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miércoles, 18 de enero de 2012

La Barraca - Blasco Ibañez - Fragmento


(…) El melancólico campanilleo sonaba ahora junto a él, y empezaron a pasar por el camino bultos informes, que su vista, turbia por las lágrimas, no acertaba a definir. Sintió que le tocaban con la punta de un palo; y, levantando la cabeza, vio una escueta figura, una especie de espectro que se inclinaba hacia él.
Reconoció al tío Tomba: el único de la huerta a quien no debía ningún pesar.
El pastor, tenido por brujo, poseía la adivinación asombrosa de los ciegos. Apenas reconoció a Batiste pareció comprender toda su desgracia. Tentó con el palo la escopeta que estaba a sus pies, y volvió la cabeza, como si buscase en la oscuridad la barraca de Pimentó.
Hablaba con lentitud, con una tristeza reposada, como hombre acostumbrado a las miserias de un mundo del que pronto había de salir. Adivinó el llanto de Batiste.
-¡Fill meu!... ¡Fill meu!...
Todo lo que ocurría ahora lo esperaba él, ¡hijo mío! Ya se lo había dicho el primer día que lo encontró instalado en las tierras malditas: «¡Le traerían desgracia!...»
Acababa de pasar frente a su barraca y había visto luces por la puerta abierta... Luego había oído gritos de desesperación; el perro aullaba... El pequeño había muerto, ¿verdad? Y el padre allí, creyendo estar sentado en un ribazo, cuando, en realidad, donde estaba era con un pie en el presidio. Así se pierden los hombres y se disuelven las familias. Acabaría matando tontamente, como el pobre Barret, y muriendo como él, en perpetuo encierro. Era algo fatal: aquellas tierras habían sido maldecidas por los pobres, y no podían dar más que frutos de maldición.
Y mascullando sus terribles profecías, el pastor se alejó detrás de sus ovejas, camino del pueblo, mientras aconsejaba al pobre Batiste que se marchase también, pero lejos, muy lejos, donde no tuviera que ganar el pan luchando contra el odio de tantas miserias coligadas.
Invisible ya, hundido en las sombras, Batiste escuchó todavía su voz lenta y triste: -Creume, fill meu: ¡te portarán desgrasia!

VIII

Batiste y su familia no se dieron cuenta de cómo se inició el suceso inaudito, inesperado; quién fué el primero que se decidió a pasar el puentecillo que unía el camino con los odiados campos.
No estaban en la barraca para fijarse en tales pormenores. Agobiados por el dolor, vieron que la huerta venía repentinamente hacia ellos; y no protestaron, porque la desgracia necesita consuelo; pero tampoco agradecieron el inesperado movimiento de aproximación.
La muerte del pequeñuelo se había transmitido rápidamente por todo el contorno, gracias a la extraña velocidad con que circulan en la huerta las noticias, saltando de barraca en barraca en alas del chismorreo, el más rápido de los telégrafos.
Aquella noche, muchos durmieron mal. Parecía que el pequeñín, al irse del mundo hubiese dejado clavada una espina en la conciencia de los vecinos. Más de una mujer revolvióse en la cama, turbando con su inquietud el sueño de su marido, que protestaba, indignado. «Pero, ¡maldita!, ¿no pensaba en dormir?...» «No; no podía; aquel niño turbaba su sueño. ¡Pobrecito! ¿Qué le contaría aquel pequeñuelo al Señor cuando entrase en el cielo?...»
A todos alcanzaba algo de responsabilidad en esta muerte; pero cada uno, con hipócrita egoísmo, atribuía al vecino la principal culpa de la enconada persecución, cuyas consecuencias habían caído sobre el pequeño; cada comadre inventaba una responsabilidad para la que tenía por enemiga. Y, al fin, dormíase con el propósito de deshacer al día siguiente todo el mal causado, de ir por la mañana a ofrecerse a la familia, a llorar sobre el pobre niño; y entre las nieblas del sueño creían ver a Pascualet, blanco y luminoso como un ángel, mirando con ojos de reproche a los que tan duros habían sido con él y su familia.
Todos los vecinos se levantaron rumiando mentalmente la forma de acercarse a la barraca de Batiste y entrar en ella. Era un examen de conciencia, una explosión de arrepentimiento que afluía a la pobre vivienda de todos los extremos de la vega.
Cuando apenas acababa de amanecer, ya se colaron en las barracas dos viejas que vivían en una alquería vecina. La familia, consternada, apenas si mostró extrañeza por la presentación de estas dos mujeres en aquella casa, donde nadie había entrado durante seis meses. Querían ver al niño, al pobre albaet; y entrando en el estudi, lo contemplaron todavía en la cama, el embozo de la sábana hasta el cuello, marcado apenas el busto de su cuerpo bajo la cubierta, con la cabeza rubia inerte sobre el almohadón. La madre no sabía más que llorar, metida en un ángulo del cuarto, encogida, apelotonada, pequeña como una niña, como si se esforzase por anularse y desaparecer.
Después de estas mujeres entraron otras y otras. Era un rosario de comadres llorosas que iban llegando de todos los lados de la huerta, y rodeaban la cama, besaban el pequeño cadáver, y parecían apoderarse de él como si fuera cosa suya, dejando a un lado a Teresa y su hija. Éstas, rendidas por el insomnio y el llanto, parecían idiotas, descansando sobre el pecho la cara enrojecida y escaldada por las lágrimas.
Batiste, sentado en una silleta de esparto en medio de la barraca, miraba con expresión estúpida el desfile de estas gentes que tanto lo habían maltratado. No las odiaba, pero tampoco sentía gratitud, De la crisis de la víspera había salido anonadado, y miraba todo esto con indiferencia, como si la barraca no le perteneciese ni el pobrecito que estaba en la cama fuese su hijo.
Únicamente el perro, enroscado a sus pies, parecía conservar recuerdos y sentir odio. Hocicaba con hostilidad toda la procesión de faldas entrante y saliente, y gruñía como si deseara morder, conteniéndose por no dar un disgusto a sus amos.
La gente menuda participaba del enfurruñamiento del perro. Batistet ponía mal gesto a todas aquellas tías que tantas veces se burlaron de él cuando pasaba ante sus barracas, y acabó por refugiarse en la cuadra, para no perder de vista al pobre caballo y continuar curándolo con arreglo a las instrucciones del veterinario, llamado en la noche anterior. Mucho quería a su hermanito; pero la muerte no tiene remedio, y lo que ahora le preocupaba a él que el caballo no quedase cojo.
Los dos pequeños satisfechos en el fondo de una desgracia que atraía sobre la barraca la atención de toda la vega, guardaban la puerta, cerrando el paso a los chicos, que, como bandadas de gorriones, llegaban por caminos y sendas con la malsana y excitada curiosidad de ver al muertecito. Ahora llegaba la suya: ahora eran los amos. Y con el valor del que está en su casa, amenazaban y despedían a unos, dejaban entrar a otros, concediéndoles su protección según los habían tratado en las sangrientas y accidentadas peregrinaciones por el camino de la escuela... ¡Pillos! Hasta los había que se empeñaban en entrar después de haber ido de la riña en la que el pobre Pascualet cayó en la acequia, pillando su enfermedad mortal.
La aparición de una mujercilla débil y pálida pareció animar con una ráfaga los penosos recuerdos a toda la familia. Era Pepeta, la mujer de Pimentó. ¡Hasta ésta venía!...
Hubo en Batiste y su mujer un intento de rebelión; pero su voluntad no tenía fuerzas... ¿Para qué? Bien venida, y si entraba para gozarse en su desgracia, podía reír cuanto quisiera. Allí estaban ellos inertes, aplastados por el dolor. Dios, que lo ve todo, ya daría a cada cual lo suyo.
Pero Pepeta se fué directamente a la cama, apartando a las otras mujeres. Llevaba en los brazos un enorme haz de flores y hojas, que esparció sobre el lecho. Los primeros perfumes de la naciente primavera se extendieron por el cuarto, que olía a medicinas, y cuyo ambiente, pesadísimo, parecía cargado de insomnio y suspiros.
Pepeta, la pobre bestia de trabajo, muerta para la maternidad y casada sin la esperanza de ser madre, perdió su calma a la vista de aquella cabecita de marfil, orlada por la revuelta cabellera como un nimbo de oro.
-¡Fill meu!... ¡Pobret meu!...
Y lloró con toda su alma, inclinándose sobre el muertecito, rozando de apenas con sus labios la frente pálida y fría, como si con sus lamentos temiese despertarlo. Al oír sus sollozos, Batiste y su mujer levantaron la cabeza como asombrados. Ya sabían que era una buena mujer; el marido era el malo. Y la gratitud paternal brillaba en sus miradas.
Batiste hasta se estremeció viendo cómo la pobre Pepeta abrazaba a Teresa y su hija, confundiendo sus lágrimas con la de éstas. No; allí no había doblez: era una víctima; por eso sabía comprender la desgracia de ellos, que eran víctimas también.
La mujercita se enjugó las lágrimas. Reapareció en ella la hembra animosa y fuerte, acostumbrada a un trabajo brutal para mantener su casa. Miró, asombrada, en torno. Aquello no podía quedar así. Había que acicalar al albaet para su último viaje, vestirle de blanco, puro y resplandeciente como el alba, de la que llevaba el nombre.
Y con un instinto de ser superior nacido para el mando y que sabe imponer la obediencia, comenzó a dar órdenes a todas las mujeres, que rivalizaban por servir a la familia antes odiada.
Ella iría a la ciudad con dos compañeras para comprar la mortaja y el ataúd; otras fueron al pueblo o se esparcieron por las barracas inmediatas, buscando los objetos encargados por Pepeta.
Hasta el odioso Pimentó, que permanecía invisible, tuvo que trabajar en tales preparativos. Su mujer, al encontrarlo en el camino, le ordenó que buscase músicos para la tarde. Eran, como él, vagos y borrachines; seguramente los encontraría en casa de Copa. Y el matón, que aquel día se mostraba pensativo, oyó a su mujer sin réplica alguna y sufrió el tono imperioso con que le hablaba, mirando al mismo tiempo al suelo como avergonzado.
Desde la noche anterior se sentía otro. Aquel hombre que le había desafiado, insultándolo impunemente mientras lo tenía metido en su barraca como una gallina: su mujer, que por primera vez le imponía su voluntad quitándole la escopeta; su falta de valor para colocarse frente a la víctima, cargada de razón; todo eran motivos para que se sintiese confuso y atolondrado.
Ya no era el Pimentó de otros tiempos; empezaba a conocerse. Hasta llegó a sospechar si todo lo que llevaba hecho contra Batiste y su familia era un crimen. Hubo un momento en que llegó a despreciarse. ¡Vaya una hazaña de hombre la suya!... Todas las perrerías de él y los demás vecinos sólo habían servido para quitar la vida de un pobre chicuelo. Y siguiendo su costumbre en los días negros, cuando alguna inquietud fruncía su entrecejo, se fué a la taberna, buscando los consuelos que guardaba Copa en su famosa bota del rincón. A las diez de la mañana, cuando Pepeta, con sus dos compañeras, regresó de Valencia, estaba la barraca llena de gente.
Algunos hombres de los más cachazudos hombres de su casa, que apenas habían tomado parte en la cruzada contra los forasteros, formaban corro con Batiste en la puerta de la barraca: unos, en cuclillas, a lo moro; otros, sentados en silletas de esparto, fumando y hablando lentamente del tiempo y de las cosechas.
Dentro, mujeres y más mujeres estrujándose en torno a la cama, abrumando a la madre con su charla, hablando algunas de los hijos que habían perdido, instaladas otras en los rincones como en su propia casa, repitiendo todas las murmuraciones de la vecindad. Aquel día extraordinario; no importaba que sus barracas estuviesen sucias y la comida por hacer: había excusa; y las criaturas, agarradas a sus faldas, lloraban y aturdían con sus gritos, queriendo unas volver a casa, pidiendo otras que les enseñasen el albaet.
Algunas viejas se habían apoderado de la alacena, y a cada momento preparaban grandes vasos de agua con vino y azúcar, ofreciéndolos a Teresa y a su hija para que llorasen con más desahogo. Y cuando las pobres, hinchadas ya por esta inundación azucarada, se negaba a beber, las aficionadas comadres iban, por turno, echándose al gaznate los refrescos, pues también necesitaban que les pasase el disgusto.
Pepeta comenzó a dar gritos queriendo imponer su autoridad en esta confusión. «¡Gente afuera! En vez de estar molestando, lo que debían hacer era llevarse a las dos pobres mujeres, extenuadas por el dolor, idiotas por tanto ruido.»
Teresa se resistió a abandonar a su hijo aunque sólo fuera por breve rato; pronto dejaría de verlo: que no le robasen el tiempo que le quedaba de contemplar a su tesoro. Y prorrumpió en lamentos más fuertes, se abalanzó sobre el frío cadáver, queriendo abrazarlo.
Pero los ruegos de su hija y la voluntad de Pepeta pudieron más, y, escoltada por muchas mujeres, salió de la barraca con el delantal en la cara, gimiendo, tambaleándose, sin prestar atención a las que tiraban de ella disputándole el llevarla cada una a su casa.
Comenzó Pepeta el arreglo de la fúnebre pompa. Primeramente colocó en el centro de la entrada la mesita blanca de pino en que comía la familia, cubriéndola con una sábana y clavando los extremos con alfileres. Encima tendió una colcha de almidonadas randas, y puso sobre ella el pequeño ataúd traído de Valencia, una monada, que admiraban todas las vecinas: un estuche blanco, galoneado de oro, mullido en su interior como una cuna.
Pepeta sacó de un envoltorio las últimas galas del muertecito: un hábito de gasa tejido con hebras de plata, unas sandalias, una guirnalda de flores, todo blanco, de rizada nieve, como la luz del alba, cuya pureza simbolizaba la del pobrecito albaet.
Lentamente, con mimo maternal, fué amortajando el cadáver. Oprimía el cuerpecillo frío contra su pecho con arrebatos de estéril pasión, introducía en la mortaja los rígidos bracitos con escrupuloso cuidado, como fragmentos de vidrios que podían quebrarse al menor golpe, y besaba sus pies de hielo antes de acoplarlos a tirones en las sandalias.
Sobre sus brazos, como una paloma blanca yerta de frío, trasladó al pobre Pascualet a la caja, a aquel altar levantado en medio de la barraca, ante el cual iba a pasar toda la huerta atraída por la curiosidad.
Aún no estaba todo; faltaba lo mejor: la guirnalda, un bonete de flores blancas con colgantes que pendían sobre las orejas; un adorno salvaje, igual a los de los indios de teatro. La piadosa mano de Pepeta, empeñada en tenaz batalla con la muerte, tiñó las pálidas mejillas con rosado colorete; la boca del muertecito, ennegrecida, se reanimó bajo una capa de encendido bermellón; pero en vano pugnó la sencilla labradora por abrir desmesuradamente sus flojos párpados. Volvían a caer, cubriendo los ojos mates, entelados, sin reflejo, con la tristeza gris de la muerte.
¡Pobre Pascualet!... ¡Infeliz Obispillo! Con su guirnalda extravagante y su cara pintada estaba hecho un mamarracho. Más ternura dolorosa inspiraba su cabecita pálida, con el verdor de la muerte, caída en la almohada de su madre, sin más adornos que sus cabellos rubios.
Pero todo esto no impedía que las buenas huertanas se entusiasmasen ante su obra. «¡Miradlo!... ¡Si parecía dormido!... ¡Tan hermoso!, ¡tan sonrosado!...» Jamás se había visto un albaet como éste.
Y llenaban de flores los huecos de su caja: flores sobre la blanca vestidura, flores esparcidas en la mesa, apiladas, formando ramos en los extremos. Era la vega entera abrazando el cuerpo de aquel niño que tantas veces había visto saltar por sus senderos como un pájaro, extendiendo sobre su frío cuerpo una oleada de perfumes y colores.
Los dos hermanos pequeños contemplaban a Pascualet asombrados con devoción, como un ser superior que iba a levantar el vuelo de un momento a otro. El perro rondaba el fúnebre catafalco, estirando el hocico, queriendo lamer las frías manecitas de cera, y prorrumpía en un lamento casi humano, un gemido de desesperación, que ponía nerviosas a las mujeres y hacía que persiguiesen a patadas a la pobre bestia.
Al mediodía, Teresa, escapándose casi a viva fuerza del cautiverio en que la guardaban las vecinas, volvió a la barraca. Su cariño de madre le hizo sentir una viva satisfacción ante los atavíos del pequeño. Le besó en la pintada boca y redobló sus gemidos.
Era la hora de comer, Batistet y los hermanos pequeños, en los cuales el dolor no lograba acallar el estómago, devoraron un mendrugo oculto en los rincones. Teresa y su hija no pensaban en comer. El padre siempre sentado en una silleta de esparto bajo el emparrado de la puerta, fumaba cigarro tras cigarro, impasible como un oriental, volviendo la espalda a su vivienda, cual si temiera ver el blanco catafalco que servía de altar al cadáver de su hijo.
Por la tarde aún fueron más numerosas las visitas. Las mujeres llegaban con el traje de los días de fiesta, puestas de manilla para asistir al entierro: las muchachas disputábanse con tenacidad ser de las cuatro que habían de llevar al pobre albaet hasta el cementerio.
Andando lentamente por el bordee del camino y huyendo del polvo como de un peligro mortal, llegó una gran visita: don Joaquín y doña Pepa, el maestro y su señora. Aquella tarde, con motivo del infausto suceso -palabras de él-, no había escuela. Bien se adivinaba viendo la turba de muchachos atrevidos y pegajosos que se iban colando en la barraca, y cansados de contemplar, hurgándose las narices, el cadáver de su compañero, salían a perseguirse por el camino inmediato o a saltar las acequias.
Doña Josefa, con un vestido algo raído, de lana y gran mantilla de un negro ya amarillento, entró solemnemente en la barraca, y, después de algunas frases vistosas pilladas al vuelo a su marido, aposentó su robusta humanidad en un sillón de cuerda y allí se quedó muda y soñolienta, contemplando el ataúd. La buena mujer, habituada a oír y admirar a su esposo, no podía seguir una conversación.
El maestro, que lucía su casaquilla verdosa de los días de gran ceremonia y su corbata de mayor tamaño, tomó asiento fuera, al lado del padre. Sus manazas de cultivador las llevaba enfundadas en unos guantes negros que habían encanecido con los años, quedando de color de ala de mosca, y las movía continuamente, deseoso de atraer la atención sobre sus prendas de las grandes solemnidades. Para Batiste sacaba también lo más florido y sonoro de su estilo. Era su mejor cliente: ni un sábado había dejado de entregar a sus hijos los dos cuartos para la escuela.
-Este es el mundo, señor Bautista; ¡hay que resignarse! Nunca sabemos cuáles son los designios de Dios, y muchas veces, del mal saca el bien para las criaturas.
Interrumpiendo su ristra de lugares comunes, dichos campanudamente, como si estuviera en la escuela, añadió en voz baja, guiñando maliciosamente los ojos: -¿Se ha fijado, señor Batista, en toda esta gente?... Ayer hablaban pestes de usted y su familia, y bien sabe Dios que en muchas ocasiones les he censurado esa maldad. Hoy entran en esta casa con la misma confianza que en la suya y los abruman bajo tantas muestras de cariño. La desgracia les hace olvidar, les aproxima a ustedes.
Y tras una pausa, en la que permaneció cabizbajo, dijo, golpeándose el pecho: -Créame a mí, que los conozco bien: en el fondo son buena gente. Muy brutos, eso sí, capaces de las mayores barbaridades, pero con un corazón que se conmueve ante el infortunio y les hace ocultar las garras... ¡Pobre gente! ¿Qué culpa tienen si nacieron para vivir como bestias y nadie los saca de su condición?
Calló un buen rato, añadiendo luego, con el fervor de un comerciante que ensalza su mercancía: -Aquí lo que se necesita es instrucción. Templos del saber que difundan la luz de la ciencia por esta vega, antorchas que..., que... En fin: si vinieran más chicos a mi templo, digo, a mi escuela, y si los padres, en vez de emborracharse, pagasen puntualmente como usted, señor Bautista, de otro modo andaría esto. Y no digo más porque no me gusta ofender (…).


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