sábado, 4 de junio de 2011

Las maletas del viajero - José Saramago

EL ZAPATERO PRODIGIOSO

Hoy quisiera una prosa descansada, tranquila, que dijera las cosas más serias de la manera más sencilla. Una prosa que se ayudase a sí misma, en la que yo no interviniera o no tuviera más presencia que la del contemplativo que descansa a la orilla del río y ve pasar las aguas. La historia de las personas está hecha de lágrimas, algunas risas, unas pocas pequeñas alegrías y un gran dolor final. Y todo puede ser contado en los más diversos tonos: elegíaco, dramático, irónico, reservado, y todos los otros cuya enumeración aquí no cabe o, si cabe, acabaría destrozándome la cadencia de la frase.
Conozco a este hombre desde que me conozco. No es rigurosamente verdad, pero me parece haberlo visto siempre sentado en su tronco desmochado, con el banco abarrotado de las herramientas del oficio y mil pequeños objetos que ya no servían para nada. Y todo reposaba en una capa inmemorial de tierra apisonada de la que emergían clavos torcidos, virutas de suela, residuos de un trabajo continuado y atento. La tienda era un cubículo con una puerta de metro y medio de altura (poco más), por donde sólo los niños podían entrar sin curvarse. Me descubrí hombre el día en que tuve que inclinar la cabeza. Allí pasé horas interminables mientras allá fuera rechinaba el calor en los cantos rodados don los que habían pavimentado la plaza. También al caer la tarde, cuando la primera brisa anunciadora de la noche erizaba como una advertencia las hojas de los plátanos que bordeaban la fuente.
Mi zapatero tenía muchos amigos, pero las horas de visita variaban de acuerdo con la posición social de cada uno. El médico nunca estaba allí cuando llegaba un andrajoso; el párroco no pasaba de la puerta; los labradores de aquellas tierras evitaban encontrarse con enemigos de la vecindad, y decían cosas graves y profundas o chismorreos desde la puerta mientras iban rebuscando con insistencia en los bolsillos del chaleco. Sólo yo era parroquiano de todas las horas. Mi condición de muchacho de la ciudad (porque allí vivía), gozando de grandes vacaciones, me convertía en una plataforma donde cualquiera podía representar su número. Oía los casos clínicos del médico, los monosílabos del pobre, las regañinas ásperas del cura o las interminables letanías del labrador. Mientras tanto, mi zapatero iba batiendo la suela, daba cera al bramante, hacía saltar los puntos o cortaba las rababas con dos tajos secos y rigurosos.
Era un hombre enfermo, viejo antes de tiempo, retorcido como un sarmiento o un olivo viejo. Toda la fuerza se le había juntado en los brazos, Y yo, que nunca fui hombre de muchas musculaturas, tenía una envidia loca de aquellos hombros poderosos donde las cuerdas de los tendones se estremecían y se hinchaban en un ritmo que hoy quisiera llamar solemne. A mi zapatero le gustaba hablar y oír. Contaba casos de su juventud, vagas conspiraciones de tiempos remotos, la terrible y deliciosa historia de una pistola de la que tal vez acabe hablando yo también -¿qué sé yo, pasados tantos años? Mientras él hablaba, iba yo entreteniéndome en hacer agujeros en un trozo de suela con una lezna. O removía el agua a la que la suela en remojo daba un tono astringente, Y así pasaba el tiempo. Después, mi zapatero quería saber novedades. Yo se las daba, si podía, y adornaba la historia o la inventaba para darme a valer. ¿Me comprenden, verdad? Yo venía de la ciudad, no podía dejarlo sin las respuestas que él precisaba.
Hasta un día. Era el atardecer. Había llegado del río, después de muchas horas al sol, sucio de barro, con el alma limpia de tanto azul y verde – y media docena de peces ya secos enfilados por las agallas con una rama verde de sauce. Iba a mostrar mi pesca. Mi zapatero mostró un interés moderado. Algo lo tenía preocupado. Se alisaba el pelo con la lezna, suspendía el movimiento de los brazos al tirar del bramante – señales que yo conocía muy bien y que anunciaban preguntas de grandísima importancia. Y llegó la pregunta. Decidido, mi viejo amigo tendió hacia atrás su cuerpo deformado, se echó las gafas hacia la frente y disparó:
-¿Crees tú en la pluralidad de los mundos? ¿Qué le respondí? Que sí, que no, que quizá, que Fontenelle dijo, que el otro replicó. Pero hoy pido a las grandes potencias que mandan hombres al espacio que me hagan el favor de averiguarlo rápidamente y que le den una respuesta a mi zapatero. Es un hombre lleno de interés que vive en una aldea y tiene un tenderete con un horizonte de plátanos de sombra que se erizan en la noche cuando el cielo se cubre de estrellas.
                       José Saramago




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