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domingo, 6 de febrero de 2011

Cuento: Perdido - Haroldo Conti


El tren salía a las ocho o tal vez a las ocho y media. Recién diez minutos antes enganchaban la locomotora pero de cualquier  forma el tío se ponía nervioso una hora antes. Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban y ya estaban pensando en la vuelta. Su padre había hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del vecino. Para él Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la Avenida de Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la primera vez que vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se sacaron una foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía que los llevó a Retiro. De cualquier forma llegaron en una hora y con todo estaban tan excitados que casi se meten en otro tren.
Mientras cruzaba la Plaza Británica con aquella torre que de alguna manera presidía su vida, vista o entrevista a cualquier hora del día en que pisó Buenos Aires, y luego los años y toda la perra vida, y ahora esa vieja tristeza que le nacía de adentro, bueno y la torre siempre allí como el primer día, mientras cruzaba la plaza, pues, vio al tío por anticipado en un rincón del hall del Pacífico (ellos todavía decían Pacífico) encogido dentro del sobretodo que olía a tabaco, con la valija de cartón imitación cuero a un lado y un montón de paquetes sobre las rodillas, manoseando el boleto de segunda dentro del bolsillo para asegurarse de que todavía seguía allí.
Lo había llamado dos o tres veces desde el hotel Universo pero él estaba fuera y la muchacha entendió las cosas a medias. Después trató de llegar hasta la casa, a pie, por supuesto, pues los troles y los colectivos lo espantaban. Se había extraviado en algún punto de Leandro Alem y antes de perder de vista la Plaza Británica prefirió volver a Retiro y esperar el tren.
Hacía un par de años que Oreste no veía al tío pero estaba seguro de encontrarlo igual. La misma cara blanca y esponjosa salpicada de barritos y de pelos con aquellos ojos deslumbrados que se empequeñecían cuando miraba algo fijo, el moñito a lunares marchito y grasiento, el mismo sobretodo negro con el cuello de terciopelo, el chambergo alto y aludo que se calzaba con las dos manos y el par de botines con elásticos.
La estación Pacífico se había empequeñecido con los años. Eso parecía, al menos. En realidad era un mísero galpón con un par de andenes mal iluminados. En otro tiempo, sin embargo, veía todo aquello coloreado por una luz misteriosa. La propia gente estaba impregnada de esa luz. Era espléndida, leve y gentil, como si no fuera a cambiar ni a morir nunca y la estación lucía como un circo. Pero la gente había cambiado de cualquier forma y la vieja estación Pacífico lucía ahora como lo que era, un mísero galpón de chapas lleno de ruidos y olor a frito.
Vio al tío en un banco, debajo del horario de trenes. Parecía muy pequeño e insignificante. Tenía las manos metidas en los bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada perdida en el aire.
Miraba en su dirección pero no lo veía. No veía nada.
Reaccionó cuando lo tuvo delante.
—¡Oreste!
Se abrazaron y se besaron, de acuerdo a la vieja costum­bre. Oreste dejó que el tío lo palmeara un buen rato. Tenía ese olor familiar, un olor masculino que evocaba a aquellos hombres reservados de su infancia que le sonreían con breve indul­gencia, como el tío Ernesto, grande como un ropero y delante del cual tragaba saliva invariablemente, o el gran tío Agustín, la única vez que lo vio el día que vino de Bragado en aquel Ford A con cadenas que echaba una nube de vapor por el gollete del radiador, o al propio tío Bautista cuando era el mismo por entero y no apenas esta sombra.
Se apartaron y el tío preguntó sin soltarle los brazos:
—¿Cómo va?
—Bien, bien.
Se miraron y sonrieron un rato y después se volvieron a abrazar.
—¿Y usted, qué tal?
—Bien, bien.
—¿La tía?
—Y, bien...
Le puso una mano sobre un hombro y lo miró largamente.
Oreste sonrió despacio. Estaba acostumbrado a aquel es­tilo.
—¿A qué hora sale el tren?
—A las ocho y media.
—Son las siete y cuarto. Vamos a tomar algo.
—No... mejor nos quedamos aquí. ¿A dónde vamos a ir? Entre que arriman el tren y enganchan la locomotora se va el tiempo.
—Sí, pero nosotros no tenemos nada que ver en todo eso. Vamos.
—¿Y a dónde? No hagas cumplidos conmigo, hijo.
Estuvieron forcejeando un rato hasta que por fin lo con­venció y se metieron en el bar de la estación. Consiguieron un lugar desde el cual, a través de una perspectiva complicada, veían un pedazo del andén número 4.
Oreste pidió Hesperidina y el tío, a fuerza de insistir, un Cinzano con bíter.
—¿Cómo se largó hasta aquí?
—¡Eh!... hacía tiempo que lo tenía pensado.
El tío miró el reloj del bar y puso cara de espanto.
—Está parado —dijo Oreste sujetándolo por un brazo.
No parecía convencido. Sacó y examinó el viejo Tissot con agujas orientales.
—¿Qué te decía?... ¡Ah, sí! Vine a ver a mi primo, Vicente. Hacía seis años que no lo veía. Somos del mismo pueblo, Baigorrita. Le estaba prometiendo siempre. Que hoy, que mañana.
Sorbió un traguito de Cinzano.
—Está viejo. Casi no lo conozco.
Permaneció un rato en silencio con el mismo gesto abs­traído que tenía cuando esperaba en el hall.
—¿Qué tal? ¿Cómo va eso? —volvió a preguntar con desgano.
—Bien, bien.
—¿Se progresa?
—Se progresa.
Se miraron con afecto, sonrieron y callaron.
El tío había sido siempre así. El tío y todos ellos.
—Traje una punta de encargues. La tía me pidió unas latas de Sal de Hunt. Hace más de un año que anda detrás de eso. Fui a buscarlas a Junín hace dos meses. No... en noviembre. Hace cuatro meses.
—¿Para qué sirve?
—Para el estómago. Es una gran cosa. La gente toma ahora toda clase de porquerías, pero esto es realmente bueno.
Silbó una locomotora y el tío se alarmó.
—Falta todavía.
Volvió a mirar el reloj y sorbió otro poco de Cinzano.
—Bueno, fui a la Franco Inglesa y conseguí todo lo que quise. Le mostré el tarrito al tipo y me dijo: "¿Cuántos quiere?". Apenas lo miró. ¿Te das cuenta?
Dentro de un rato iba a desaparecer en la ventanilla de un vagón de segunda y no lo vería hasta dentro de cuatro o cinco años. Había otros cinco antes de ahora. Su viejo desapareció así un día y no lo vio más.
—¿Qué tal todo aquello? —preguntó Oreste después de un rato.
Todo aquello. Era un roce lastimero, un crepitar de años envejecidos, una pregunta hecha a sí mismo, a un negro hoyo de sombras.
—Igual.
—¿Los muchachos?
—Siempre igual.
Callaron otra vez.
El tío hizo girar la copa y sorbió el último trago.
—¿Qué hora es?
—Las ocho menos cuarto.
El tío sacó el reloj y lo observó inquieto.
—Casi menos diez. ¿Vamos?
Oreste dudó un rato.
—Vamos.
Estaban enganchando la locomotora. El tío recogió los paquetes y la valija y comenzó a caminar apresuradamente hacia el andén número 4. Parecía haberlo olvidado.
Oreste trató de tomarle la valija y el tío lo miró con extrañeza.
—Está bien, muchacho. No te molestes.
—Déle saludos a la tía. A todos.
—Gracias, querido. Gracias.
Corrieron a lo largo del tren tropezando con los tipos de segunda que corrían a su vez como si la estación se les fuera a caer encima y metían por las ventanillas los chicos o las valijas para conseguir asiento. El tío trepó a uno de los vagones cerca de la locomotora y al rato sacó la cabeza por una ventanilla.
—¿Cuándo vas a ir por allá? —preguntó mirando más bien a la gente que se apiñaba sobre el andén.
—Apenas pueda.
—Tenés que ir, eso es. ¿Cuándo dijiste?
—Cuando pueda.
El tío se apartó un momento para acomodar la valija. Después se sentó en la punta del banco y permaneció en silen­cio.
Se miraron una vez y el tío sonrió y dijo:
—¡Oreste!...
Él sonrió también, desde muy lejos, al borde del andén.
Sonó la campana y el tío asomó apresuradamente medio cuerpo por la ventanilla.
—¡Chau, querido, chau! —dijo y lo besó en la mejilla como pudo.
Trató de besarlo a su vez pero ya se había sentado.
El tren se sacudió de punta a punta. El tío agitó una mano y sonrió seguro.
Oreste corrió un trecho a la par del tren. Corría y miraba al tío que sonreía satisfecho, como aquellos hombres de la infan­cia.
Luego el tren se embaló y Oreste levantó una mano que no encontró respuesta.

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