martes, 11 de septiembre de 2012

Confieso que he vivido - Pablo Neruda - Memorias


Perdido en la ciudad
MIS PRIMEROS LIBROS

Me refugié en la poesía con ferocidad de tímido. Aleteaban sobre Santiago las nuevas escuelas literarias. En la calle Maruri, 513, terminé de escribir mi primer libro. Escribía dos, tres, cuatro y cinco poemas al día. En las tardes, al ponerse el sol, frente al balcón se desarrollaba un espectáculo diario que yo no me perdía por nada del mundo. Era la puesta de sol con grandiosos hacinamientos de colores, repartos de luz, abanicos inmensos de anaranjado y escarlata. El capítulo central de mi libro se llama "Los crepúsculos de Maruri". Nadie me ha preguntado nunca qué es eso de Maruri. Tal vez muy pocos sepan que se trata apenas de una humilde calle visitada por los más extraordinarios crepúsculos.
En 1923 se publicó ese mi primer libro: Crepusculario. Para pagar la impresión tuve dificultades y victorias cada día. Mis escasos muebles se vendieron. A la casa de empeños se fue rápidamente el reloj que solemnemente me había regalado mi padre, reloj al que él le había hecho pintar dos banderitas cruzadas. Al reloj siguió mi traje negro de poeta. El impresor era inexorable y, al final, lista totalmente la edición y pegadas las tapas, me dijo con aire siniestro: "No. No se llevará ni un solo ejemplar sin antes pagármelo todo". El crítico Alone aportó generosamente los últimos pesos, que fueron tragados por las fauces de mi impresor; y salí a la calle con mis libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría.
¡Mi primer libro! Yo siempre he sostenido que la tarea del escritor no es misteriosa ni trágica, sino que, por lo menos la del poeta, es una tarea personal, de beneficio público. Lo más parecido a la poesía es un pan o un plato de cerámica, o una madera tiernamente labrada, aunque sea por torpes manos. Sin embargo, creo que ningún artesano puede tener, como el poeta la tiene, por una sola vez durante su vida, esta embriagadora sensación del primer objeto creado con sus manos, con la desorientación aún palpitante de sus sueños. Es un momento que ya nunca más volverá. Vendrán muchas ediciones más cuidadas y bellas. Llegarán sus palabras trasvasadas a la copa de otros idiomas como un vino que cante y perfume en otros sitios de la tierra. Pero ese minuto en que sale fresco de tinta y tierno de papel el primer libro, ese minuto arrobador y embriagador, con sonido de alas que revolotean y de primera flor que se abre en la altura conquistada, ese minuto está presente una sola vez en la vida del poeta.
Uno de mis versos pareció desprenderse de aquel libro infantil y hacer su propio camino: es el "Farewell", que hasta ahora se sabe de memoria mucha gente por donde voy. En el sitio más inesperado me lo recitaban de memoria, o me pedían que yo lo hiciera. Aunque mucho me molestara, apenas presentado en una reunión, alguna muchacha comenzaba a elevar su voz con aquellos versos obsesionantes y, a veces, ministros de estado me recibían cuadrándose militarmente delante de mí y espetándome la primera estrofa.
Años más tarde, Federico García Lorca, en España, me contaba cómo le pasaba lo mismo con su poema "La casada infiel". La máxima prueba de amistad que podía dar Federico, era repetir para uno su popularísima y bella poesía. Hay una alergia hacia el éxito estático de uno solo de nuestros trabajos. Este es un sentimiento sano y hasta biológico. Tal imposición de los lectores pretende inmovilizar al poeta en un solo minuto, cuando en verdad la creación es una constante rueda que gira con mayor aprendizaje y conciencia, aunque tal vez con menos frescura y espontaneidad.
Ya iba dejando atrás Crepusculario. Tremendas inquietudes movían mi poesía. En fugaces viajes al sur renovaba mis fuerzas. En 1923 tuve una curiosa experiencia. Había vuelto a mi casa en Temuco. Era más de medianoche. Antes de acostarme abrí las ventanas de mi cuarto. El cielo me deslumbró. Todo el cielo vivía poblado por una multitud pululante de estrellas. La noche estaba recién lavada y las estrellas antárticas se desplegaban sobre mi cabeza.
Me embargó una embriaguez de estrellas, celeste, cósmica. Corrí a mi mesa y escribí de manera delirante, como si recibiera un dictado, el primer poema de un libro que tendría muchos nombres y que finalmente se llamaría El hondero entusiasta. Me movía en una forma como nadando en mis verdaderas aguas.
Al día siguiente leí lleno de gozo mi poema nocturno. Más tarde, cuando llegué a Santiago, el mago Aliro Oyarzún escuchó con admiración aquellos versos míos. Con su voz profunda me preguntó luego:
—¿Estás seguro de que esos versos no tienen influencia de Sabat Ercasty?
—Creo que estoy seguro. Los escribí en un arrebato.
Entonces se me ocurrió enviar mi poema al propio Sabat Ercasty, un gran poeta uruguayo, ahora injustamente olvidado. En ese poeta había visto yo realizada mi ambición de una poesía que englobara no sólo al hombre sino a la naturaleza, a las fuerzas escondidas; una poesía epopéyica que se enfrentara con el gran misterio del universo y también con las posibilidades del hombre. Entré en correspondencia con él. Al mismo tiempo que yo proseguía y maduraba mi obra, leía con mucha atención las cartas que Sabat Ercasty dedicaba a un tan desconocido y joven poeta. Le envié el poema de aquella noche a Sabat Ercasty, a Montevideo, y le pregunté si en él había o no influencia de su poesía. Me contestó muy pronto una noble carta: "Pocas veces he leído un poema tan logrado, tan magnífico, pero tengo que decírselo: sí hay algo de Sabat Ercasty en sus versos".
Fue un golpe nocturno, de claridad, que hasta ahora agradezco. Estuve muchos días con la carta en los bolsillos, arrugándose hasta que se deshizo. Estaban en juego muchas cosas. Sobre todo me obsesionaba el estéril delirio de aquella noche. En vano había caído en esa sumersión de estrellas, en vano había recibido sobre mis sentidos aquella tempestad austral. Estaba equivocado. Debía desconfiar de la inspiración. La razón debía guiarme paso a paso por los pequeños senderos. Tenía que aprender a ser modesto. Rompí muchos originales, extravié otros. Sólo diez años después reaparecerían estos últimos y se publicarían.
Terminó con la carta de Sabat Ercasty mi ambición cíclica de una ancha poesía, cerré la puerta a una elocuencia que para mi sería imposible de seguir, reduje deliberadamente mi estilo y miexpresión. Buscando mis más sencillos rasgos, mi propio mundo armónico, empecé a escribir otro libro de amor. El resultado fueron los Veinte poemas".
Los Veinte poemas de amor y una canción desesperada son un libro doloroso y pastoril que contiene mis más atormentadas pasiones adolescentes, mezcladas con la naturaleza arrolladora del sur de mi patria. Es un libro que amo porque a pesar de su aguda melancolía está presente en él el goce de la existencia. Me ayudaron a escribirlo un río y su desembocadura: el río Imperial. Los Veinte poemas" son el romance de Santiago, con las calles estudiantiles, la universidad y el olor a madreselva del amor compartido.
Los trozos de Santiago fueron escritos entre la calle Echaurren y la avenida España y en el interior del antiguo edificio del Instituto Pedagógico, pero el panorama son siempre las aguas y los árboles del sur. Los muelles de la "Canción desesperada" son los viejos muelles de Carahue y de Bajo Imperial; los tablones rotos y los maderos como muñones golpeados por el ancho río; el aleteo de gaviotas se sentía y sigue sintiéndose en aquella desembocadura.
En un esbelto y largo bote abandonado, de no sé qué barco náufrago, leí entero el Juan Cristóbal" y escribí la "Canción desesperada. Encima de mi cabeza el cielo tenía un azul tan violento como jamás he visto otro. Yo escribía en el bote, escondido en la tierra. Creo que no he vuelto a ser tan alto y tan profundo como en aquellos días. Arriba el cielo azul impenetrable. En mis manos el "Juan Cristóbal" o los versos nacientes de mi poema. Cerca de mí todo lo que existió y siguió existiendo para siempre en mi poesía: el ruido lejano del mar, el grito de los pájaros salvajes, y el amor ardiendo sin consumirse como una zarza inmortal.
Siempre me han preguntado cuál es la mujer de los Veinte poemas", pregunta difícil de contestar. Las dos o tres que se entrelazan en esta melancólica y ardiente poesía corresponden, digamos, a Marisol y a Marisombra. Marisol es el idilio de la provincia encantada con inmensas estrellas nocturnas y ojos oscuros como el cielo mojado de Temuco. Ella figura con su alegría y su vivaz belleza en casi todas las páginas, rodeada por las aguas del puerto y por la media luna sobre las montañas. Marisombra es la estudiante de la capital. Boina gris, ojos suavísimos, el constante olor a madreselva del errante amor estudiantil, el sosiego físico de los apasionados encuentros en los escondrijos de la urbe.
Mientras tanto, cambiaba la vida de Chile. Clamoroso, se levantaba el movimiento popular chileno buscando entre los estudiantes y los escritores un apoyo mayor. Por una parte, el gran líder de la pequeña burguesía, dinámico y demagógico, Arturo Alessandri Palma, llegaba a la Presidencia de la República, no sin antes haber sacudido al país entero con su oratoria flamígera y amenazante. A pesar de su extraordinaria personalidad, pronto, en el poder, se convirtió en el clásico gobernante de nuestra América; el sector dominante de la oligarquía, que él combatió, abrió las fauces y se tragó sus discursos revolucionarios. El país siguió debatiéndose en los más terribles conflictos.
Al mismo tiempo, un líder obrero, Luis Emilio Recabarren, con una actividad prodigiosa organizaba al proletariado, formaba centrales sindicales, establecía nueve o diez periódicos obreros a lo largo del país. Una avalancha de desocupación hizo tambalear las instituciones. Yo escribía semanalmente en Claridad. Los estudiantes apoyábamos las reivindicaciones populares éramos apaleados por la policía en las calles de Santiago. A la capital llegaban miles de obreros cesantes del salitre y del cobre. Las manifestaciones y la represión consiguiente teñían trágicamente la vida nacional.
Desde aquella época y con intermitencias, se mezcló la política en mi poesía y en mi vida. No era posible cerrar la puerta a la calle dentro de mis poemas, así como no era posible tampoco cerrar la puerta al amor, a la vida, a la alegría o a la tristeza en mi corazón de joven poeta.

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