser el menos intelectual de
todos los pensadores, porque sus ideas y sus pensamientos son cosas muy
personales que no tienen por qué influir en los demás ni hacer lo que él quiere
que hagan los demás; cuando se llega a esa conclusión, cuando se llega a ese
sitio, o llamémosle final, entonces siente uno que algo se ha logrado.
Como
todos ustedes saben, no hay ningún escritor que escriba todo lo que piensa, es
muy difícil trasladar el pensamiento a la escritura, creo que nadie lo hace,
nadie lo ha hecho, sino que, simplemente, hay muchísimas cosas que al ser
desarrolladas se pierden.
De "Charla con estatuas" - Montero Glez
Vine a
Comala porque me dijeron que acá andaba un tal Juan Rulfo convertido en
estatua. Fue escuchar la noticia y prometerme a mí mismo que vendría a hablar
con él. Para que me contase por qué, después de la muerte de su tío Ceferino,
dejó de contar historias. Aprender de él, tomar ejemplo de esa galanura cuando
toca decir que uno fue aplastado por su propia obra; que se acabó lo que se
daba.
Pero antes conviene regresar del mundo de los
muertos. Con la viveza de mis pies me pongo en un pueblo que va muriendo por sí
mismo.
-Comala viene de Comal -me explica Juan Rulfo-.
Es un recipiente de barro que se pone sobre las brasas, donde se calientan las
tortillas y el calor que hay en ese pueblo, es lo que me hizo contar con él.
Así Comala es lugar sobre las brasas -me sigue explicando Juan Rulfo, sin
cambiar de postura, sentado en un banco de plaza, las piernas cruzadas y un
libro descansando sobre la punta de la rodilla. Señalo el libro y le comento
que eso ya lo había leído.
-A lo de las tortillitas, me refiero.
Hace como si yo no existiera, como si mi
presencia caminara aún por el mundo de los muertos. Pero yo sé que lo más
difícil es eliminarse uno mismo, arrancar una historia desde el otro lado del
infierno.
-En Pedro Páramo -me dice- me cargué al autor por
eso soy el primer muerto del libro. Luego se me pone con las historias que
contaba Pedro Coronel, un pintor pariente de Diego Rivera; historias de
broncas, parrandas y burdeles. De sorpresas que dan las hembras que tienen más
de hombre que de mujer.
-Se trata del pintor borracho al que le pidió
prestado el nombre para el personaje- apunto yo, para que vea que vengo con la
lección sabida. Pero él no se deja y me corta con su silencio para después
romperlo con una aclaración.
-Los nombres los saco de las lápidas, me gusta
visitar cementerios. Ponerme a platicar para los muertos. Ya sabe usted que no
hay posibilidad de ser interrumpido.
Sin cambiar de postura me sigue contando que le
pesan más los muertos que los vivos.
Así me hace un sitio y me indica que me siente a
su lado. Yo escucho sus silencios, las pocas palabras que caben en su hablar,
como si arrastrase el peso de un muerto en vida, aplastado por su propia obra,
la del hombre que dejó de cultivar la mentira para dedicarse a cultivar rosas
de verdad, o eso dicen. Hay un momento en el que el silencio se hace demasiado
sordo. Es entonces cuando el escritor viene a llenarlo con la misma pregunta
que hace a todos los que se acercan hasta él:
-¿Está usted seguro de que no quiere que le
cuente por qué no escribo más?
Montero Glez (1965, cuyo nombre completo es Roberto Montero
González) es español.