martes, 11 de septiembre de 2012

Confieso que he vivido - Pablo Neruda - Memorias


Perdido en la ciudad
LA FEDERACIÓN DE ESTUDIANTES

Yo había sido en Temuco el corresponsal de la revista Claridad, órgano de la Federación de Estudiantes, y vendía 20 o 30 ejemplares entre mis compañeros de liceo. Las noticias que el año de 1920 nos llegaron a Temuco marcaron a mi generación con cicatrices sangrientas. La "juventud dorada", hija de la oligarquía, había asaltado y destruido el local de la Federación de Estudiantes. La justicia, que desde la colonia hasta el presente ha estado al servicio de los ricos, no encarceló a los asaltantes sino a los asaltados. Domingo Gómez Rojas, joven esperanza de la poesía chilena, enloqueció y murió torturado en un calabozo. La repercusión de este crimen, dentro de las circunstancias nacionales de un pequeño país, fue tan profunda y vasta como habría de ser el asesinato en Granada de Federico García Lorca.
Cuando llegué a Santiago, en marzo de 1921, para incorporarme a la universidad, la capital chilena no tenía más de quinientos mil habitantes. Olía a gas y a café. Miles de casas estaban ocupadas por gentes desconocidas y por chinches. El transporte en las calles lo hacían pequeños y destartalados tranvías. que se movían trabajosamente con gran bullicio de fierros y campanillas. Era interminable el trayecto entre la avenida Independencia y el otro extremo de la capital, cerca de la estación central, donde estaba mi colegio.
Al local de la Federación de Estudiantes entraban y salían las más famosas figuras de la rebelión estudiantil, ideológicamente vinculada al poderoso movimiento anarquista de la época. Alfredo Demaría, Daniel Schweitzer, Santiago Labarca, Juan Gandulfo eran los dirigentes de más historia. Juan Gandulfo era sin duda el más formidable de ellos, temido por su atrevida concepción política y por su valentía a toda prueba. A mí me trataba como si fuera un niño, que en realidad lo era. Una vez que llegué tarde a su estudio, para una consulta médica, me miró ceñudo y me dijo: "¿Por qué no vino a la hora? Hay otros pacientes que esperan". "No sabía qué hora era", le respondí. "Tome para que la sepa la próxima vez", me dijo, y sacó su reloj del chaleco y me lo entregó de regalo.
Juan Gandulfo era pequeño de estatura, redondo de cara y prematuramente calvo. Sin embargo, su presencia era siempre imponente. En cierta ocasión un militar golpista, con fama de matón y de espadachín, lo desafío a duelo. Gandulfo aceptó, aprendió esgrima en quince días y dejó maltrecho y asustadísimo a su contrincante. Por esos mismos días grabó en madera la portada y todas las ilustraciones de Crepusculario, mi primer libro, grabados impresionantes hechos por un hombre que nadie relaciona nunca con la creación artística.
En la vida literaria revolucionaria, la figura más importante era Roberto Meza Fuentes, director de la revista Juventud, que también pertenecía a la Federación de Estudiantes, aunque más antológica y deliberada que Claridad. Allí descollaban González Vera y Manuel Rojas, gente para mí de una generación mucho más antigua. Manuel Rojas llegaba hace poco de la Argentina, después de muchos años, y nos dejaba asombrados con su imponente estatura y sus palabras que dejaba caer con una suerte de menosprecio, orgullo o dignidad. Era linotipista. A González Vera lo había conocido yo en Temuco, fugitivo tras el asalto policial a la Federación de Estudiantes. Vino directamente a verme desde la estación de ferrocarril, que quedaba a algunos pasos de mi casa. Su aparición fue forzosamente memorable para un poeta de 16 años. Nunca había visto a un hombre tan pálido. Su cara delgadísima parecía trabajada en hueso o marfil. Vestía de negro, un negro deshilachado en los extremos de sus pantalones y de sus mangas, sin que por eso perdiera su elegancia. Su palabra me sonó irónica y aguda desde el primer momento. Su presencia me conmovió en aquella noche de lluvia que lo llevó a mi casa, sin que yo hubiera sabido antes de su existencia, tal como la llegada del nihilista revolucionario a la casa de Sacha Yegulev, el personaje de Andreiev que la juventud rebelde latinoamericana veía como ejemplo.

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