MI ABUELO TAMBIÉN
Tal vez el día lluvioso sea el responsable de esta melancolía. Somos una máquina complicada en la que los hilos del presente activo se enredan en la tela del pasado muerto, y todo eso se cruza y entrecruza de tal modo, en lazos y apreturas, que hay momentos en los que la vida cae toda sobre nosotros y nos deja perplejos, confusos y súbitamente amputaos del futuro. Cae la lluvia, el viento disloca la compostura árida de los árboles deshojados – y de tiempos pasados viene una imagen perdida, un hombre alto y flaco, viejo, que ahora se aproxima, por una senda encharcada. Trae un cayado en la mano, un capote embarrado y antiguo, y por él resbalan todas las aguas del cielo. Delante, avanzan los animales fatigados, con la cabeza baja, rasando el suelo con el hocico. Hombre y animales avanzan bajo la lluvia. Es una imagen común, sin belleza, terriblemente anónima.
Pero este hombre que aquí se aproxima, lento, entre cortinas de lluvia que parecen diluir lo que en la memoria no se ha perdido, es mi abuelo. Viene cansado, y viejo. Arrastra consigo setenta años de vida difícil, de dificultades, de ignorancia. Y con todo, es un hombre sabio, callado y metido en sí, que sólo abre la boca para decir las palabras importantes, las que importan. Habla tan poco (son pocas las palabras realmente importantes) que todos nos callamos para oír cuando se le algo como una luz de advertencia. Eso aparte, tiene un modo de estar sentado, mirando a lo lejos, aunque ese lejos sea sólo la pared más próxima, que llega a ser intimidante. No sé qué diálogo mudo lo mantiene ajeno a nosotros. Su rostro está tallado a hachuela, fijo, pero expresivo, y los ojos, pequeños y agudos, tienen de vez en cuando un brillo claro como si en ese momento algo hubiera sido definitivamente comprendido. Parece una esfinge, diré yo más tarde, cuando las lecturas eruditas me ayuden en estas comparaciones que abonan una fácil cultura. Hoy digo que parecía un hombre.
Y era un hombre. Un hombre igual a muchos de esta tierra, de este mundo, un hombre sin oportunidades, tal vez un Einstein perdido bajo una espesa capa de imposibles, un filósofo (¿Quién sabe?), un gran escritor analfabeto. Algo sería, algo que nunca pudo ser. Recuerdo ahora aquella noche tibia de verano cuando dormimos, los dos, bajo la higuera – lo oigo hablar aún de lo que había sido su vida, del Camino de Santiago que sobre nuestras cabezas resplandecía (cuántas cosas sabía él del cielo y las estrellas), del ganado que lo conocía, de las historias y leyendas que eran su caudal de la infancia remota. Nos dormimos tarde, enrollados en la manta lobera, porque al amanecer refrescaría sin duda y el rocía no caía sólo sobre las plantas.
Pero la imagen que no me abandona es la del viejo que avanza bajo la lluvia, obstinado y silencioso, como quien cumple un destino en el que nada se puede modificar. A no ser la muerte. Pero entonces, este viejo, que es mi abuelo. No sabe aún cómo va a morir. Aún no sabe que pocos días antes de su último día va a tener la premonición (perdona la palabra, Jerónimo) de que ha llegado su fin. E irá, de árbol en árbol en su huerto, abrazando los troncos, despidiéndose de ellos, de los frutos que no volverá a comer, de las sombras amigas. Porque no habrá llegado la gran sombra, mientras la memoria no lo haga resurgir en el camino encharcado o bajo la concavidad del cielo y la interrogación de las estrellas. Sólo esto – y también el gesto que de repente me pone en pie y la urgencia de la orden que llena el cuarto tibio donde escribo.
José Saramago
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