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martes, 6 de marzo de 2012

Las buenas conciencias – Carlos Fuentes


Novela - Fragmento

1
ésta es la gran casa de cantera, habitada hasta el día de hoy por la familia. La historia de Guanajuato ha patinado sus muros de piedra rosa. Las vidas de los Ceballos, sus alcobas y corredores. La gran casa de cantera, situada entre la bajada del Jardín Morelos y el Callejón de San Roque, frente al templo del mismo nombre y a unos metros de la hermosa plazue­la a la que dan fama, año con año, las representacio­nes, en un escenario casi natural de faroles, árboles, rejas, muros ocres y cruces de piedra, de los entremeses de Cervantes.
Es lenta la vida de la casa, y hay algo ruinoso, más que en las viejas paredes, más que en las vigas hú­medas, en el aire que durante las noches descansa y acumula el polvo entre los pliegues de las cortinas. Ésta es la casa de los cortinajes: de terciopelo verde detrás de los balcones principales, de brocado antiguo entre las salas, otra vez de terciopelo –rojo, mancha­do– en las habitaciones matrimoniales, de algodón en las demás. Cuando el alto viento de la montaña gime, estos brazos de tela se levantan y azotan y hacen caer por tierra las mesitas y los adornos cercanos. Se diría que alas espesas abrazan las paredes y se apres­tan a levantar la casa en vuelo. Mas el viento se aquieta y el polvo busca otra vez los rincones.
Hay objetos que la luz se empeña en aislar: el gran reloj de la sala, los sables plateados del tío Francisco, el frutero de bronce que brilla siempre en el centro del comedor oscuro. El tablero de campanillas a la entrada de la cocina, y los azulejos de ésta, y sus tras­tos de cobre y barro. La fuente de cantera del patio, blanca en la noche. El resto de la casa es parda. Las vigas altas, las paredes cubiertas de un papel verdoso, los muebles de madera y seda y mimbre opacos.
Los salones y las recámaras ocupan el segundo piso. Cuando se abre el enorme zaguán de la Bajada, el patio apenas se respira al fondo; a la derecha inme­diata sube una escalera palaciega, de piedra, con es­cudos de la ciudad labrados en los altos muros y un lienzo de la Crucifixión en el descanso. Por aquí se llega al largo salón que en otra época era blanco y alegre, con piso de tezontle, muros enjalbegados y muebles de nogal rubio. El abuelo Pepe Ceballos le dio su cariz actual: los gruesos cortinajes, los candi­les y el papel verdoso, el piso de parqué, los sofás de seda marrón y las columnas de lapislázuli. Los cuatro balcones que miran hacia la plaza de San Roque se abren desde este largo salón. Una cortina de brocado lo separa de la sala más pequeña, sin luz, donde la orquesta acostumbraba instalarse en los viejos tiem­pos. Una puerta de vidrio opaco y diseños floren­tinos conduce al comedor encerrado y mustio, a cuyas espaldas, y a lo largo de toda el ala, se extiende la cocina. Otra puerta semejante esconde la biblioteca con sillones de cuero renegrido, y de allí es posible pasar al corredor sobre el patio interior, donde fluyen el murmullo del manantial y el verdor de los líquenes. El corredor en escuadra da luz a la biblioteca, a la recámara principal y a la de Jaime. Al fondo se en­cuentra el baño común, instalado a principios del siglo. Subsisten las llaves de oro, cabezas de león, con las que Pepe Ceballos adornó su tina. Y subsiste el agua ferrosa, color café, que ameniza las abluciones en Guanajuato.
A la entrada de la casa, a la izquierda, está el bodegón repleto de telarañas, baúles, cuadros des­echados, muebles cojos, leña, colecciones de maripo­sas cuyas alas se mezclan con el vidrio pulverizado que las cubría, espejos teñidos, paja, tomos desencua­dernados de los folletines leídos por las generaciones pasadas: Paul Féval, Dumas, Ponson du Terrail; má­quinas de costura olvidadas. Tilbury sin ruedas, ca­rroza negra donde se alberga la polilla, búho relleno de trapos, litografía de Porfirio Díaz enmarcada en plata negruzca, abultada forma del manequí de an­taño. Una altísima claraboya deja pasar, granulada, la luz. Es la vieja caballeriza.
De igual manera que la luz aísla ciertos objetos de la casa, ciertos objetos del bodegón se aíslan en la me­moria de Jaime. Recuerda el ejemplar amarillo de El Siglo XIX, hallado en el fondo de un baúl, en el que la patria mexicana agradecía a Prim haberse re­tirado de la aventura imperial de Napoleón III. Re­cuerda los sables plateados del tío Francisco, cruzados sobre la pared del salón de recepciones. ¡Cuántas veces había jugado Jaime con ellos, simulando com­bates corsarios, justas caballerescas, fugas mosquete­ras! Recuerda la enorme fotografía ovalada y sepia de los abuelos. Y un día encontró, en el baúl, los velos negros que su abuela debió usar en el entierro de Pepe Ceballos.






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