sábado, 12 de noviembre de 2011

MI AMIGO PETER - R. Fontanarrosa


Como corresponsal de guerra me ha tocado enfren­tar un sinnúmero de situaciones amargas, duras.
A pesar de la cierta insensibilidad que se va apode­rando de uno debido a la misma naturaleza del tra­bajo cada tanto los acontecimientos nos ponen de cara a trances que nos devuelven el áspero sentido del dolor, el pesar y el espanto mismo.
Pero quizás el que más me puso a prueba, el que más hondo hirió mi fibra humana fue el encuentro que me tocó vivir en el hospital militar de las tropas inglesas, en Sttumberben, aquel verano del 44.
La infantería alemana se había retirado tras las márgenes del río Speer y las campiñas y poblados mostraban los efectos devastadores de la artillería canadiense. Como las aguas de una inundación al retirarse, las tropas especiales del general Haus Obersalberg habían dejado un terreno alfombrado de escombros, hierros retorcidos, restos de vehículos blindados y cápsulas servidas.
El hospital municipal de Sttumberben había quedado milagrosamente en pie, algo ennegrecido por el humo de los incendios, quizás agrietado ante los remezones tremendos de un cañón "Gran Berta" que los nazis habían disparado desde uno de sus pa­sillos.
Hacia allí marché presuroso cuando me dijeron que Peter Whiting había ido a dar con sus huesos, o lo que quedaba de ellos, a una de las camas de cam­paña. Le había estallado una mina bajo sus pies cuan­do se empecinó en patearla creyendo que era una lata de jamón del diablo enterrada por los alemanes antes de huir.
Los nazis llevaban adelante la táctica de "tierra arrasada". "Haremos como el perro del hortelano" había amenazado el general Obersalberg ante la ofensiva aliada. Para su desgracia, los jóvenes solda­dos teutones desconocían, en su mayoría, qué era lo que hacía el perro del hortelano. Por lo tanto la retirada fue un completo desorden de tropas cavando pozos para enterrar huesos, girando sobre sí mismas antes de dormir, o bien, orinando contra los árboles.
Peter Whiting era algo así como un hermano para mí, y me sacudió la noticia de su desgracia. Cuando entré al hospital, hirviente de soldados, enfermeras y camilleros, me preparé para enfrentarme con el horror.
Durante una hora caminé entre larguísimas hile­ras de heridos, hasta que una amable enfermera fran­cesa me indicó la sala donde se hallaba Peter.
—¿Usted lo conoce? —recuerdo que me preguntó. Asentí con la cabeza—. Lo encontrará muy cambia­do— me previno. Yo sentí un nudo en el estómago.
Ya en el tercer piso, una robusta jefa de enferme­ras me condujo hacia la cama de mi amigo. Estaba algo apartada del resto de las otras camas y un par de lienzos blancos, flanqueándola, le daban una cierta privacidad.           
Peter estaba cubierto, a pesar del intenso calor, con una sábana hasta los hombros. Se veían parte de estos y me impresionó la blancura de su carne. La cara no podía verse, totalmente vendada y el crá­neo desaparecía bajo un casco de yeso. Se le aprecia­ba, sí, la oreja derecha, nítida, armónica.
No obstante resultarme familiar esa oreja, no pude menos que consultar con la mirada a la caba. Esta afirmó entrecerrando los ojos.
Las primeras palabras que cruzamos con Peter fueron casi ceremoniales, productos de la tensión del encuentro. La voz de mi amigo me llegaba sofo­cada bajo las vendas. Recuerdo que hablamos banali­dades, bromeamos y recordamos amigos comunes de la lejana Liverpool, ciudad donde nos habíamos conocido.
—Oye, Burt... —me dijo en un momento dado Peter— sobre una de las sillas hallarás una frazada. Cúbreme los pies, por favor.
Busqué con la vista la frazada, en tanto pensaba que la convalescencia le había conferido cierto esta­do atérmico a Peter. No debía hacer menos de 35 gra­dos de calor.
Cuando coloqué, la frazada sobre el lugar donde deberían estar los pies de Peter, sólo palpé una pla­nicie acolchada. Volví a mirar interrogativamente a la caba. Esta negó lentamente con la cabeza.
Me habían hablado de esa extraña sensación que suelen percibir los mutilados, ese "reflejo fantasma" proveniente de un miembro que ya no tienen. Pro­seguí de inmediato la conversación con Peter, inten­tando soslayar el duro trago y evitar hablar del tema. Pero un minuto después Peter insistió.
—Perdona Burt, perdona que te interrumpa... pero súbeme un poco la frazada. Es en las piernas que siento frío.
Corrí la frazada más hacia la cintura y me volvió a ocurrir lo mismo que antes: bajo mis dedos no per­cibía ningún volumen. Consulté con la vista a la caba. Esta meneaba la cabeza lenta y negativamente.
Me fue difícil enhebrar la charla con Peter, que ahora hablaba de la situación vacilante del frente de guerra. De repente, como animado, pasó a comen­tar su episodio con la mina.
—El mayor cimbronazo lo sentí en la cadera —me confió—. Siento como si tuviese una protuberancia allí, sobre el costado derecho. Tócame, Burt.
Con real aprensión palpé el sitio por él indicado y sólo encontré la mullida respuesta del colchón. Busqué los ojos de la caba con desesperación. Esta negó lentamente con la cabeza. Creo que Peter notó en mi charla, de allí en más, el desaliento. Continuó hablando sin embargo, hasta que se interrumpió para pedirme algo.
—Burt... ¿ves la sonda que tengo en el pecho? —yo no veía nada sobre la sábana— Sácamela por fa­vor. Me dijeron que la tendría sólo una hora y ya se ha cumplido. Me molesta.
Me quedé paralizado.
—Sácamela, sácamela Burt —me animó Peter. Hice ademán de tocar el sitio donde debía estar su tórax y mi mano volvió a dar contra la chatura, bajo el lienzo blanco. Clavé mis ojos en la caba, sin poder creerlo. La caba negó lentamente con la ca­beza.
Creo que estuve unos minutos más y salí huyendo.
A la salida me di de bruces, confundido como estaba, con un teniente de infantería cuyo nombre no recuerdo. Me preguntó por Peter, él también le conocía. Le contesté con frases entrecortadas, pero elocuentes.
—Qué pena —dijo—. Un muchacho tan espontá­neo. Tan simple. Peter es, solamente, lo que se ve —definió, compungido.
—Ya lo creo —dije. Y proseguí escaleras abajo.

El mundo ha vivido equivocado


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