jueves, 21 de julio de 2011

De amor y de sombra - Isabel Allende - Fragmento

De amor y de sombra – Isabel Allende

(…) Javier se ahorcó el jueves. Esa tarde salió como todos los días a buscar trabajo y no regresó. Temprano, su mujer tuvo el presentimiento de la desgracia, mucho antes de que fuera hora de empezar a preocuparse. Cuando cayó la noche se instaló a esperarlo en el umbral de la puerta con los ojos fijos en la calle. Entonces el clamor de la tragedia se le hizo insoportable y tomó el teléfono para llamar a sus suegros y a cuanto amigo conocía, pero no obtuvo la menor noticia de su marido. Acechando las sombras durante un tiempo infinito, evocándolo con el pensamiento, la sorprendió el toque de queda, pasaron las horas más oscuras y así vio el amanecer del viernes. Aún no despertaban los niños cuando la patrulla policial frenó ante la puerta de la casa. Habían encontrado a Javier Leal colgando de un árbol en el parque infantil. Nunca había hablado de suicidio, de nadie se despidió, no dejó notas de adiós, sin embargo ella supo sin duda alguna que se había matado y comprendió por fin los nudos de la cuerda que manipulaba sin cesar.
Fue Francisco quien retiró el cadáver y se hizo cargo de los funerales de su hermano. Mientras realizaba la ardua burocracia de la muerte llevaba consigo la visión de Javier tal como apareció ante sus ojos sobre una mesa del Instituto Médico, reposando bajo la luz helada de las lámparas fluorescentes.
Procuraba analizar las razones de ese fin brutal y adaptarse a la idea de que el compañero de toda su vida, el amigo incondicional, el protector, ya no estaría más en este mundo. Recordó las lecciones de su padre: el trabajo como fuente de orgullo. Ni aún durante las vacaciones existía el ocio para ellos. En el hogar de los Leal hasta los días festivos se utilizaban de manera provechosa. La familia vivió momentos difíciles, pero jamás tuvo la idea de aceptar caridad, aunque ella viniera de quienes habían previamente socorrido. Al ver sus caminos cortados, a Javier sólo le quedó aceptar ayuda de su padre y sus hermanos, entonces prefirió irse calladamente.
Francisco se remontó a los recuerdos lejanos, cuando su hermano mayor era un muchacho justiciero como el padre y sentimental como la madre. Unidos y solidarios crecieron los tres niños Leal, tres contra el mundo, tres del mismo clan, respetados en el patio del colegio porque cada uno estaba protegido por los otros y cualquier ofensa se cobraba de inmediato. José, el segundo, era el más fuerte y pesado, pero el más temido era Javier por su coraje y la destreza de sus puños. Tuvo una adolescencia tumultuosa hasta enamorarse de la primera mujer que captó su atención. Se casó con ella y le fue fiel hasta su noche fatal. Hizo honor a su apellido: Leal con ella, con su familia, con los amigos. Amaba su trabajo de biólogo y pensaba dedicarse a la docencia, pero las circunstancias lo encaminaron a un laboratorio comercial, donde en pocos años ocupó altos cargos, porque su sentido de responsabilidad iba aparejado a una fértil imaginación que le permitía adelantarse a los más atrevidos proyectos de la ciencia. Sin embargo, estas condiciones de nada le sirvieron cuando se elaboraron las listas de las personas proscritas por la Junta Militar. Su actividad en el sindicato pesó como un estigma a los ojos de las nuevas autoridades. Primero lo vigilaron, luego lo hostilizaron y por fin lo despidieron. Al quedar sin empleo y perder la ilusión de conseguir otro, comenzó su deterioro. Vagaba demacrado por las noches de insomnio y los días de humillaciones. Había golpeado muchas puertas, hecho antesalas, acudido a los avisos de los periódicos y al final del camino se encontraba abrumado por la desesperanza. Sin trabajo, perdió poco a poco su identidad. Estaba dispuesto a aceptar cualquier ofrecimiento, aunque la paga resultara ínfima, pues necesitaba con urgencia sentirse útil. Como cesante era un marginado, un ser anónimo, ignorado por todos porque ya no producía y ésa era la medida del valor humano en el mundo en que le tocó vivir. En los últimos meses abandonó sus sueños, renunció a sus metas, acabó considerándose un paria. Sus hijos no comprendían su mal humor y su melancolía permanentes, también ellos buscaban ocupación lavando automóviles, cargando bolsas en el mercado o realizando cualquier tarea para aliviar el presupuesto familiar. El día que su hijo menor colocó sobre la mesa de la cocina unas monedas ganadas paseando perros de ricos por el parque, Javier Leal se encogió como un animal acosado. Desde ese momento no volvió a mirar a nadie a los ojos y se hundió en la desesperanza. Carecía de ánimo para vestirse y a menudo pasaba buena parte de la jornada echado sobre la cama. Le temblaban las manos porque comenzó a beber a escondidas, sintiéndose culpable por gastar así un dinero esencial en su hogar. Los sábados realizaba el esfuerzo de presentarse en casa de sus padres limpio y arreglado para no angustiar más a su familia, pero no podía borrar de su mirada aquella desolada expresión. La relación con su mujer se estropeó, porque en esas circunstancias el amor se cansa. Necesitaba consuelo, pero al mismo tiempo acechaba cualquier asomo de lástima para reaccionar con furia. Al comienzo ella no creyó que no existiera algún empleo disponible, pero luego, al saber de los miles de desocupados, cerró la boca y duplicó los turnos en su trabajo. El cansancio de esos meses agotó la juventud y la belleza que atesoraba como sus únicas posesiones, pero no alcanzó a lamentarlo porque corría ocupada de evitar el hambre de sus hijos y el desamparo de su marido.
No pudo impedir que Javier se extraviara en la soledad. La apatía lo envolvió como un manto, eliminando la noción del tiempo presente, desmigajando sus fuerzas y despojándolo de su valor. Actuaba como una sombra. Dejó de sentirse un hombre cuando vio desmoronarse su hogar y percibió que se apagaba el amor en los ojos de su mujer. En algún momento que su familia no pudo prever por estar demasiado cerca, su voluntad se quebró en forma definitiva. Desechó el deseo de vivir y tomó la decisión de dormir su muerte.
La tragedia impactó a los Leal como un hachazo. Hilda y el Profesor, sus padres, envejecieron de súbito y su casa fue ocupada por el silencio. Hasta los pájaros bullangueros parecieron callar en el patio. A pesar de la rígida condena de la Iglesia Católica a los suicidas, José ofició misa por el descanso del alma de su hermano. Por segunda vez el Profesor puso los pies en un templo, la primera fue al casarse y en esa ocasión estaba lleno de alegría, pero este trance fue diferente. Durante toda la ceremonia permaneció de pie, con los brazos cruzados y la boca apretada en una delgada línea, ebrio de aflicción. Su mujer rezaba entregada, aceptando la muerte de su hijo como otra prueba del destino.
Irene asistió a las exequias desconcertada, sin acabar de entender la causa de tanta desdicha. Se mantuvo quieta junto a Francisco, agobiada por la pesadumbre de esa familia que había llegado a amar como propia. Los conocía joviales y exultantes, risueños. Ignoraba que vivían el dolor privada y dignamente. Tal vez debido a su ancestro castellano, el Profesor Leal podía expresar todas las pasiones menos ésa que le desgarraba el alma. Los hombres no lloran sino por amor, decía. Los ojos de Hilda, en cambio, se humedecían ante cualquier emoción: ternura, risa, nostalgia, pero el sufrimiento la endurecía como un cristal. Hubo pocas lágrimas en el funeral de su hijo mayor.
Lo sepultaron en un pequeño lote de terreno adquirido a última hora. Los ritos resultaron improvisados y confusos, por que hasta ese día no habían pensado en las exigencias de la muerte. Como todos los que aman la vida, se sentían inmortales.
-No volveremos a España, mujer- decidió el Profesor Leal cuando las últimas paletadas de tierra cubrieron la urna. Por primera vez en cuarenta años aceptó que pertenecía a ese suelo.
La viuda de Javier Leal regresó del cementerio a su departamento, colocó sus escasas pertenencias en unas cajas de cartón, tomó a sus hijos de la mano y se despidió. Partían al Sur, a la provincia donde ella nació, porque en ese lugar la vida era menos dura y contaba con el apoyo de sus hermanos. No deseaba que sus niños crecieran a la sombra del padre ausente. Los Leal despidieron a su nuera y a sus nietos, los acompañaron abatidos a la estación, los vieron subir al tren y alejarse, sin creer que en tan pocos días perdían también a esas criaturas que ayudaron a crecer. No valoraban ningún bien material, su confianza en el porvenir estaba puesta en la familia. Jamás imaginaron envejecer lejos de los suyos.
De la estación el Profesor regresó a su hogar y sin quitarse la chaqueta ni la corbata de luto, se sentó en una silla bajo el cerezo del patio, con los ojos perdidos. Tenía en las manos su vieja regla de cálculo, único objeto salvado del naufragio de la guerra y traído a América. Siempre la tuvo cerca sobre la mesa de noche y sólo permitía a los niños jugar con ella cuando deseaba premiarlos. Los tres aprendieron a usarla deslizando sus piezas para calzar los números y se negó a remplazarla cuando fue sobrepasada por los adelantos electrónicos. Era un tubo telescópico de bronce con minúsculos números pintados en la superficie, obra de artesanos del siglo pasado. Allí sentado bajo el árbol, mirando las paredes de ladrillo que él mismo levantara para albergar a su hijo Javier, el Profesor Leal permaneció muchas horas. Esa noche Francisco lo condujo casi a la fuerza a su cama, pero no pudo obligarlo a comer. El día siguiente fue igual. Al tercero Hilda se secó las lágrimas y reunió la fortaleza siempre presente en su interior, y se dispuso a luchar por los suyos una vez más.
-Lo malo con tu padre es que no cree en el alma, Francisco. Por eso siente que ha perdido a Javier-dijo.
Desde la cocina podían ver a través de la ventana al Profesor en su silla girando la regla de cálculo. Con un suspiro Hilda guardó el almuerzo en la nevera sin probarlo, llevó otra silla al patio y se sentó bajo el cerezo con las manos sobre la falda, por vez primera desde tiempos inmemoriales sin ocuparlas en un tejido o una costura y así estuvo inmóvil durante horas. Al anochecer Francisco les suplicó que comieran algo, pero no obtuvo respuesta. Con gran dificultad los llevó a su dormitorio y los puso en la cama, donde quedaron en silencio, con los ojos abiertos, desolados, como dos viejos perdidos. Los besó en la frente, apagó la luz y deseó con toda el alma que un sueño profundo les aliviara la angustia. Al levantarse a la mañana siguiente los vio instalados bajo el árbol en la misma posición, con la ropa arrugada, sin lavarse ni comer, mudos. Tuvo que echar mano de todos sus conocimientos para controlar el impulso de remecerlos. Paciente, se sentó a vigilar dispuesto a dejarlos llegar al fondo de su dolor.
A media tarde el Profesor Leal levantó los ojos y miró a Hilda.
-¿Qué te pasa, mujer?-preguntó con la voz cascada por cuatro días de silencio.
-Lo mismo que a ti.
El Profesor comprendió. La conocía bien y supo que se dejaría morir en la misma medida en que él lo hiciera, porque después de amarlo sin pausa durante tantos años, no le permitiría partir solo.
-Está bien-dijo levantándose con dificultad y tendiéndole una mano.
Entraron con lentitud a la casa, apoyándose mutuamente.
Francisco calentó la sopa y la vida volvió a su rutina. (...)











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