sábado, 12 de noviembre de 2011

SUEÑO DE BARRIO – (1) – Roberto Fontanarrosa


El comisario Marconi se apretó los ojos con los dedos de la mano derecha, y luego, esgrimió un gesto de calma.
—Un momento, un momento —pidió— Empece­mos de nuevo. Usted, Pendino, soñó...
Pendino se llevó una mano al pecho, asintió con la cabeza y buscó el tono menos trémulo para su voz.
—Yo soñé... que mantenía relaciones... digamos, íntimas, con la señorita —señaló con el mentón a Ce­lina. Celina rompió a llorar, entrecortadamente.
—¡Te voy a matar, desgraciado...! —un agente tu­vo que aferrar por el brazo al señor Bustamante, que pugnaba por lanzarse sobre Pendino.
—Usted no va a matar a nadie —elevó la voz el co­misario—. Siéntese. Déjelo hablar acá... al hombre. Si no lo deja hablar...
—¡Es un depravado, un degenerado! —desde su asiento, Bustamante no se doblegaba. Tampoco Celi­na dejaba de llorar y ahora se había refugiado en los brazos de la madre.
—Siga, Pendino. Cuente... cómo fue...
—Yo estaba en el club, en el sueño yo estaba en el club y me acuerdo que llegaba el Ricardo. No tenía bien la cara del Ricardo, pero yo sabía que era el Ri­cardo...
—¿Quién es el Ricardo? —cortó el comisario.
—Un amigo de ahí, del club.
—¿Dónde vive?
—A la vuelta del club, al lado del almacén.
—¿El almacén de don Aldo?
—Sí.
El comisario estiró el mentón hacia el escribiente, para que no pasase por alto el detalle,
—Siga.
—Y no sé qué era que estaban haciendo en el club, estaban arreglando una pared, no sé. Había unas bol­sas y Elio, el bufetero, las llevaba para adentro. Des­pués llegaba el Colorado, que es otro amigo, pero eso era más raro porque yo sabía que era el Colorado pero la cara no era del Colorado, era como más gordo, así... —Pendino infló un poco los mofletes y simuló una papada con las manos.— Y estábamos ahí, y creo que el Colorado nos pedía que lleváramos una de las bolsas ésas de porlan o qué se yo, hasta la casa de él porque él tenía que escribirle una carta a una tía de Jujuy para decirle que estaban por construir una pieza en el fondo.
El comisario hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Encontraba el relato interesante.
—¿Después?
—Después —forzó su memoria Pendino—... no sé, no me acuerdo muy muy bien esa parte se me bo­rra... No sé, no sé... Pero después aparecía, acá... la señorita...
El clima había retomado su consistencia tensa.
—Siga, siga —lo alentó el comisario.
—Tenía puesta una pollera roja, corta, bastante corta, y una remera azul sin mangas, bien ajustada... Y me acuerdo que empezábamos a hablar y ella me decía que tenía que ir a buscar algo a la piecita del utilero...
—Momento —interrumpió el comisario— ¿Ahí to­davía estaban ese Ricardo y el otro, El Colorado?
—No, no. En esa parte ya no estaban. Además ya no estábamos en el salón del club, ahí donde le dije que estaban las bolsas ésas. Estábamos en el club pero en una especie de pieza más grande, con unas mesas y unos pizarrones. Pero era el club porque afuera se veía la cancha de básquet.
—¿O sea que no había nadie viéndolos, ningún testigo?
—No... —pensó Pendino— No... Tenía que haber gente en el club, porque en el sueño era de tarde, pe­ro en ese momento ahí en ese salón que le digo no ha­bía nadie.
El comisario hizo un gesto con la mano, para que siguiera.
—Entonces... —continuó Pendino— ella... me de­cía que fuéramos hasta la piecita del utilero, que la acompañara... Ahí sí, salíamos al patio y había gente pero no sé quiénes eran. Pero eran mujeres, como si fueran de la comisión de damas. Y me acuer­do que para ir a la piecita teníamos que cruzar una especie de biblioteca, que eso es raro porque el club no tiene biblioteca pero yo después estaba pensan­do que debe ser porque yo el día antes había estado en lo de mi hermano, el Luis, y lo estuve ayudando a arreglar unos libros en la casa. Debe ser por eso, por­que el club no tiene biblioteca, tiene un saloncito que al principio habían dicho que sería como un salón de lectura pero que después ya lo usaban para cualquier cosa y ahora se usa más que nada para jugar a las car­tas... ¿vio?... No por dinero. Por pasar el rato.
—Siga, siga —urgió el comisario. Pendino frunció el ceño, pensando.
—Pasábamos por esa especie de biblioteca y ella... la señorita Celina me acuerdo que por ahí se daba vuelta y me decía "¿Qué haces?, apurate". Me de­cía "apurate". Y ella caminaba adelante mío... te­nía una pollera ajustada...
Los sollozos hipantes de Celina volvieron a escu­charse. La madre apretó aun más el abrazo. El comisa­rio Marconi autorizó a seguir a Pendino.
—Después, después... entrábamos a ese lugar, a la piecita del utilero... y... bueno... ahí... bueno, lo que más o menos le conté.
—Explíqueme Pendino —reclamó el comisario.— Cuéntelo de nuevo. Su situación es muy delicada, Pendino.
—Bueno, ahí, en la piecita... —bajó un tono la voz—... tuvimos el... contacto carnal.
El sollozo de Celina se hizo llanto desgarrado.
—¡Miente, miente desgraciado, degenerado! —lo tu­vieron que contener al señor Bustamante. —¡Que cuente de verdad cómo fue!
—Señor Pendino, señor Pendino... —procuró reto­mar el relato el comisario— Por lo que usted cuenta, debemos deducir que no hubo resistencia de la seño­rita, que no hubo violencia, que...— Pendino menea­ba lenta pero firmemente la cabeza curvando las comisuras de sus labios hacia abajo.
—Ninguna, señor comisario, ninguna. Al contrario, le diría...
—¡Hijo de puta! —dos agentes tuvieron que conte­ner ahora a Bustamante.— ¡Hijo de puta! ¡Decir eso de mi hija, de mi hija! ¡Él la forzó a ir a la piecita del utilero y allí la violó como vaya a saber a cuántas otras! ¡Degenerado! ¡Sátiro!
El comisario pareció no hacer caso de la efervescen­cia de Bustamante, quien, contenido ahora por dos agentes, era obligado a sentarse.
—Entonces... —pareció querer resumir el comisa­rio Marconi— según usted no hubo violencia. Al con­trario, hubo cierta provocación de parte de la seño­rita... —señaló con la palma de su mano derecha ha­cia arriba a Celina, la cabeza de ésta casi totalmente oculta en el regazo de su madre, se apreciaba el sa­cudirse de los hombros.
—¡Usted no puede decir eso, comisario! —tronó Bustamante. Ahora la palma de la mano derecha sonó como un disparo al dar contra el escritorio.
—¡Yo no lo digo, señor Bustamante! ¡Yo no lo di­go! ¡Estoy tratando de dejar... —fue reduciendo el nivel de su voz, consciente de haberse, quizás, excedi­do— ...en claro las opiniones de ambas partes, eso es lo que estoy tratando. Y ésta es la opinión del acusado. No la mía. Es la opinión del acusado. Nada más.
—¡Es que no habría ni siquiera que oírlo —terció, inopinadamente dura, la madre de Celina.— ¡Es un asco... yo no sé si no tienen madre o no sé qué!
—Perdón, comisario —la voz medida pero clara del sumariante reclamó la atención de Marconi.— ¿El se­ñor dijo: "pollera roja..."?
—Pollera roja... —se apresuró a contestar por el co­misario, Pendino. —Una pollera roja, corta— se pasó el dedo índice por sobre los muslos —y remera azul, sin mangas.
—¿Tiene esa ropa su hija? —indagó Marconi. La madre de Celina le sostuvo la mirada un momento, como si lo reconociese, la boca ligeramente abierta.
—Sí. Sí la tiene. Pero la usa muy poco. Y menos de noche. Yo no se lo permitiría nunca.
—Ajá, ajá —se fregó la barbilla el comisario en tanto se ponía de pie dirigiéndose hacia la silla donde se in­quietaba Pendino.— Sin embargo, hay algo, Pendino... hay algo que no lo veo demasiado claro. Algo que no está... digamos...
—¿Qué? —procuró sonsacar Pendino.
—Lo que ocurre, lo que ocurre cuando usted y la señorita entran en el lugar del hecho. En esa pieza.
—La piecita del utilero.
—Ahí —refrendó Marconi. —Ahí. Hay cosas que no están claras. Faltan detalles.
—Yo ya le conté —se excusó Pendino.
—Sí —aceptó el comisario—. Pero no. No. — Había caminado hasta el centro del despacho, observando el techo con manchas húmedas y luego se había vuelto nuevamente hacia el acusado— Trate de recordar có­mo fue todo el asunto al entrar. Por ejemplo, quién cerró la puerta, cómo la cerró... Saber eso es muy importante, Pendino, para evaluar las posteriores intenciones.
—¿Usted dice lo que me dijo la señorita? —aven­turó Pendino— ¿Ahí, cuando entramos a la piecita? Bueno...
—Yo digo, más que nada, lo que hizo usted, al en­trar a la piecita esa...
—Del utilero.
—Del utilero. Cómo fue que cerró la puerta, con qué la atrancó, si participó de este hecho la señorita...
Pendino se rascó la punta de la nariz.
—Usted dice si la señorita me ayudó —preguntó, confuso. Pero ya el comisario había girado hacia el resto de los presentes.
—Porque hay un lenguaje de los gestos, también —explicó, didáctico— Un lenguaje expresivo, que puede ayudar la labor profesional de un policía. No es sólo un lenguaje verbal el que cuenta. ¿Soy claro?
Todos asintieron con la cabeza. El comisario, sa­tisfecho, se volvió hacia Pendino.
—Usted entra a la piecita... —le brindó el comien­zo.
—Del utilero.
—Usted entra a la piecita del utilero, junto a la seño­rita. Muy bien. Abre la puerta. ¿Usted abre la puerta?
Pendino pensó un poco, conocedor de que se aden­traba en un terreno riesgoso.
—No —dijo— La señorita. Porque, acuérdese que ella iba adelante. Un poco, era ella la que me guiaba. Yo le dije que ella se daba vuelta y me decía: "Apurate". "Apurate" me decía. Ella iba adelante. Y ella abría la puerta de la piecita...
—Del utilero.
—Eso. Ella abría y entrábamos. Y ahí... —se enco­gió de hombros Pendino— Bueno...
El comisario se cruzó de brazos.
—¿Quién cerraba la puerta? —preguntó. Pendino lo miró. Luego hizo girar su mano derecha frente a sus ojos, graneando una suerte de nebulosa.
—Bueno —vaciló—. Esa parte un poco se me borra...
—¿Quién cerraba la puerta? —insistió Marconi.
—Hay partes en que... ¿vio...?
—Trate de recordar, Pendino —el tono del comisa­rio fluctuó entre lo persuasivo y lo amenazador— Su situación es muy delicada. Le conviene recordar.
—¡Yo! —se esclareció Pendino— Yo cerraba la puerta. Porque venía atrás. ¿Vio?
—¿Cómo la cerraba? Pendino pareció sorprenderse.
—Bueno... —sonrió. El comisario lo instó a parar­se, con un gesto.
—Póngase de pie, Pendino —señaló luego un punto en el piso del despacho, un metro escaso delante suyo— Venga acá adelante.
Pendino caminó hasta allí, con resquemor.
—Muy bien. Muy bien —aprobó el comisario— Ahora me va a repetir, fielmente paso a paso, lo que usted hizo en el sueño, cuando entra en la piecita...
—Del utilero.
—Del utilero. Vamos a hacer una reconstrucción del sueño. Es uno de los recursos... —el comisario instruyó a la audiencia—... que más pueden esclare­cer una investigación. Haga de cuenta que ahí... —se­ñaló a Pendino un vago recuadro en el aire— ahí, está la puerta. Muy bien. Usted entra —Pendino accionó el imaginario picaporte.
—Sí —dijo— Pasa la señorita. Y paso yo...— se de­tuvo un instante a pensar— Entonces... Había una mesa, me acuerdo.
—¿Una mesa? —frunció el ceño Marconi— Una me­sa —buscó con los ojos— Sumariante, dele la mesa al señor.
El sumariante tuvo un gesto de duda.
—Dele la mesa al señor —urgió el comisario. El su­mariante levantó con esfuerzo la máquina de escri­bir, y la depositó sobre sus rodillas mientras Marconi ponía la mesa frente a Pendino— Ya tiene la mesa. ¿Ve? Ningún problema. Así usted se va haciendo una composición de lugar más clara. Y nosotros también, por supuesto. Ya tiene la mesa.
Pendino se alisaba una ceja con la punta de los de­dos.
—Después había... —rememoró— Usted vio que los sueños no son muy claros a veces. Pero había botellas, botellas amontonadas por el piso. Como botellas vie­jas ¿no?
El comisario dejó escapar un silbido inaudible.
—Botellas —repitió, pensativo— ¡Pérez!— llamó. De la habitación vecina apareció un agente delgado, de bigotes.— Vaya al cuartito de atrás y tráigame algunas botellas.
—¿A esta hora, comisario? —se asombró el agente.
—¡Al cuartito de atrás, Pérez! —se enojó Marconi— Botellas vacías, las que encuentre.
El agente Pérez salió, presuroso, y el comisario se volvió hacia Pendino, restregándose las manos.
—Ya tiene las botellas —se ufanó— Vio usted cómo vamos armando el lugar de los hechos. Ya ve que no es tan difícil. Y este procedimiento clarifica las cosas. ¿Qué más había?
—Había una heladera industrial —no vaciló Pendi­no— De esas de cuatro cuerpos.
El comisario lo miró, perplejo.
—Una heladera industrial... —repitió, con la espe­ranza de haber escuchado mal.
—Sí. Vieja.
Marconi giró sobre sí mismo, cruzó sus manos so­bre los glúteos y masculló, ofuscado.
—¿De dónde saco yo una heladera industrial? —Luego tornó a enfrentarse con Pendino.
— ¿Cómo va a haber una heladera industrial en un cuarto de utilería, Pendino?
Este se encogió de hombros. —Había —dijo— No sé. De eso me acuerdo claro. Había una heladera industrial.
—¿Qué clase de sueños tiene usted? —gritó Marconi— ¿Para qué necesita un club como ése una helade­ra así? Un club, un club de... de morondanga... ¡Sueña a lo grande usted!
—Y... —se disculpó Pendino— ya bastante me pri­vo en la vida real, no me voy a andar privando en los sueños...
—Bueno... —admitió el comisario— Bueno. Déje­lo ahí...
—Además —se exaltó Pendino— yo por el club hago cualquier cosa.
—¡Sí! ¡Ya vemos las cosas que hace! —brincó el señor Bustamante— ¡Ya vemos!
Con un gesto perentorio, el comisario indicó a Bus­tamante su asiento. Luego volvió a ocuparse de Pen­dino.
—Déjelo ahí —repitió— Déjelo ahí.
Por un minuto sólo se escuchó el desparejo golpe­teo de la máquina de escribir en precario equilibrio sobre las rodillas del sumariante. Marconi caminó has­ta un ángulo del despacho.
—Bueno —dijo, poniéndose de frente a la pared— hagamos de cuenta que acá, está la heladera— se man­tuvo un momento con los brazos bien abiertos, tam­bién las piernas, en un patético intento por estructu­rar frente a la imaginación de los presentes la sólida mole del artefacto— Acá. No nos vamos a detener por eso. Siga Pendino. Acá está la heladera.
—¿Dónde las pongo? —la voz del agente Pérez, apa­reciendo con una media docena de botellas vacías, interrumpió la explicación de Marconi. El comisario miró a Pendino.
—¿Dónde estaban? —le dijo— Trate de recordar.
—Al lado de la heladera.
—Déjelas al lado de la heladera —ordenó Marconi a Pérez, desentendiéndose de inmediato del asunto para volver al acusado— Muy bien. ¿Qué pasa, entonces?
Pendino se oprimió las fosas nasales, como abortan­do un estornudo, sin prestar atención a Pérez, quien, con ojos de alarma, seguía las indicaciones que, con gestos o miradas, le brindaban los demás.
Cuando Pérez depositó las botellas vacías en el pi­so, casi en el rincón, Pendino continuó el relato.
—Me acuerdo que la señorita —dijo— se sentaba en una silla...
—Una silla —reflexionó el comisario, paseando su vista por el salón hasta detenerla sobre el sumariante. Este apresuró la redacción del informe, procurando ignorar la mirada de su superior.
—Sumariante —reclamó Marconi—. Dele la silla al acusado. —El sumariante lo miró con expresión de ruego—. La silla, Bermúdez, sí. Su silla —ratificó Marconi—. Désela.
El agente Pérez ayudó al sumariante, preocupado éste en sostener la máquina de escribir, como a un niño, entre los brazos. La silla quedó ubicada junto a Pendino.
—Muy bien —aprobó Marconi—. La señorita se sentaba en la silla.
—Sí —dijo Pendino.
—Señorita Bustamante —llamó el comisario miran­do a Elida—. ¿Usted no... —el gesto de la mano la invitaba a ocupar la silla. Pero los padres de la muchacha fueron un solo grito.
—¡No! —la madre cubrió a Élida con su cuer­po—. ¡Ni loca voy a permitir que mi hija vuelva a caer en...
—¡No le va a tocar un pelo a la nena! —se impu­so la voz del señor Bustamante.
Marconi pidió calma con ambas manos. Recono­cía su error de apreciación.
—De acuerdo —aceptó— de acuerdo. Es razona­ble... es razonable... Este...
Observó con detención al sumariante. Parecía que estaba pensando. Pero en realidad estaba eligien­do—. Bermúdez, deje la máquina. Haga la parte de la señorita.
Un fugaz hálito de espanto atravesó los ojos del sumariante.
—¿Yo, comisario? —balbuceó.
—Sí. Rápido. Siéntese en la silla. Vamos. Es una formalidad, Bustamante. No interfiera la investiga­ción.
El sumariante abandonó la máquina de escribir en el suelo y tomó asiento.
—Muy bien, Pendino —prosiguió Marconi—. ¿Qué pasa después?
—Bueno... ehhh... —rememoró Pendino—. Yo me acuerdo que la señorita me hablaba. Me hablaba, me conversaba...
—Pero... ¿Qué le decía?
—No recuerdo —frunció la cara Pendino—. De eso no me acuerdo. Pero era una cosa... este... amable. ¿No? Simpática... ¿Cómo decirle?
—Bueno, bueno, no tiene importancia —subes­timó el comisario—. Vamos más que nada a las acciones. A ver Bermúdez, hable... Háblele acá al acusado.
—¿Yo? —se puso una mano en el pecho el suma­riante.
—Sí. Usted le está hablando a Pendino. Han entra­do a la piecita, posiblemente con propósitos poco claros. Pendino ha cerrado la puerta y usted se ha sentado en la silla y le habla...
Bustamante, envarado en su asiento, las manos sobre las rodillas, se mordisqueaba el labio supe­rior. Volvió a mirar al comisario.
—¿Qué le digo? —preguntó.
—No sé, Bermúdez. No sé —se impacientó Marconi—. Pero hable...
—Bueno... eh... —pareció decidirse el sumarian­te—. En el día...
—¡Bermúdez! ¡Bermúdez! —lo cortó, estentórea, la voz de Marconi—. ¿Usted piensa que una señorita va a estar sentada así? ¿Usted vio cómo está sen­tado, Bermúdez? ¿Vio cómo está sentado?
El sumariante paseó una mirada trémula sobre su propio cuerpo, contraído y erecto.
—¿Piensa que una señorita se sentaría así? —cas­tigó Marconi.

El mundo ha vivido equivocado


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