martes, 31 de julio de 2012

El paciente interno - Arthur Conan Doyle


«Aunque la ley británica no haya podido protegerlo, 
la espada de la justicia 
sigue presente para vengarle.»
-Doctor Trevelyan

Al dar una ojeada a la serie un tanto incoherente de memorias con las que he tratado de ilustrar algunas de las peculiaridades mentales de mi  amigo el señor Sherlock Holmes, me ha chocado la dificultad que siempre he experimentado al elegir ejemplos que respondan en todos los aspectos a mi propósito. Y es que en aquellos casos en los que Holmes ha efectuado algún tour-de-force de razonamiento analítico y ha demostrado el valor de sus peculiares métodos de investigación, los hechos en sí han sido a menudo tan endebles o tan vulgares que no he encontrado justificación para exponerlos ante el público. Por otra parte, ha ocurrido con frecuencia que ha intervenido en alguna investigación cuyos hechos han sido de un carácter de lo más notable y dramático, pero en la que su participación en determinar sus causas ha sido menos pronunciada de lo que yo, como biógrafo suyo, pudiera desear. El asuntillo que he relatado bajo el título Estudio en escarlata y aquel otro caso relacionado con la desaparición de la Gloria Scott, pueden servir como ejemplos de esas Escila y Caribdis que siempre están amenazando a su historiador. Bien puede ser que, en el caso sobre el que ahora me dispongo a escribir, el papel interpretado por mi amigo no quede suficientemente acentuado y, sin embargo, toda la secuencia de circunstancias es tan notable que no me es posible omitirla sin más en esta serie.
No puedo estar seguro de la fecha exacta, pues algunos de mis memorandos al respecto se han extraviado, pero debió de ser hacia el final del primer año durante el cual Holmes y yo compartimos habitaciones en Baker Street. Hacía un tiempo tempestuoso propio de octubre y los dos nos habíamos quedado todo el día en casa, yo porque temía enfrentarme al cortante viento otoñal con mi quebrantada salud, mientras que él estaba sumido en una de aquellas complicadas investigaciones químicas que tan profundamente le absorbían mientras se entregaba a ellas. Al atardecer, sin embargo, la rotura de un tubo de ensayo puso un final prematuro a su búsqueda y le hizo abandonar su silla con una exclamación de impaciencia y el ceño fruncido.
-Una jornada de trabajo perdida, Watson -dijo, acercándose a la ventana-. ¡Ajá! Han salido las estrellas y ha menguado el viento. ¿Qué me diría de un paseo a través de Londres?
Yo estaba cansado de nuestra pequeña sala de estar y asentí con placer, mientras me protegía del aire nocturno con una bufanda subida hasta la nariz. Durante tres horas caminamos los dos, observando el caleidoscopio siempre cambiante de la vida, con sus mareas menguante y creciente a lo largo de Fleet Street y del Strand. Holmes se había despojado de su malhumor temporal, y su conversación característica, con su aguda observación de los detalles y sutil capacidad deductiva, me mantenía divertido y subyugado. Dieron las diez antes de que llegáramos a Baker Street. Un brougham esperaba ante nuestra puerta.
-¡Hum! Un médico... y de medicina general, según veo -comentó Holmes-. No lleva largo tiempo en el oficio, pero tiene mucho trabajo. ¡Supongo que ha venido a consultarnos! ¡Es una suerte que hayamos vuelto!
Yo estaba suficientemente familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su razonamiento, y ver que la índole y el estado de los diversos instrumentos médicos en el cesto de mimbre colgado junto al farolillo dentro del coche le había proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz de nuestra ventana, arriba, denotaba que esta tardía visita nos estaba efectivamente dedicada. Con cierta curiosidad respecto a qué podía habernos enviado un colega médico a semejantes horas, seguí a Holmes hasta nuestro sanctum.
Un hombre de cara pálida y flaca, con rubias patillas, se levantó de su asiento junto al fuego apenas entramos nosotros. Su edad tal vez no rebasara los treinta y tres o treinta y cuatro años, pero su semblante ojeroso y el color poco saludable de su tez indicaban una existencia que le había minado el vigor y le había despojado de su juventud. Sus ademanes eran tímidos y nerviosos, como los de un hombre muy sensible, y la mano blanca y delgada que apoyaba en la repisa de la chimenea era la de un artista más bien que la de un cirujano. Su indumentaria era discreta y oscura: levita negra, pantalones gris marengo y un toque de color en su corbata.
-Buenas noches, doctor -le saludó Holmes afablemente-. Me tranquiliza ver que sólo lleva unos minutos esperando.
-¿Ha hablado con mi cochero, pues?
-No, me lo ha dicho la vela en la mesa lateral. Le ruego que vuelva a sentarse y me haga saber en qué puedo servirle.
-Soy el doctor Percy Trevelyan -dijo nuestro visitante-, y vivo en el número 403 de Brook Street.
-¿No es usted el autor de una monografía sobre oscuras lesiones nerviosas? -inquirí.
La satisfacción arreboló sus pálidas mejillas al oír que su obra me era conocida.
-Tan rara vez oigo hablar de ella que ya la consideraba como definitivamente desaparecida -dijo-. Mis editores me dan las noticias más desalentadoras sobre su cifra de ventas. Supongo que usted también es médico...
-Cirujano militar retirado.
-Mi afición han sido siempre las enfermedades de origen nervioso. Hubiera deseado hacer de ellas mi única especialidad, pero, como es natural, hay que aceptar lo primero que se ponga a mano. Sin embargo, esto se sale de nuestro asunto, señor Sherlock Holmes, y me consta lo muy valioso que es su tiempo. Lo cierto es que ha ocurrido recientemente una singular cadena de acontecimientos en mi domicilio de Brook Street y esta noche las cosas han llegado a un extremo que me ha impedido esperar ni una hora más para venir a pedirle consejo y ayuda.
Sherlock Holmes se sentó y encendió su pipa.
-Gustosamente procuraré darle ambas cosas -repuso-. Le ruego que me haga un relato detallado sobre las circunstancias que le han inquietado.
-Alguna de ellas es tan trivial -dijo el doctor Treveyan-, que en realidad casi me avergüenzo de mencionarla. Pero el asunto es tan inexplicable y el cariz que recientemente ha tomado es tan enrevesado, que se lo explicaré todo y usted juzgará lo que es esencial y lo que no lo es.
»Para empezar, me veo obligado a decir algo acerca de mis estudios universitarios. Los cursé en la Universidad de Londres, y estoy seguro de que no creerán que me dedico indebidas alabanzas si digo que mis profesores consideraban como muy prometedora mi carrera estudiantil. Después de graduarme, seguí dedicándome a la investigación, ocupando una plaza menor en el King’s College Hospital, y tuve la suerte de suscitar un interés considerable con mis trabajos sobre la patología de la catalepsia y ganar finalmente el premio y la medalla Bruce Pinkerton por la monografía sobre lesiones nerviosas a la que acaba de aludir su amigo. No exageraría si dijera que en aquella época existía la impresión general de que me esperaba una carrera distinguida.
»Pero mi gran obstáculo consistía en mi perentoria necesidad de un capital. Como usted comprenderá perfectamente, un especialista con miras altas tiene que comenzar en alguna de una docena de calles de los alrededores de Cavendish Square, todas las cuales exigen alquileres enormes y grandes gastos de amueblamiento. Además de este desembolso preliminar, ha de estar en condiciones para mantenerse varios años y para alquilar un carruaje y un caballo presentables. Esto se hallaba mucho más allá de mis posibilidades, y sólo podía esperar que, a fuerza de economías, en diez años pudiera ahorrar lo bastante para permitirme colgar la placa. Pero de pronto un incidente inesperado abrió ante mí una perspectiva totalmente nueva.
»Se trató de la visita de un caballero llamado Blessington, que era para mí un perfecto desconocido. Vino una mañana a mis habitaciones y al instante fue al grano.
»-¿Es usted el mismo Percy Trevelyan que ha cursado una carrera tan distinguida y últimamente ha ganado un gran premio? -preguntó.
»Yo me incliné.
» -Contésteme con franqueza -prosiguió-, pues como verá, ello redunda en su interés. Tiene usted toda la inteligencia que proporciona el éxito a un hombre. ¿Tiene también el tacto?
»No pude evitar una sonrisa ante la brusquedad de esta pregunta.
»-Confio tener el que me corresponde -repliqué.
»-¿Alguna mala costumbre? Supongo que no le dará por la bebida, ¿verdad?
» -Verdaderamente, caballero... -exclamé.
»-¿Muy bien! ¡Todo muy bien! Pero no tenía más remedio que preguntárselo. Y con todas estas cualidades, ¿cómo es que no ejerce?
»Me encogí de hombros.
»-Vamos, hombre, vamos -exclamó con voz estentórea-, la vieja historia de siempre: «Hay más en un cerebro que en su bolsillo», ¿no es así? ¿Y qué diría si yo le instalara en Brook Street?
»Me quedé mirándole estupefacto.
»-¡Sí, pero obro en mi interés, no en el de usted!
-gritó-. Le hablaré con perfecta franqueza, y si usted está de acuerdo, yo lo estaré también. Sepa que tengo unos cuantos miles de libras para invertir, y creo que voy a jugármelos con usted.
»-¿Pero por qué? -balbuceé.
»-Es como cualquier otra especulación, se lo aseguro, y más conveniente que la mayoría de ellas.
»-¿Y qué debo hacer yo, pues?
»-Se lo explicaré. Yo buscaré la casa, la amueblaré, pagaré las criadas y lo administraré todo. Lo único que debe usted hacer es desgastar el asiento de su silla en el gabinete de consulta. Le dejaré que disponga de dinero de bolsillo y de todo lo necesario. Después, usted me entregará las tres cuartas partes de lo que gane y se reservará para sí el otro cuarto.
»Y tal fue la extraña proposición, señor Holmes, con la que se me presentó ese Blessington. No le cansaré con el relato de nuestros regateos y negociaciones, pero terminaron con mi traslado a la casa el día de la Anunciación y el comienzo de mi labor prácticamente en las mismas condiciones que él había sugerido. El vino a vivir conmigo, en la categoría de un paciente interno. Tenía, según parece, el corazón débil y necesitaba una constante supervisión médica. Convirtió las dos mejores habitaciones de la primera planta en sala de estar y dormitorio para él. Era hombre de hábitos singulares, que evitaba las compañías y muy rara vez salía de casa. Su vida era irregular, pero en un aspecto era la regularidad personificada. Cada noche, a la misma hora, entraba en mi consultorio, examinaba los libros, depositaba cinco chelines y tres penique por cada guinea que yo hubiera ganado y se llevaba el resto para guardarlo en la caja fuerte de su habitación.
»Puedo afirmar confiadamente que jamás tuvo motivo para lamentar su especulación. Desde el primer día, ésta fue un éxito. Unos cuantos casos acertados y la reputación que yo me había forjado en el hospital me situaron en seguida en primera fila. En el transcurso de los últimos años he hecho de él un hombre rico.
  »Y esto es todo, señor Holmes, en lo tocante a mi historia pasada y mis relaciones con el señor Blessington. Sólo me queda por explicar lo que ha ocurrido y me ha traído aquí esta noche.
»Hace unas semanas, el señor Blessington acudió a mí, presa, según me pareció, de una considerable agitación. Me habló de un robo que, según dijo, se había perpetrado en el West End. Recuerdo que se mostró exageradamente alarmado al respecto, hasta el punto de declarar que no pasaría ni un día más sin que añadiéramos unos cerrojos más sólidos a nuestras puertas y ventanas. Durante una semana se mantuvo en un peculiar estado de inquietud, acechando continuamente desde la ventana y dejando de practicar el breve paseo que usualmente constituía el preludio de su cena. Por su actitud, tuve la impresión de que era presa de un miedo mortal causado por alguien o por algo, pero, cuando le interrogué al respecto, se mostró tan efusivo que me vi obligado a abandonar ese tema. Gradualmente, con el paso del tiempo sus temores parecieron extinguirse, y ya había reanudado sus hábitos anteriores, cuando un nuevo acontecimiento lo redujo al penoso estado de postración en el que ahora se encuentra.
»Lo que ocurrió fue lo siguiente. Hace dos días recibí la carta que ahora le leeré. No lleva dirección ni fecha:

« Un noble ruso que ahora reside en Inglaterra, se alegraría de procurarse la asistencia profesional del doctor Percy Trevelyan. Hace años que es víctima de ataques de catalepsia, en los que, como es bien sabido, el doctor Trevelyan es una autoridad. Tiene la intención de visitarle mañana, a las seis y cuarto de la tarde, si el doctor Trevelyan cree conveniente encontrarse en su casa.»
»Esta carta me interesó muchísimo, pues la principal dificultad en el estudio de la catalepsia es la rareza de esta enfermedad. Comprenderá, pues, que me encontrase en mi consultorio cuando, a la hora convenida, el botones hizo pasar al paciente.
»Era un hombre de avanzada edad, delgado, de expresión grave y aspecto corriente, sin corresponder ni mucho menos al concepto que uno se forma sobre un noble ruso. Mucho más me impresionó la apariencia de su acompañante. Era un joven alto, sorprendentemente apuesto, con una cara morena y de expresión fiera, y las extremidades y pecho de un Hércules. Con la mano bajo el brazo del otro al entrar, le ayudó a sentarse en una silla con una ternura que difícilmente se hubiera esperado de él, dado su aspecto.
»-Excuse mi intromisión, doctor -me dijo en inglés con un ligero ceceo-. Es mi padre, y su salud es para mí una cuestión de la más extrema importancia.
»Me emocionó esta ansiedad filial y dije:
»-Supongo que querrá quedarse aquí durante la visita.
»-¡Por nada del mundo! -gritó con una expresión de horror-. Esto es para mí más penoso de lo que yo pueda expresar. Si llegara a ver a mi padre en uno de estos terribles ataques, estoy convencido de que no podría sobrevivir a ello. Mi sistema nervioso es excepcionalmente sensible. Con su permiso, yo me quedaré en la sala de espera mientras usted reconoce a mi padre.
»Como es natural, asentí y el joven se retiró. El paciente y yo nos entregamos entonces a una conversación sobre su caso, y yo tomé notas exhaustivas. No era hombre notable por su inteligencia y sus respuestas eran con frecuencia oscuras, cosa que atribuí a sus ilimitados conocimientos de nuestro idioma. De pronto, sin embargo, mientras yo escribía, dejó de contestar a mis preguntas y, al volverme hacia él, me causó una fuerte impresión verle sentado muy enhiesto en su silla, mirándome con una cara rígida y totalmente inexpresiva. Una vez más, era presa de su misteriosa enfermedad.
»Mi primer sentimiento, como ya he dicho, fue de compasión y horror, pero mucho me temo que el segundo fuese de satisfacción profesional. Tomé nota del pulso y la temperatura de mi paciente, palpé la rigidez de sus músculos y examiné sus reflejos. No había nada acusadamente anormal en ninguno de estos factores, lo cual coincidía con mis anteriores experiencias. En estos casos yo había obtenido buenos resultados con la inhalación de nitrito de amilo, y el actual parecía una admirable oportunidad para poner a prueba sus virtudes. La botella estaba abajo, en mi laboratorio, por lo que, dejando a mi paciente sentado en su silla, corrí a buscarla. Me retrasé un poco, buscándola, digamos cinco minutos, y regresé. ¡Imagine mi estupefacción al encontrar vacía la habitación! ¡El paciente se había marchado!
»Desde luego, lo primero que hice fue correr en seguida a la sala de espera. El hijo había desaparecido también. La puerta del vestíbulo de entrada había quedado entornada, pero no cerrada. Mi botones, que hace pasar a los pacientes, es un chico nuevo en el oficio y nada tiene de avispado. Espera abajo, y sube para acompañarlos hasta la salida cuando yo toco el timbre del consultorio. No había oído nada, y el asunto quedó envuelto en el misterio. Poco después, llegó el señor Blessington de su paseo, pero no le conté nada de lo sucedido, puesto que, para ser sincero, he adoptado la costumbre de mantener con él, dentro de lo posible un mínimo de comunicación.
»Pues bien, no pensaba yo que volviera a saber algo más del ruso y su hijo, y puede imaginar mi asombro cuando esta tarde, a la misma hora, ambos entraron en mi consultorio, tal como habían hecho antes.
»-Creo doctor que le debo mis sinceras excusas por mi brusca partida de ayer -dijo mi paciente.
»-Confieso que me sorprendió mucho -repuse.
»-Lo cierto es -explicó- que, cuando me recupero de estos ataques, mi mente siempre queda como nublada respecto a todo lo que haya ocurrido antes. Me desperté en una habitación desconocida, tal como me pareció entonces a mí, y me dirigí hacia la calle, como aturdido, mientras usted se encontraba ausente.
»-Y yo -añadió el hijo-, al ver a mi padre atravesar la puerta de la sala de espera, pensé, como es natural, que había terminado la visita. Hasta que llegamos a casa, no empecé a comprender lo que en realidad había sucedido.
»-Bien -dije yo, riéndome-, nada malo ha ocurrido, excepto que el hecho me intrigó muchísimo. Por consiguiente, caballero, si me hace el favor de pasar a la sala de espera, yo continuaré gustosamente la visita que ayer tuvo un final tan repentino.
»Durante una media hora, comenté con el anciano sus síntomas y después, tras haberle extendido una receta, le vi marcharse apoyado en el brazo de su hijo.
»Ya le he dicho que el señor Blessington elegía generalmente esta hora del día para salir a hacer su ejercicio. Llegó poco después y subió al piso. Momentos más tarde le oí bajar precipitadamente y entró atropelladamente en mi consultorio, como el hombre al que ha enloquecido el pánico.
»-¿Quién ha entrado en mi habitación? -gritó.
»-Nadie -contesté.
»-¡Mentira! -chilló-. ¡Suba y lo verá!
»Pasé por alto la grosería de su lenguaje, ya que parecía casi desquiciado a causa del miedo. Cuando subí con él, me señaló unas huellas de pisadas en la alfombra de color claro.
»-¿Se atreverá a decir que son mías? -gritó.
»Desde luego, eran mucho más grandes que las que él hubiese podido dejar y eran evidentemente muy recientes. Como saben, esta tarde ha llovido de firme y los únicos visitantes han sido ellos dos. Debió de ocurrir, pues, que el hombre de la sala de espera, por alguna razón desconocida y mientras yo estaba ocupado con el otro, hubiera subido a la habitación de mi paciente interno. Allí nada se tocó ni nada había desaparecido, pero la evidencia de aquellas huellas demostraba que la intrusión era un hecho del que no se podía dudar.
»El señor Blessington parecía más excitado por el suceso de cuanto yo hubiese creído posible, aunque, desde luego, la situación era apta para turbar la tranquilidad de cualquiera. Llegó incluso a sentarse en una butaca, llorando, y apenas pude conseguir que hablara con coherencia. Fue sugerencia suya que yo viniese a verle a usted y, claro, en seguida vi que era una idea acertada, ya que no cabe duda de que el incidente es de lo más singular, aunque se tenga la impresión de que él exagera enormemente su importancia. Si quieren ustedes volver conmigo en mi brougham, al menos podrán calmarlo, aunque me cuesta imaginar que pueda dar una explicación a este notable suceso.
Sherlock Holmes escuchó esta larga narración con una atención que a mí me indicaba que le había despertado un vivo interés. Su cara era tan impasible como siempre, pero sus párpados habían descendido con mayor pesadez sobre sus ojos, y el humo se había ensortijado con más espesor al salir de su pipa, como para dar énfasis a cada episodio curioso en el relato del doctor. Al llegar nuestro visitante a la conclusión del mismo, Holmes se levantó de un salto sin pronunciar palabra, me entregó mi sombrero, cogió el suyo de la mesa y seguimos al doctor Trevelyan hasta la puerta. Al cabo de un cuarto de hora, nos apeábamos ante la puerta de la residencia del médico en Brook Street, una de aquellas casas sombrías y de fachada lisa que uno asocia con la práctica médica en el West End. Nos abrió un botones muy jovencito y en seguida empezamos a subir por la amplia y bien alfombrada escalera.
Sin embargo, una singular interrupción nos obligó a inmovilizamos. La luz en la parte alta se apagó de repente y de la oscuridad brotó una voz aguda y temblorosa.
-¡Tengo una pistola -chilló-, y les juro que dispararé si se acercan más!
-¡Esto ya es insultante, señor Blessington! -gritó a su vez el doctor Trevelyan.
-Ah, es usted, doctor -dijo la voz con un gran suspiro de alivio-. Pero estos otros señores... ¿son lo que pretenden ser?
Fuimos conscientes de un largo examen a través de la oscuridad.
-Sí, sí, está bien -aprobó por último la voz-. Pueden subir. Siento que mis precauciones les hayan molestado.
Mientras hablaba, volvió a encender la luz de gas en la escalera y nos encontramos ante un hombre de singular catadura, cuya apariencia, al igual que su voz, atestiguaba unos nervios maltrechos. Estaba muy gordo, pero al parecer en otro tiempo lo había estado mucho más, ya que la piel colgaba flácidamente en su rostro, formando bolsas, como las mejillas de un perro sabueso. Tenía un color enfermizo y sus cabellos, escasos y pajizos, parecían erizados por la intensidad de su emoción. Sostenía en su mano una pistola, pero al avanzar nosotros se la guardó en el bolsillo.
-Buenas noches, señor Holmes -dijo-. Le agradezco muchísimo que haya venido. Nadie ha necesitado nunca más que yo sus consejos. Supongo que el doctor Trevelyan le ha contado esa intolerable intrusión en mis habitaciones.
-Así es -contestó Holmes-. ¿Quiénes son estos dos hombres, señor Blessington, y por qué desean molestarlo?
-Bueno -contestó el paciente residente no sin cierto nerviosismo-, es difícil, claro, decirlo. No esperará que conteste a esto, señor Holmes.
-¿Quiere decir que no lo sabe?
-Venga, hágame el favor. Tenga la bondad de entrar aquí.
Indicó el camino hasta su dormitorio, que era amplio y estaba confortablemente amueblado.
-¿Ve esto? -dijo, señalando una gran caja negra junto al extremo de su cama-. Nunca he sido un hombre muy rico, señor Holmes, y sólo he hecho una inversión en toda mi vida, como les puede decir el doctor Trevelyan. Pero yo no creo en los bancos; nunca confiaría en un banquero, señor Holmes. Entre nosotros, lo poco que tengo se encuentra en esta caja, de modo que comprenderá lo que significa para mí que gente desconocida se abra paso hasta mis habitaciones.
Holmes miró inquisitivamente a Blessington y meneó la cabeza.
-No me es posible aconsejarle si, como observo, trata usted de engañarme -dijo.
-¡Pero si se lo he contado todo!
Holmes giró sobre sus talones con una expresión de disgusto.
-Buenas noches, doctor Trevelyan -dijo.
-¿Y no me da ningún consejo? -gritó Blessington con voz quebrada.
-El consejo que le doy, señor, es que diga la verdad.
Un minuto después nos encontrábamos en la calle y echábamos a andar hacia casa. Habíamos cruzado Oxford Street y recorrido la mitad de Harley Street, y aún no había oído ni una sola palabra de mi compañero.
-Lamento haberle hecho salir a causa de una gestión tan inútil, Watson - dijo por fin-. No obstante, en el fondo no deja de ser un caso interesante.
-Poco es lo que entiendo en él -confesé.
-Resulta evidente que hay dos hombres, acaso más, pero dos por lo menos, que por alguna razón están decididos a echarle mano a ese Blessington. No me cabe la menor duda de que, tanto en la primera como en la segunda ocasión, aquel joven penetró en el dormitorio de Blessington, mientras su compinche, valiéndose de un truco ingenioso, impedía toda interferencia por parte del doctor.
-¿Y la catalepsia?
-Una imitación fraudulenta, Watson, aunque no me atrevería a insinuarle tal cosa a nuestro especialista. Es una dolencia muy fácil de imitar. Yo mismo lo he hecho.
-¿Y qué más?
  -Por pura casualidad, Blessington estuvo ausente en cada ocasión. La razón de ellos para elegir una hora tan inusual para una consulta médica era, obviamente, la de asegurarse de que no hubiera otros pacientes en la sala de espera. Ocurrió, sin embargo, que esta hora coincidía con el paseo acostumbrado de Blessington, lo cual parece indicar que no estaban muy familiarizados con la rutina cotidiana de éste. Desde luego, si meramente hubieran ido en pos de algún tipo de botín, habrían hecho al menos alguna tentativa para buscarlo. Además, sé leer en los ojos de un hombre cuando es su piel lo que corre peligro. Es inconcebible que ese individuo se haya hecho dos enemigos tan vengativos como éstos parecen ser, sin él saberlo. Tengo la certeza, por tanto, de que sabe quiénes son estos hombres, y de que por motivos que él conoce suprime este dato. Cabe la posibilidad de que mañana se muestre de un talante más comunicativo.
-¿No existe otra alternativa grotescamente improbable, sin duda, pero con todo concebible? -sugerí-. ¿No podría toda la historia del ruso cataléptico y su hijo ser una invención del doctor Trevelyan, que con finalidades propias haya visitado las habitaciones de Blessington?
A la luz del gas, pude ver que Holmes exhibía una sonrisa divertida ante este brillante planteamiento mío.
-Mi querido amigo -dijo-, fue una de las primeras soluciones que se me ocurrieron, pero pronto pude corroborar el relato del doctor. Aquel joven dejó en la alfombra de la escalera huellas que hicieron superfluo pedir que me enseñaran las que había marcado en la habitación. Si le digo que sus zapatos eran de punta cuadrada en vez de puntiagudos como los de Blessington, y que su longitud era superior en más de una pulgada a los del doctor, reconocerá que no puede haber ninguna duda en cuanto a su identidad. Pero ahora podemos dormir sobre este asunto, pues me sorprendería que por la mañana no oyéramos algo más referente a Brook Street.
La profecía de Sherlock Holmes no tardó en cumplirse. Lo cierto es que se cumplió de un modo harto dramático. A las siete y media de la mañana siguiente, con las primeras luces del día, le vi de pie y en bata junto a mi cama.
-Un brougham nos está esperando, Watson -me dijo.
-¿Qué ocurre, pues?
-El caso de Brook Street.
-¿Alguna noticia fresca?
-Trágica pero ambigua -me contestó, subiendo la persiana-. Fíjese en esto: una hoja de una libreta de notas, con «Por el amor de Dios, venga en seguida. P.T.», garrapateado en ella con un lápiz. Nuestro amigo el doctor estaba en apuros cuando lo escribió. Dése prisa, amigo mío, pues se trata de una llamada urgente.
En poco más de un cuarto de hora nos encontramos de nuevo en casa del médico. Este salió corriendo a recibirnos con el horror pintado en su cara.
-¡Vaya calamidad! -gritó, llevándose las manos a las sienes.
-¿Qué ha sucedido?
-Blessington se ha suicidado.
Holmes dejó escapar un silbido.
-Sí, se ha ahorcado durante la noche.
Habíamos entrado y el médico nos había precedido hasta lo que era, evidentemente, la sala de espera.
-¡Apenas sé lo que hago! -exclamó-. La policía ya está arriba. Es algo que me ha causado una impresión tremenda.
-¿Cuándo lo descubrió?
-Cada mañana se hace subir una taza de té a primera hora. Cuando entró la camarera, a eso de las siete, el desdichado estaba colgado en el centro de la habitación. Había atado la cuerda al gancho en el que estuvo suspendida una lámpara de gran peso, y había saltado precisamente desde lo alto de la caja fuerte que nos enseñó ayer.
Holmes permaneció unos momentos en profunda cavilación.
-Con su permiso -dijo por fin-, me gustaría subir y echar un vistazo a lo sucedido.
Subimos los dos seguidos por el doctor.
Fue una visión espantosa la que presenciamos al cruzar la puerta del dormitorio. Ya he hablado de la impresión de flaccidez que causaba aquel hombre llamado Blessington, pero, colgado del gancho, esta impresión se intensificaba y exageraba hasta que su apariencia apenas era humana. El cuello estaba retorcido como el de un pollo desplumado, y esto hacía que el resto del difunto pareciera más obeso y antinatural por contraste. Sólo llevaba su camisón largo y por debajo de éste aparecían sus hinchados tobillos y deformes pies. Junto a él, un inspector de policía de porte marcial tomaba notas en una libreta.
-¡Ah, señor Holmes! -exclamó cordialmente al entrar mi amigo-. Me alegra mucho verle.
-Buenos días, señor Lanner -contestó Holmes-. Estoy seguro de que no me considerará como un intruso. ¿Ha oído hablar de los hechos que han desembocado en este final?
-Sí, algo he oído de ellos.
-¿Se ha formado alguna opinión?
-Por lo que puedo saber, el miedo privó a este hombre de su sano juicio. Como ve, ha dormido en esta cama; hay en ella su impresión, y bien profunda. Como usted sabe, hacia las cinco de la mañana es cuando se producen más suicidios. Y ésta debió de ser, más o menos, la hora en que se ahorcó. Al parecer, fue cosa muy bien estudiada.
-Yo diría que lleva muerto como unas tres horas, a juzgar por la rigidez de los músculos -dije yo.
-¿Ha observado algo peculiar en la habitación, señor Lanner? -preguntó Holmes.
-He encontrado un destornillador y unos cuantos tornillos en el lavabo. Asimismo, parece ser que durante la noche fumó lo suyo. Aquí hay cuatro colillas de cigarro que encontré en la chimenea.
-¡Hum! -hizo Holmes-. ¿Ha visto su boquilla para cigarros?
-No, no he visto ninguna.
-¿Su cigarrera, pues?
-Sí, estaba en el bolsillo de su chaqueta.
Holmes la abrió y olisqueó el único cigarro que contenía.
-Esto es un habano, y estas colillas corresponden a unos cigarros del tipo peculiar que importan los holandeses de sus colonias en las Indias Orientales. Suelen ir envueltos en paja y, dada su longitud, son más delgados que los de cualquier otra marca.
Cogió las cuatro colillas y las examinó con su lupa de bolsillo.
-Dos de ellos fueron fumados con boquilla y los otros dos sin ella -prosiguió-. Dos fueron cortados por una navaja no muy afilada y las puntas de los otros dos fueron mordidas por una dentadura en excelente condición. Esto no es un suicidio, señor Lanner, es un asesinato muy bien planeado y realizado a sangre fría.
-¡Imposible! -exclamó el inspector.
-¿Por qué?
-¿Por qué alguien había de asesinar a un hombre por un procedimiento tan torpe como el de colgarlo?
-Esto es lo que tenemos que averiguar.
-¿Cómo pudieron entrar?
-Por la puerta principal.
-Estaba atrancada.
-Pues fue atrancada después de salir ellos.
-¿Cómo lo sabe?
-Vi sus trazas. Excúseme un momento y podré ofrecerle más información al respecto.
Holmes se acercó a la puerta, hizo funcionar la cerradura y la examinó a su manera metódica. Después sacó la llave, que estaba puesta por el interior y la inspeccionó también. La cama, la alfombra, las sillas, la repisa de la chimenea, la cuerda y el difunto fueron examinados por turno, hasta que se declaró satisfecho y, con mi ayuda y la del inspector, bajó aquellos pobres restos y los depositó reverentemente bajo una sábana.
-¿Qué se sabe de esta cuerda? -preguntó.
-Ha sido cortada de aquí -contestó el doctor Trevelyan, sacando un gran rollo que había debajo de la cama-. Tenía un temor morboso al fuego y siempre guardaba esto junto a sí para poder escapar por la ventana en caso de que ardiese la escalera.
-Esto les debe haber allanado el camino -comentó Holmes pensativo-. Sí, los hechos en sí son muy simples, y me sorprendería que por la tarde no pudiera ofrecerle también los motivos de los mismos. Me llevaré esta fotografía de Blessington que veo sobre la repisa de la chimenea, ya que puede ayudarme en mis investigaciones.
-¡Pero no nos ha dicho usted nada! -exclamó el doctor.
-Bien, no puede haber duda en cuanto a la secuencia de los acontecimientos -repuso Holmes-. Intervnieron tres sujetos: el hombre joven, el viejo y un tercero sobre cuya identidad carezco de pistas. Es innecesario observar que los dos primeros son los mismos que se presentaron disfrazados como el conde ruso y su hijo, por lo que tenemos una descripción muy completa de ellos. Les franqueó la entrada un cómplice situado dentro de la casa. Si me permite ofrecerle un breve consejo, inspector, yo arrestaría al botones, que, según tengo entendido, bien poco tiempo lleva a su servicio, doctor.
-Es que ese joven tunante no aparece -contestó el doctor Trevelyan-. La camarera y la cocinera lo han estado buscando hace unos momentos.
Holmes se encogió de hombros.
-Ha representado en este drama un papel que ha tenido su importancia - dijo-. Después de subir los tres hombres por la escalera, cosa que hicieron de puntillas, con el de más edad en primer lugar, el más joven en segundo y el hombre desconocido detrás...
-¡Mi querido Holmes! -no pude por menos que exclamar.
-Es que no puede haber discusión en cuanto a la superposición de huellas. Tuve la ventaja de saber la noche pasada a quién pertenecía cada una de ellas. Subieron así los tres a la habitación del señor Blessington, cuya puerta encontraron cerrada. Sin embargo, con la ayuda de un alambre forzaron la llave y le dieron vuelta. Incluso sin lupa, percibirán ustedes los arañazos en la guarda donde fue aplicada la presión.
»Al entrar en la habitación, su primera acción debió de consistir en amordazar al señor Blessington. Puede que éste durmiera, o puede que quedara tan paralizado por el terror que fuese incapaz de gritar. Estas paredes son gruesas y es concebible que su chillido, si es que tuvo tiempo para proferir uno, no lo oyera nadie.
»Una vez inmovilizado, me resulta evidente que tuvo lugar alguna clase de consulta. Probablemente, se trató de algo similar a un procedimiento judicial. Debió de haber durado bastante tiempo, ya que fue entonces cuando se fumaron estos cigarros. El hombre de más edad estaba sentado en este sillón de mimbre, y era él quien utilizaba la boquilla. El hombre más joven se sentaba algo más allá, pues dejaba caer su ceniza en esta cómoda. El tercer individuo paseaba de un lado a otro. Creo que Blessington estaba sentado en la cama, aunque erguido, pero de esto no puedo estar absolutamente seguro.
»Pues bien, la sesión terminó ahorcando a Blessington. La operación estaba tan prevista que tengo la impresión de que habían traído consigo una especie de garrucha o polea que pudiera servir como horca. Es concebible que aquel destornillador y aquellos tornillos estuvieran destinados a montarla. Sin embargo, al ver el gancho, como es natural se ahorraron este trabajo. Una vez concluida su tarea, se marcharon, y la puerta fue atrancada detrás de ellos por su compinche.
Habíamos escuchado todos, con el más profundo interés, este bosquejo de los hechos nocturnos que Holmes había deducido de unos signos tan sutiles e imperceptibles que, incluso cuando ya nos los había indicado, apenas nos era posible seguirle en sus razonamientos. El inspector se ausentó presuroso para indagar sobre el botones, mientras Holmes y yo regresábamos a Baker Street para desayunar.
-Volveré a las tres -me dijo una vez terminada nuestra colación-. Tanto el inspector como el doctor se reunirán aquí conmigo a esta hora, y espero que, para entonces, habré disipado cualquier punto oscuro que el caso pueda todavía presentar.
Nuestros visitantes llegaron a la hora concertada, pero dieron las cuatro menos cuarto antes de que mi amigo hiciera su aparición. Sin embargo, por su expresión al entrar, pude ver que todo le había salido redondo.
-¿Alguna noticia, inspector?
-Hemos dado con el muchacho, señor.
-Excelente. Y yo he dado con los hombres.
-¡Ha dado usted con ellos! -gritamos los tres a la vez.
-Al menos he conseguido su identidad. El llamado Blessington es, tal como yo esperaba, bien conocido en la jefatura de policía, y lo mismo cabe decir de sus asaltantes. Sus nombres son Biddle, Hayward y Moffat.
-¡La banda del banco Worthingdon! -exclamó el inspector.
-Exactamente -confirmó Holmes.
-¡Entonces Blessington tenía que ser Sutton!
-Esto es.
-Pues bien, con esto, todo queda tan claro como un cristal -dijo el inspector.
Pero Trevelyan y yo nos miramos desconcertados.
-Recordarán, sin duda, el asunto del gran robo en el banco Worthingdon - dijo Holmes-, en el que tomaron parte cinco hombres, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright. Tobin, el vigilante, fue asesinado, y los ladrones huyeron con siete mil libras. Esto ocurrió en 1875. Los cinco fueron detenidos, pero las pruebas contra ellos no tenían nada de concluyentes. Ese Blessington, o Sutton, que era el peor de la pandilla, se convirtió en delator y, debido a su declaración, Cartwright fue ahorcado y los otros tres fueron sentenciados a quince años cada uno. Cuando salieron en libertad el otro día, unos años antes de cumplir toda la condena, se confabularon, como han podido ver, para buscar al traidor y vengar la muerte de su compañero. Por dos veces trataron de llegar hasta él y fallaron, pero a la tercera, como saben, se salieron con la suya. ¿Hay algo más que pueda explicar, doctor Trevelyan?
-Creo que lo ha expuesto todo con notable claridad-dijo el doctor-. Sin duda, el día que se mostró tan excitado fue aquél en que leyó en los periódicos que habían soltado a aquellos hombres.
-Precisamente. Sus temores acerca de un robo no eran más que una pantalla.
-Pero ¿por qué no podía contarle a usted todo esto?
-Pues bien, mi estimado señor, puesto que conocía el carácter vengativo de sus antiguos asociados, trataba de ocultar su identidad ante todos, tanto tiempo como le fuera posible. Su secreto era vergonzoso y no podía decidirse a divulgarlo. No obstante, por miserable que fuese, seguía viviendo bajo el amparo de la ley británica, y no me cabe duda, inspector, de que aunque este escudo no haya podido protegerlo, la espada de la justicia sigue presente para vengarle.
Tales fueron las singulares circunstancias relacionadas con el paciente interno y el médico de Brook Street. A partir de aquella noche, nada ha sabido la policía de los tres asesinos, y en Scotland Yard hay la sospecha de que figuraban entre los pasajeros del malhadado vapor Norah Crema, que desapareció hace unos años con toda su tripulación en la costa portuguesa, a varias millas al norte de Oporto. La acción judicial contra el botones tuvo que interrumpirse por falta de pruebas, y el «Misterio de Brook Street», como fue llamado, nunca ha sido tratado a fondo en ningún texto accesible al público.



El médico moreno - Arthur Conan Doyle

Bishop’s Crossing es una aldeíta situada a unas diez millas al sudoeste de Liverpool. En los primeros años de la década del 70 ejercía allí su profesión un médico que se llamaba Aloysius Lana. Nada se sabía en la región ni de su vida pasada ni de los motivos que le habían llevado a establecerse en aquel villorrio del Lancashire. Dos cosas únicamente se sabían con certeza acerca de él: una, que había conseguido con brillantes exámenes su titulo en Glasgow; la otra, que descendía indudablemente de alguna familia de los trópicos y que era de un color moreno tan oscuro, que daba pie a sospechar que había en su ascendencia sangre de hindúes. Sin embargo, los rasgos faciales suyos predominantes eran europeos, y su porte y su cortesía solemne parecían indicar procedencia española. Su piel morena, sus cabellos de un negro lustroso y los ojos negros y brillantes, sombreados por unas cejas tupidas, formaban fuerte contraste con los campesinos ingleses de pelo rubio o castaño, por lo que pronto se conoció al recién llegado por el apodo de El médico moreno de Bishop’s Crossing. Ese apodo tenía en un principio un tono peyorativo y de comicidad, pero al correr de los años llegó a ser un titulo de honor conocido en toda la región, porque había traspasado los estrechos límites de la aldea.
Si. El recen llegado demostró que era un hábil cirujano y un consumado médico. La clientela de distrito había estado hasta entonces en manos de Edward Rowe, hijo de Sir William Rowe, la lumbrera médica de Liverpool. El hijo no había heredado el talento del padre y el doctor Lana le desplazó rápidamente, contribuyendo a ello su aspecto y sus maneras. Tan rápido como su triunfo profesional fue el que obtuvo en el en el terreno social. Una notable intervención quirúrgica llevada a cabo en la persona del honorable James Lowry, hijo segundo de Lord Belton, le sirvió de introducción entre las familias distinguidas del condado, ganándose las simpatías por su conversación y por la elegancia de sus maneras. La falta de antecedentes y de parientes constituye a veces una ventaja, más que un inconveniente, para abrirse camino en sociedad y al agraciado doctor le basto como recomendación su propia distinguida personalidad.
Un solo defecto le encontraban sus enfermas y enfermos. Uno solo. Parecía resuelto a permanecer soltero. Eso resultaba tanto más notable cuanto que la casa en que vivía era muy espaciosa y porque no era un secreto que sus éxitos profesionales le habían permitido ahorrar una suma importante de dinero. Las casamenteras de la región se entretuvieron al principio en combinar su apellido con una u otra de las jóvenes casaderas; pero conforme fueron pasando los años sin que el doctor Lana rompiese su soltería, empezaron todos a pensar, que por una u otra razón, ya no se casaría. Hubo quienes llegaron incluso a afirmar que estaba ya casado y que el haberse recluido en Bishop’s Crossing obedecido a su propósito de huir de las consecuencias de un casamiento prematuro y equivocado. Y de pronto, cuando ya las casamenteras se habían dado por vencidas, se hizo público el anunció de que se casaba con Miss Frances Morton, de Leigh Hall.
Miss Morton era una joven muy conocida en la región, porque su padre, James Haldane Morton, había sido el terrateniente dueño de las tierras de Bishop’s Crossing. Pero los padres de la joven habían fallecido y esta vivía con su único hermano Arthur Morton, que era quien había heredado las tierras. Miss Morton era una mujer de estatura elevada y porte majestuoso, célebre por su genio rápido e impetuoso y por la energía de su carácter. Conoció al doctor Lana en un garden-party y surgió entre ellos una amistad que maduró rápidamente hasta convertirse en amor. No era posible imaginar un afecto reciproco mayor. Había alguna discrepancia en sus edades, porque él había cumplido los treinta y siete, y ella tenía solo veinticuatro, pero, salvo este detalle, ningún reparo se podía poner a aquella boda. Se anunció el compromiso en el mes de febrero y la boda tendría lugar en el mes de agosto.
El doctor Lana recibió el día 3 de junio una carta que procedía del extranjero. En una aldea pequeña, el cartero está en situación de ser el amo de las habladurías, Mister Bankley, encargado de Correos Bishop’s Crossing, estaba en posesión de muchos de los secretos de sus convecinos. Lo que en esta carta de que hablamos le llamó la atención fueron lo raro del sobre, el hecho de que la letra era de hombre, el punto de procedencia (Buenos Aires) y el sello de la República Argentina. No recordaba que el doctor Lana hubiese recibido ninguna otra carta del extranjero y por esa razón se fijó en ella de una manera especial antes de entregarla al repartidor. Éste la entregó en el reparto de la tarde del mismo día.
A la mañana siguiente, es decir, el 4 de junio, el doctor Lana fue a visitara Miss Morton, con la que celebro una larga entrevista, observándose que al salir de ella lo hizo presa de una gran agitación. Miss Morton no salió en todo el día de su cuarto y su doncella la encontró varias veces llorando. Antes de una semana era un secreto a voces en toda la aldea que el compromiso matrimonial había quedado roto y que el doctor Lana se había portado de una manera vergonzosa con la joven, hasta el punto de que el hermano de esta, Arthur Morton, hablaba de cruzarle la cara a latigazos. En que punto concreto estribaba esa conducta vergonzosa del doctor era cosa que ignoraba la gente, porque cada cual hacia su propia hipótesis; pero todos se fijaban, y ese hecho era un síntoma evidente de la conciencia culpable, en que el doctor era capaz de dar rodeos de muchas millas para no pasar por delante de las ventanas de Leigh Hall y que no acudía a los servicios religiosos de los domingos en la mañana en los que se habría tropezado con la joven. Apareció también en el Lancer un anunció ofreciendo el traspaso de una clientela médica, aunque sin dar el nombre del lugar en que ésta se hallaba situada; pero se supuso por algunos que se trataba de Bishop’s Crossing y que ello significaba que el doctor Lana se retiraba del escenario de sus éxitos. Así estaban las cosas, cuando la tarde del lunes 21 de junio ocurrió un hecho nuevo que convirtió lo que había sido un simple escándalo de aldea en una tragedia que llamó la atención de todo el país. Habrá que entrar en algunos detalles para que los hechos de aquella tarde adquieran un valor de relieve.
Los únicos ocupantes de l casa en que vivía el doctor eran su ama de llaves, una mujer anciana y sumamente respetable llamada Marta Woods, y una sirvienta joven, Mary Piling. El cochero y el empleado de la consulta dormían fuera. El doctor solía permanecer por las noches en su despacho, contiguo al quirófano y situado en la parte de la casa más alejada de la servidumbre. Esa parte de la casa tenía puerta independiente para mayor comodidad de los enfermos, de modo que el doctor podía recibir visitas sin que se enterase nadie. En realidad, era cosa corriente que, cuando algún enfermo llegaba a horas avanzadas, le abría la puerta el doctor mismo para que pasase el quirófano, porque tanto la doncella como el ama de llaves solían retirarse a una hora muy temprana.
La noche de que hablamos, Marta Woods entró en el despacho del doctor a las nueve y media y le encontró escribiendo en su mesa de trabajo. El ama de llaves le do las buenas noches, envió luego a la doncella a dormir y anduvo por su parte atareada en menesteres propios de la casa hasta las once menos cuarto. Daban los once en el reloj del vestíbulo cuando ella se dirigió a su habitación. Llevaba en esta algo así como un cuarto de hora o veinte minutos cuando oyó un grito o una voz de llamada que parecía proceder de interior de la casa. Esperó algún tiempo, pero el grito no volvió a repetirse. Muy alarmada, porque aquella voz había sido lanzada con gran fuerza y apremio, se puso la bata y corrió lo más rápido que le permitieron sus piernas hacia el despacho del doctor. Dio unos golpes en la puerta y le contestó desde adentro una voz:
-¿Quién es?
-Soy yo, señor; la señora Woods.
-Le ruego que no que no me moleste. ¡Retírese inmediatamente a su habitación!-le contestó una voz que, según ella le pareció, era la de su amo. Pero el tono fue tan brutal y tan desacostumbrado, dadas las maneras de doctor que el ama de llaves se sintió sorprendida y lastimada.
-Señor, es que me pareció que había llamado usted -dijo ella a modo de explicación, pero no recibió respuesta alguna.
La señora Woods se fijó, cuando volvía a su cuarto en la hora que marcaba el reloj. Eran las once y media.
Entre las once y las doce (el ama de llaves no podía concretar la hora exacta) acudió una cliente a la consulta del doctor, pero no tuvo repuesta alguna a sus llamadas. La tardía visitante era la señora Madding, esposa del tendero de ultramarinos de la aldea, porque su marido estaba gravemente enfermo de fiebres tifoideas y el doctor Lana le había recomendado que fuese a verle a última hora y le comunicase el estado en que se encontraba el enfermo. Esa señora vio luz en el despacho, pero como nadie respondía a las llamadas que hizo en la puerta del consultorio, llegó a la conclusión de que el doctor había tenido que salir para realizar alguna visita fuera de casa y en vista de ello se marchó.
Desde la casa del doctor hasta la puerta del jardín hay un camino de coches que en su breve trayecto dibuja una curva. Al extremo del mismo hay una farola. Cuando la señora Madding salía a la carretera, vio que por la parte reservada a los peatones venía un hombre. Creyendo que sería el doctor Lana, que regresaba de alguna visita profesional, la mujer quedo sorprendida al ver que se trataba de Mister Arthur Morton, el joven terrateniente. A la luz de la farola pudo ver que se encontraba muy excitado y que llevaba en la mano un pesado látigo de caza. En el momento en que el joven se metía por la perta exterior de la casa, la mujer le dirigió la palabra diciéndole:
-El doctor no está en casa, señor.
-¿Cómo lo sabe usted? -dijo el joven con voz áspera.
-He llamado a la puerta del consultorio, señor.
-Pues yo veo luz -dijo el joven Morton mirando hacia la casa -¿No es ese su despacho?
-Si, señor, pero estoy segura de que ha salido.-Bien, pues ya volverá -dijo el joven Morton y siguió adelante por el camino que conducía a la casa, mientras la señora Madding seguía en dirección a la suya.
El marido de esta señora sufrió a las tres de la mañana una brusca recaída y, alarmada la mujer a la vista de los síntomas, decidió marchar inmediatamente en busca del médico. Al entrar por la puerta exterior quedó sorprendida viendo que una persona parecía estar oculta entre los arbustos de laurel. Era, sin duda, un hombre y ella creía honradamente que se trataba de Mister Arthur Morton. Absorta con sus propias preocupaciones, no prestó atención especial a este detalle y avanzó a todo prisa para cumplir con su cometido.
Cuando llegó a la casa, descubrió con sorpresa que seguía habiendo luz en el despacho, en vista de lo cuál llamó a la puerta del consultorio. Nadie le contestó. Repitió varias veces la llamada sin que surtiese efecto alguno. Le pareció cosa extraña que el doctor se hubiese ido a la cama o que hubiese salido de casa dejando encendida una luz tan brillante y se le ocurrió que quizás se habría quedado dormido en su silla. En vista de eso, dio algunos golpes en la ventana del despacho, pero sin obtener ningún resultado. Pero entonces se fijó en que entre la cortina y la armazón de la ventana quedaba un pequeño espacio al descubierto y miró por el mismo hacia el interior.
La pequeña habitación estaba fuertemente iluminada por una gran lámpara colocada en la mesa del centro, que era un revoltijo de libros y de instrumentos. Pero no vio a nadie ni observo nada de particular, fuera de que en la sombra que la mesa proyectaba sobre el lado interior se veía tirado en la alfombra un manoseado guante blanco. Y de pronto cuando sus ojos se acostumbraron a aquella luz, vio que al otro extremo de la sombra de la mesa surgía una bota y comprobó con un escalofrío de espanto que lo que a ella le había parecido al principio un guante era en realidad la mano de un hombre que estaba caído en el suelo. Convencida de que había ocurrido alguna cosa terrible, llamo a la campanilla de la puerta delantera, hizo levantar a la señora Woods y ambas mujeres entraron en el despacho, enviando previamente a doncella a que avisase en el puesto de policía.
A un lado de la mesa, lejos de la ventan se encontraba el doctor Lana caído de espaldas y muerto. Saltaba a la vista que había sido victima de violencias, porque tenía amoratado un ojo y se observaban magulladuras en la cara y en el cuello. Un ligero engrosamiento e hinchazón en sus facciones parecía sugerir la idea de que había muerto estrangulado. Iba vestido con sus ropas profesionales de siempre, pero con calzado de paño, cuyas suelas estaban absolutamente limpias. Por toda la alfombra, de un modo especial en el lado correspondiente a la puerta, se veían huellas de botas sucias, que habían sido dejadas por el asesino, según era de suponer. Era evidente que alguien había entrado por la puerta del consultorio, había matado al médico y se había fugado sin que nadie le viese. El agresor era un hombre a juzgar por el tamaño de las huellas de los pies y por la índole de las heridas. Pero, fuera de esos detalles, le resulto tarea difícil a la policía seguir adelante.
No se observaban señales de robo en incluso el reloj de oro del médico estaba e el bolsillo correspondiente. La pesada caja de caudales que había en la habitación se hallaba cerrada, pero vacía. La señora Woods manifestó su impresión de que el médico guardaba habitualmente en esa caja una suma elevada, pero ese mismo día tuvo que pagar una importante factura de maíz en dinero constante y se supuso que el hecho de estar vacía era debido a ese pago y no a la intervención de un ladrón. Una sola cosa se echo de menos en el cuarto, pero era de un detalle elocuente. El retrato de Miss Morton, que estuvo siempre encima de una mesita, había sido quitado del marco y había desaparecido. La señora Woods lo había visto allí aquella misma noche, cundo sirvió a su señor, y ahora ya no estaba allí. Por otra parte, se recogió del suelo un parche de ojo, verde, que el ama de llaves no recordaba haber visto jamás su señor. Pero, no obstante, quizás lo tenía sin que ella lo hubiese observado y no había indicio alguno de que tuviese relación con el crimen.
Las sospechas sólo podían encauzarse en una dirección y se procedió inmediatamente a detener al joven terrateniente, Arthur Morton. Las pruebas en contra suya eran indirectas, pero suficientes para condenarle. Quería mucho a su hermana y quedo demostrado que, con posterioridad a la ruptura del compromiso matrimonial entre ella y el doctor Lana, se había expresado en los términos más vengativos al hablar de este último. Estaba también demostrado que, a una hora no fijada con exactitud, pero alrededor de las once, había entrado por la puerta exterior de la casa, camino del consultorio, armado con un látigo de caza. Según la hipótesis de la policía, fue en ese momento cuando se metió en el despacho del médico, quien, al verlo dejó escapar una exclamación de miedo o de ira en voz alta que pudo llamar la atención de la señora Woods. Para cuando ésta acudió, ya el médico había tomado la resolución de discutir con su visitante y por eso despidió a su ama de llaves, ordenándole que se retirarse a su habitación. La discusión fue larga, se fue acalorando más y más y termino en lucha a brazo partido, perdiendo en ella la vida el doctor. La autopsia del cadáver permitió comprobar que el doctor padecía una grave enfermedad cardiaca -una enfermedad que durante su vida nadie había advertido-, siendo posible, por esto, que unas heridas que en un hombre sano no habrían sido mortales le hubiesen producido a él la muerte. Hecho eso, según la hipótesis policíaca, Arthur Morton recogió la fotografía de su hermana y se dirigió hacia su casa, escondiéndose entre los arbustos de laurel para no tropezarse en la puerta exterior a la señora Madding. Esa hipótesis sirvió de base para la acusación y ésta se presentaba con una fuerza imponente.
Pero también la defensa podía aducir argumentos poderosos. Montonera un joven arrebatado e impetuoso, al igual que su hermana, pero gozaba del respeto y la simpatía de todo el mundo, y su carácter franco y honrado parecían indicar que era incapaz de un crimen semejante. La explicación que el mismo dio fue que deseaba ardientemente tener un cambio de impresiones con el doctor Lana para tratar unos asuntos urgentes de familia (ni siquiera mencionó en nombre de su hermana en todo el curso del proceso). No trató de negar que ese cambio de impresiones hubiera resultado probablemente de índole desagradable. Una cliente del médico le dijo que éste había salido y por esa razón estuvo esperando su regreso hasta cerca de las tres de la madrugada, pero viendo que a esa hora no había regresado, renunció a sus propósitos y volvió a su casa. En cuanto a la muerte del doctor, sabía acerca de ella ten poca cosa como el mismo guardia de orden público que le detuvo. Con anterioridad a esa época había sido amigo íntimo del muerto, pero determinadas circunstancias, de las que prefería no hablar, habían producido un cambio en esos sentimientos.
Eran varios los hechos que contribuían a establecer su inocencia. El doctor Lana vivía aun a las once y media de la noche y se encontraba dentro de su estudio. La señora Woods estaba dispuesta a asegurar bajo juramento que ella había oído so voz a aquella hora. Los amigos del acusado sostenían que probablemente el doctor Lana no se encontraba solo en ese instante. Parecían darlo a entender el grito que atrajo primeramente la atención del ama de llaves y la forma brusca, desacostumbrada en él, con que su amo le ordenó que le dejase en paz. Si eso era cierto, todo indicaba como probable que el doctor encontró la muerte entre el instante en que el ama de llaves oyó su voz y el momento en que la señora Madding llamó por primera vez, sin que nadie le contestase. Pero si era ésa la hora en que el doctor había muerto, resulta imposible que Mister Arthur Morton fuese culpable, porque esta última señora le encontró con posterioridad a ese momento, cuando ella salía y el joven terrateniente llegaba a la puerta posterior.
Pero si esta última hipótesis era correcta y el doctor Lana estaba acompañado de otra persona antes que la señora Madding tropezase con Mister Arthur Morton ¿quién era esa otra persona y qué motivos tenía para querer mal al médico? Todo el mundo reconocía que, si los amigos del acusado conseguían hacer luz en este punto, tendrían adelantado muchísimo para probar su inocencia. Pero entre tanto podía muy bien decir la gente -y lo decía- que faltaba toda clase de prueba para demostrar que había estado allí alguien, fuera del joven terrateniente; pero, por otro lado, existían abundantes de que los móviles que a este último le llevaban eran de índole siniestra. Bien pudiera ser que, en el momento en que la señora Madding llamó a la puerta del consultorio, el médico se hubiese retirado a su habitación y también pudiera ser, como esa señora lo creyó en aquel momento, que el doctor hubiese salido y que hubiese regresado más tarde, encontrándose a Mister Arthur Morton esperándole. Algunos de los partidarios del acusado hacían hincapié en el hecho de que no se pudo descubrir en poder de éste el retrato de su hermana, que había desaparecido de su marco en el cuarto del doctor. Sin embargo, este argumento pesaba poco, porque Mister Arthur Morton había dispuesto de tiempo sobrado para quemarlo o romperlo. Sólo existía en el caso otra prueba de índole positiva: las pisadas fangosas que se descubrieron en el suelo, pero estaban tan borrosas, debido a lo esponjosa de la alfombra, que el resultaba imposible llegar por ellas a ninguna conclusión digan de crédito. Todo lo más que podía decirse era que el aspecto general de las mismas no contradecía la hipótesis de que eran obra de los pies del acusado, cuyas botas, según pudo demostrarse, estaban también llenas de fango aquella noche. Por la tarde había caído un fuerte chaparon y era probable que estuviesen en ese estado las botas del todos cuantos caminaron por la calle.
Tal es la exposición descarnada de la serie extraña y romántica de hechos sobres los que se enfocó la atención del público en esa tragedia de Lancashire. El hecho de desconocerse la ascendencia del médico, lo raro y distinguido de su personalidad, la posición que ocupaba el hombre acusado de asesinato y la intriga amorosa que había precedido al crimen contribuían, al sumarse una cosa con otra, a convertir el asunto en uno de esos dramas que absorben la atención de todo el país. Discutíase el caso del médico moreno de Bishop’s Crossing por los tres países del Reino Unido y se exponían numerosas hipótesis para explicarlo. Sin embargo, puede afirmarse, sin miedo a error, que no había, entre todas esas hipótesis, ninguna que preparase al público para la extraordinaria secuencia de hechos que levantó una emoción tan grande desde el primer día de la vista de la causa, llevándola a su punto culminante el segundo día de la misma. Tengo delante de mi, en el momento de escribir estas líneas, los largos recortes del Lancaster Weekly e los que se relata, pero no tengo más remedio que limitarme a presentar un sinopsis del mismo hasta el momento en que, durante la tarde del primer día de la vista, la declaración de Miss Frances Morton arrojó sobre el caso una luz extraordinaria.
El fiscal, Mister Porlock Carr, había expuesto sus razonamientos con la habilidad en él habitual y, a medida que avanzaban las horas, iba resultando más y más evidente que el defensor, Mister Humphrey, tenía por delante una difícil. Comparecieron varios testigos que declararon bajo juramento haber oído al joven terrateniente expresarse en los términos más arrebatados acerca del doctor, manifestando de manera apasionada la indignación que le había producido la mala conducta -así la calificaba- de aquel para con su hermana. La señora Madding repitió sus declaraciones acerca de la visita que el acusado había hecho al muerto a una hora avanzada de aquella noche, las declaraciones de otro testigo demostraron que el acusado estaba al corriente de la costumbre que tenía el médico de velar a solas en la parte aislada de la casa, habiendo por esa razón elegido Mister Morton aquella hora tardía para hacer su vista, porque entonces tendría al médico a merced suya. Un criado del terrateniente se vio obligado a confesar que había oído el regreso de su amo hacia las tres de la mañana, corroborando con ella la declaración de la señora Madding de que lo había visto entre los arbustos de laurel próximos a la puerta exterior cuando ella hizo su segunda visita. Las botas fangosas y una supuesta semejanza con las pisadas descubiertas en el cuarto fueron también un detalle en el que se hizo hincapié. Cuando el fiscal hubo dado fin a la acusación y presentación de sus testigos, todos sacaron la convicción de que, por muy indirectas que fuesen las pruebas, no por eso dejaban de ser completas y convincentes, hasta el punto de que podía darse por perdido al acusado, a menos que la defensa adujese hechos completamente inesperados.
Eran las tres de la tarde cuando el fiscal dio por terminada su tarea. A las cuatro y media, cuando el juez levantó la sesión, el asunto había tomado un giró nuevo e inesperado.
Extracto del incidente, o una parte del mismo, del periódico que he mencionado ya, pasando por alto las observaciones preliminares del defensor:
Cuando la defensa presentó a su primer testigo, y éste resultó ser Miss Frances Morton, hermana del acusado, se produjo entre la concurrencia una profunda sensación. Mis lectores recordarán que esta señorita estaba comprometida para casarse con el doctor Lana y que la opinión general era la indignación del acusado por el súbito rompimiento del compromiso había sido lo que le arrastró a perpetrar el crimen. Sin embargo, para nada se había mencionado ni complicado en el caso a Miss Morton, ni durante la investigación ni durante la preparación del proceso, por lo que su comparecencia como testigo principal de la defensa produjo sorpresa entre le público.
Miss Frances Morton, joven, alta, esbelta, de cabellos negros, hizo su declaración en voz baja, pero bien clara. Era evidente, sin embargo, que estaba dominada por una gran emoción. Hizo referencia a su compromiso matrimonial con el médico; aludió brevemente a su rompimiento que, según aseguro, fue debido a razones de índole personal relacionadas con la familia de aquel y sorprendió al tribunal afirmando que siempre la había parecido el resentimiento de su hermano alto de razón e intemperante. Contestando a una pregunta directa del defensor, afirmó que ella no se creía victima de ningún agravio y que, en su opinión, la manera de conducirse del doctor Lana había sido completamente honrosa. Su hermano, movido de un conocimiento incompleto de la realidad, había sido de otra opinión y ella no tenía más remedio que reconocer que, a pesar de las súplicas suyas, había proferido amenazas de recurrir a la violencia personal contra el doctor y que la noche de la tragedia anunció que tenía el propósito de arreglar cuentas con él. Ella hizo cuanto estuvo en su mano para que adoptase una actitud más razonable, pero su hermano era muy terco cuando se dejaba llevar de sus sentimientos o de sus perjuicios.
Las declaraciones de la joven parecieron, hasta ese momento, perjudicar más bien que favorecer al acusado. Sin embargo, el defensor pasó a plantearle algunas preguntas que arrojaron sobre el caso una luz muy distinta, poniendo al descubierto una maniobra inesperada de la defensa.
Mr. Humphrey: -¿Le cree usted a su hermano culpable de este crimen
El Juez: -No puedo permitir esa pregunta, Mister Humphrey. Estamos aquí para tratar de hechos, no de opiniones.
Mr. Humphrey:-¿Sabe usted que su hermano no es culpable de la muerte del doctor Lana?
Miss Morton:-Si, sé que no es culpable.
Mr. Humphrey:¿Cómo lo sabe usted?
Miss Morton: Porque el doctor Lana no ha muerto.
Se produjo en la sala un largo murmullo de emoción, que interrumpió el interrogatorio de la testigo.
Mr. Humphrey: -¿Y cómo sabe usted, Mis Morton, que el doctor Lana no ha muerto?
Miss Morton: -Porque he recibido una carta suya posterior a la fecha de su supuesta muerte.
Mr. Humphrey: -¿Tiene usted esa carta?
Miss Morton:-Si, pero preferiría no enseñarla.
Mr. Humphrey:-¿Tiene usted el sobre?
Miss Morton:-Si, lo tengo aquí.
Mr. Humphrey:-¿Que sello de procedencia tiene?
Miss Morton:-De Liverpool
Mr. Humphrey:-¿Y qué fecha?
Miss Morton:-Veintidós de junio.
Mr. Humphrey:-Es decir, un día después del de la supuesta muerte. ¿Está usted dispuesta a declarar bajo juramento que es la letra del doctor?
Miss Morton:- Sin duda alguna.
Mr. Humphrey:-Dispongo de otros seis testigos que declararán que esta carta está escrita de puño y letra del doctor Lana, señor Juez.
El Juez: -En ese caso, tendrá usted que presentarlos mañana.
Mr. Porlock Carr (fiscal) -Pues entre tanto, señor, pedimos que se nos entregue ese documento, a fin de que los peritos puedan emitir dictamen y poner en claro que se trata de una imitación de la letra del caballero que seguimos afirmando esta muerto. No necesito hacer resaltar que esta hipótesis, que de manera tan inesperada se nos presenta, pudiera muy bien ser un recurso muy transparente adoptado por los amigos del hombre que está en el banquillo para desviar el curso de este proceso. Quiero llamar la atención acerca del hecho de que esta señorita, según su propio relato, ha estado en posesión de esta carta durante todo el tiempo transcurrido en la investigación judicial y los trámites del tribunal de policía. Ahora pretende hacernos creer que ella dejó que esos trámites siguiesen adelante, a pesar de que tenía en el bolsillo una prueba que habría bastado para que terminasen.
Mr. Humphrey:-¿Puede dar usted una explicación a esa conducta Miss Morton?
Miss Morton:-El doctor lana deseaba que nadie conociese su secreto.
Mr. Porlock Carr:- ¿Y porque entonces lo acaba de dar usted a la publicidad?
Miss Morton: -Para salvar a mi hermano.
Estalló en la sala un murmullo de simpatía, que el juez cortó en el acto.
El Juez:-Admitiendo esa línea de la defensa, corresponde a usted Mister Humphrey, hacer luz sobre quién es el hombre en cuyo cadáver han reconocido al doctor Lana tantos de sus amigos y enfermos.
Un Jurado:-¿Ha habido alguna que haya manifestado dudas a ese respecto?
Mr. Porlock Carr:-Ninguno, que yo sepa.
Mr Humphrey:- Confiamos en poner en claro el asunto.
El Juez: Pues, entonces, se suspende la vista hasta mañana.
Este nuevo giro tomado por el proceso despertó el máximo interés entre el público en general. Los periodistas no pudieron hacer ningún comentario, porque la causa estaba todavía indecisa, pero en todas partes se preguntaban hasta qué punto podía ser verdadera la declaración de Miss Morton y si no se trataba simplemente de un astuto ardid para salvar a su hermano. Presentábase ahora la evidente alternativa de que, si él doctor desaparecido no estaba muerto, por una extraordinaria casualidad, debía entonces hacérsele responsable de la muerte de aquel desconocido cuyo cadáver se encontró en su despacho y que tenía con él un parecido tan completo. Quizás la carta que Miss Morton rehusaba entregar contenía la confesión del crimen, por lo que se encontraba en la terrible situación de tener que sacrificar a su antiguo enamorado si quería salvar a su hermano de la horca. Al día siguiente por la mañana, la sala del tribunal se vio concurrida de público hasta desbordar y corrió por la concurrencia un murmullo de emoción cuando vieron que Mister Humphrey entraba muy excitado, hasta el punto de que ni sus nervios, bien entrenados, eran capaces de ocultar su estado de ánimo cuando cambió impresiones con el fiscal. Se cruzaron entre uno y otro, algunas frases precipitadas, que dejaron en la cara de Mister Porlock Carr una expresión de asombro. Acto seguido, el defensor, dirigiéndose al juez, anunció que, con el consentimiento del señor fiscal, no volvería a citarse a la joven que había declarado el día anterior.
El Juez:- Por lo que veo, Mister Humphrey, deja usted el asunto en una situación muy poco satisfactoria.
Mr. Humphrey: -Señor, quizás el testigo que voy a citar contribuya a ponerla en claro.
El Juez:- Pues, entonces, nombre a ese testigo.
Mr. Humphrey:- Presento como testigo al doctor Aloysius Lana.
El abogado defensor pronunció durante su carrera muchas frases elocuentes, pero con seguridad que jamás logró producir tan profunda sensación como con ésta de ahora, que era tan breve. Todo el mundo en la sala se quedó asombrado y atónito cuando compareció ante sus ojos, en el tablado de los testigos, el hombre mismo cuya muerte venía siendo objeto de tanta discusión. Los asistentes que le habían conocido en Bishop’s Crossing le vieron ahora, enjuto y severo, con una expresión profundamente preocupada en sus facciones. Pero, no obstante su porte melancólico y su abatimiento, muy pocos de los allí presentes habrían podido decir que conocían a algún hombre de aspecto más distinguido. Saludando al juez con una inclinación, le preguntó si se le permitía hacer una declaración; al contestarle el juez que todo cuanto dijese podría servir de acusación contra él, volvió a inclinarse y prosiguió.
-Mi propósito es no callarme nada y manifestar con absoluta franqueza todo cuanto ocurrió la noche del veintiuno de junio. Si yo hubiese sabido que estaba padeciendo un inocente y que tan grandes preocupaciones había acarreado yo a quienes mayor amor profesaba en el mundo, hace mucho tiempo que me habría presentado; pero hubo diversas razones que impidieron que llegasen esas cosas a conocimiento mío. Que un hombre desdichado se esfumase del mundo en el que había vivido, pero no preví que mis actos afectasen a otras personas. Permítaseme, pues, reparar lo mejor que pueda el daño que ha causado. Todo aquel que esté familiarizado con la historia de la Republica Argentina conoce muy bien el apellido Lana. Mi padre, cuya genealogía enlaza con l más noble sangre de la vieja España, ocupó los cargos más elevados del Estado y habría sido elegido presidente si no hubiera sucumbido en las revueltas de San Juan. Mi hermano gemelo, Ernesto, y yo habríamos tenido por delante un magnífico porvenir, de no mediar pérdidas financieras que nos obligaron a ganarnos la subsistencia. Pido disculpas, señor, si juzgan sin importancia estos detalles, pero son precisos como introducción de lo que voy a decir a continuación. He dicho ya que tenía un hermano gemelo llamado Ernesto, de tan gran parecido conmigo que, cuando estábamos juntos, nuestros conocidos no conseguían diferenciarnos. Éramos idénticos hasta en los menores detalles. El parecido fue haciéndose menos marcado a medida que tuvimos más años, porque ya entonces la expresión de nuestras facciones no era la misma, pero las diferencias seguían siendo muy ligeras cuando dormíamos. No parece bien que me detenga en hablar demasiado de un hombre ya difunto, tanto más cuanto se trata de mi único hermano; pero quienes le conocieron pueden dar informes acerca de su carácter. Yo me limitaré a decir, porque no tengo más remedio que decirlo, que durante mi primera juventud llegué a concebir horror hacia mi hermano y que ese aborrecimiento que le tomé estaba bien fundado. Mi buen nombre sufrió las consecuencias de la conducta de mi hermano, porque nuestro gran parecido hizo que se me atribuyesen muchos de sus actos. Ocurrió de pronto que, en un asunto sumamente deshonroso, trató mi hermano de arrojar sobre mi todo el odio que se despertó con dicho motivo, y yo entonces no tuve más remedio que abandonar para siempre la Argentina y tratar de abrirme camino en Europa. Verme libre de su odiosa presencia me compensó con creces de mi destierro voluntario de la patria. Disponía de dinero suficiente para costearme los estudios de medicina en Glasgow y, por último, abrí mi consultorio en Bishop’s Crossing, firmemente convencido de que jamás volvería a oír hablar de mi hermano en este lejano villorrio de Lancashire. Mis esperanzas se cumplieron durante año, pero al fin mi hermano averiguó donde estaba yo. Algún viajero de Liverpool, que se encontraba en Argentina, le puso sobre mi pista. Mi hermano estaba sin blanca y resolvió trasladarse a Inglaterra para obligarme repartir con él mi dinero. Sabiendo el aborrecimiento que me inspiraba, juzgó, y estuvo en lo cierto, que yo le daría dinero a condición de que se marchase. Recibí carta suya anunciándome que llegaba. Aquello coincidía con una crisis en mi vida y su llegada podría verosímilmente acarrear disgustos, e incluso la vergüenza, sobre una persona a la que ya estaba obligado a poner a salvo de cualquier tentativa de esa clase. Tomé ciertas medidas para estar segura de que cualquier daño que se produjese me alcanzaría únicamente a mí y eso fue lo que me obligó a actuar en la forma que tan duramente ha sido juzgada -y al decir esto, se volvió hacia el acusado-. Yo no tuve otro propósito que el de poner a cubierto de todo posible escándalo o deshonor a las personas que me eran queridas. Decir que la presencia de mi hermano acarrearía el escándalo y el deshonor no era sino afirmar que ocurriría lo que ya había ocurrido. Mi hermano llegó en persona cierta noche, no mucho después de que ya recibiera su carta. Me encontraba en mi despacho, después de haberse acostado la servidumbre, cuando escuché ruido de pasos en la gravilla del camino del jardín y un instante después vi su cara que me estaba observando por la ventana. Iba rasurado, lo mismo que yo, y el parecido entre nosotros seguía siendo tan grande que yo pensé por un momento que estaba viendo mi imagen reflejada en el cristal. Fuera de que tenía sobre una ceja un parche oscuro, nuestras facciones eran absolutamente idénticas. Me sonrió con la misma expresión burlona que tenía desde que era niño y yo comprendí que seguía siendo el mismo que me obligó a abandonar mi país natal, deshonrando un apellido que siempre estuvo rodeado de respeto. Me dirigí a la puerta y le hice pasar, serían las diez de la noche. Cuando le pude ver a la luz de la lámpara, comprendí en el acto que habían llegado días muy malos para mi hermano. Vino a pie desde Liverpool y se encontraba fatigado y enfermo. La expresión de su cara me produjo dolorosa sorpresa. Mis conocimientos médicos me hicieron comprender que padecía alguna grave enfermedad interna. Venía también bebido y tenía la cara con magulladuras a consecuencia de alguna pelea con marineros. El parche se lo había colocado para ocultar la lastimadura del ojo y se lo quitó el entrar en la habitación. Vestía chaqueta de marinero y camisa de franela, llevando el calzado completamente roto. Pero su pobreza no había hacho sino esperar más aun su odio vengativo contra mi. Ese odio se había convertido en monomanía. Me dijo que, mientras él se moría de hambre en Sudamérica, ya había estado nadando en dinero en Inglaterra. Imposible repetirles a ustedes las amenazas y los insultos que salieron de su boca contra mi. Tengo la impresión se que la penuria y la mala vida habían trastornado su razón. Se paseó por el despacho como fiera enjaulada, exigiendo bebida y dinero, recurriendo a las expresiones más soeces. Yo soy hombre de temperamento arrebatado, pero doy gracias a Dios de poder afirmar que permanecí dueño de mi mismo y que en ningún momento alcé la mano contra él. Mi serenidad sólo consiguió aumentar su irritación. Lanzando maldiciones y fuera de si me amenazó con los puños, cuando de pronto sus facciones se contorsionaron de una manera horrible, se apretó el pecho con las manos y lanzando un grito agudo cayó redondo a mis pies. Le levanté del suelo y le tendí en el sofá, pero no contestó a mis exclamaciones y la mano que yo tenía entre las mías estaba ría y pegajosa. Había muerto de un ataque al corazón. Su propio arrebato le mató. Permanecí largo rato inmóvil y como si estuviera sufriendo una pesadilla, con la mirada fija en el cadáver de mi hermano. Volví en mí cuando la señora Woods, a la que había despertado el grito del moribundo, llamó a la puerta del despacho le contesté que se retirase a dormir. Poco después llamó algún cliente a la puerta del consultorio, pero como no contesté, se marchó otra vez. Lenta y gradualmente fue tomando horma en mi cerebro un proyecto, de la manera espontánea como suelen formarse. Cuando volví a ponerme de pie estaba ya decidido mi comportamiento futuro, sin que yo hubiese tenido conciencia alguna de aquel proceso mental. Fue el instinto el que me empujó de manera irresistible a seguir una línea de conducta. Bishop’s Crossing me resultaba ya odioso, desde que mis asuntos personales habían tomado el giro que he explicado hace un momento. Mi plan de vida se había desbaratado y, en lugar de simpatía, como yo esperaba, había sido objeto de juicios precipitados y de trato poco amable. Es cierto que había desaparecido del panorama de mi vida cualquier peligro de escándalo por causa de mi hermano; sin embargo, el pasado era para mi una llaga dolorosa y tenía el convencimiento de que las cosas no podían volver a su antiguo cause. Quizá mi sensibilidad estaba exacerbada en exceso y quizá fui yo injusto en mi falta de tolerancia con otras personas, peor lo cierto es que me hallaba poseído de esa clase de sentimientos .no podía sino acoger con agrado cualquier posibilidad que iba a permitirme romper completamente con el pasado. Allí, tendido en el sofá, había un hombre tan parecido a mí, que éramos completamente iguales, salvo un ligero abotargamiento y aspereza en las facciones. Nadie lo había visto entrar y nadie podía echarlo de menos. Tanto él como yo estábamos completamente afeitados y sus cabellos eran más o menos igual de largo que los míos. Si yo cambiaba con él la ropa, encontrarían al doctor Aloysius Lana muerto en su despacho y allí habría acabado la vida de un infeliz y su historia vergonzosa. En mi despacho tenía yo suficiente dinero para empezar a vivir en algún otro país. Marcharía a Liverpool de noche y a pie, sin que nadie reparase en mi; una vez en el gran puerto, no me costaría trabajo encontrar manera de abandonar Inglaterra. Después de fracasadas mis esperanzas, prefería vivir humildemente en donde nadie me conociese, que seguir en Bishop’s Crossing, donde tenía que verme a cada instante cara a cara con las personas que ya deseaba, si era posible, olvidar. Resolví, pues, llevar a cabo esa permuta. Cambié de ropa. No quiero entrar en detalles, porque su recuerdo me resulta tan doloroso como, lo fue su ejecución; el hecho es que antes de una hora yacía mi hermano vestido hasta en los menores detalles con mi ropa, mientras yo me deslizaba subrepticiamente por la puerta del consultorio; siguiendo el sendero de la fachada posterior que cruza por algunos campos, me encaminé de la mejor manera que pude en dirección a Liverpool, ciudad a la que llegué aquella misma noche. Lo único que me llevé de la casa fueron mi dinero y un determinado retrato, pero en mi precipitación me olvidé del parche que mi hermano llevaba encima del ojo. Todo lo demás que a él le pertenecía, me lo apropié. Le doy mi palabra, señor juez, de que no se me ocurrió ni por un instante la idea de que todo el mundo iba a pensar que yo había sido asesinado, ni supuse que nadie sufriría graves perjuicios por efecto de una estratagema con la que ya pretendía iniciar una nueva vida. Fue, por el contrario, el pensamiento de que libraba a otras personas de la carga de mi presencia lo que mayor influencia ejerció en mi alma. Aquel mismo día zarpaba de Liverpool un barco de vela con destina a La Coruña; tomé pasaje en el mismo pensando que el viaje me proporcionaría tiempo para recobrar mi equilibrio moral y para meditar en mi porvenir. Pero me ablandé aún antes de embarcar. Pensé que había en el mundo una persona a la que no tenía derecho a entristecer ni siquiera durante una hora. Por muy duros y agresivos que hubiesen sido conmigo sus parientes, ella llevaría luto por mí en su corazón, porque comprendía y apreciaba los móviles a que había obedecido mi conducta. Si el resto de su familia me censuraba, ella por lo menos no me olvidaría. Por esa razón le envié una carta, exigiéndole secreto, para librarla de un pesar que no merecía. Si ella ha roto el secreto apremiada por los acontecimientos, ya se lo perdono y guardo para ese acto toda mi comprensión. Hasta anoche no regresé a Inglaterra y durante mi ausencia no ha sabido nada de la sensación producida por mi supuesta muerte, ni de la acusación recaída contra Mister Arthur Morton. En la última edición de un periódico de la tarde, leí el relato de la vista de la causa en el día de ayer, por lo que he acudido esta mañana en el más rápido de los expresos, para dar testimonio de la verdad.”
Tal fue la extraordinaria declaración del doctor Aloysius Lana, que sirvió para cerrar súbitamente la vista de la causa. Una investigación posterior corroboró sus afirmaciones, hasta el punto de que se puso en claro incluso el nombre del barco en el que su hermano había llegado desde Sudamérica. El médico de ese barco testificó que durante la travesía Ernesto Lana padeció debilidad de corazón y que los síntomas de la misma hacían prever una muerte como la que había tenido.
El doctor Aloysius Lana regresó a la aldea de la que había desaparecido en forma tan dramática y tuvo lugar una reconciliación completa entre él y el joven terrateniente. Este último reconoció que había estado en un error al juzgar los móviles que habían llevado al doctor Lana a romper su compromiso matrimonial. Una gacetilla que apareció en lugar destacado del Morning Post y que copiamos a continuación nos informa de que tuvo lugar también otra reconciliación:
“El día 19 de septiembre, y en la iglesia parroquial de V el reverendo Stephen Johnson bendijo solemnemente la boda de Aloysius Xavier Lana, hijo de don Alfredo Lana, ministro que fue de Relaciones Exteriores de la República Argentina, con Frances Morton, hija única del difunto James Morton. J. P. de Leigh Hall, Bishop’s Crossing, Lancashire.”


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