sábado, 12 de noviembre de 2011

UN HOMBRE EN SOLEDAD (1) – Roberto Fontanarrosa


La primera vez en mi vida que escuché el nombre de Bruno Gentile fue en boca del Jefe de redacción, cuando me llamó a su despacho con mucha urgencia.


Ahora estoy caminando por un espigón de maderas semipodridas, acompañado de Laborde (el fotógrafo que me han asignado) y Olivio Funes, el hombre que nos pasó la información. Comprendo que no podre­mos seguir la marcha. A nuestro frente hay un río anchuroso y marrón. Corre de izquierda a derecha, en sentido contrario a las agujas de un reloj. Funes me informa: se trata del Paraná.
(El Paraná se origina en Brasil, donde toma el nom­bre de río Grande, recibe las aguas del Paranaíba y re­corre la depresión continental hasta la llanura argen­tina. Se le ha intentado dar variados usos, pero se ex­plota, más que nada, en una de sus ventajas más reco­nocidas: la navegación.)


Mis temores ante la interrupción de nuestra bús­queda periodística se disipan: Funes ha contratado un viejo velero que, con velamen desplegado, nos aguar­da al final del espigón. El mismo Funes nos presenta el responsable de la nave, un rudo marino, en cuya piel se nota la corrosión producida por la sal de mu­chos mares. Hay partes, como sus dientes, donde se adivina el hueso.
—Dumas —nos dice Funes, en tanto el marino me extiende una mano rugosa y pesada como una tortu­ga. El capitán se quita el guante que cubre su diestra y del guante cae una catarata de agua que ha estado allí, apresada, vaya a saber desde qué tormenta tropical.
—Mi nombre es Dumas —me repite el navegante mientras apresa mi mano— Igual que el inmortal na­vegante solitario ¿Lo recuerda?
Sin duda detecta en mi rostro un gesto de aflicción.
—Lo veo emocionarse ante ese nombre —me dice.
—No —le aclaro.— Es que me está destrozando los dedos.
El marino, abandona el varonil saludo, confuso.
—Es que mi mano está acostumbrada a pilotear en las tempestades — se disculpa. Y oculta su diestra, co­mo avergonzado, bajo el capote parafinado que cubre su cuerpo. Sin embargo, alcanzo a observar un tatuaje casi en la muñeca.
—¿Qué significa ese extraño tatuaje? —le pregunto. Veo que Dumas se conmociona. Está turbado. Aspira hondo y retrocede un par de pasos. Funes se me acerca.
—Se pone muy mal cuando se lo mencionan —me avisa. Pero ya Dumas se acerca de nuevo hacia mí y creo ver empañadas sus pupilas.
—A usted no puedo engañarlo —me dice. —Es una calcomanía que robé a mi hijo menor. Venía con unos caramelos masticables.
Funes se ha conmovido. Toma a Dumas por el hombro y comenta:
—No quise dejar nada librado al azar. Dumas es un viejo lobo de río. Déjele su tarjeta, Dumas —le reco­mienda luego al marino.
—Tengo mil anécdotas para su revista, señor Tardelli —me informa éste.— Sucesos marineros que me es­tremezco de sólo recordarlos. Déjeme que le cuente la vez que encallamos en el remanso Valerio.
El tiempo, ese tirano, nos apremia.
—Perdóneme Dumas —lo corto.— Tengo apuro en partir. Disponga las maniobras para zarpar. Usted es el capitán.
—En realidad —confiesa— yo soy maestro jardinero. Me volqué a la náutica por esas cosas del destino.
—¿Por qué abandonó su vocación por los jardines de infantes?
—Detesto a los niños.
A pesar de eso, Dumas se muestra como un efi­ciente capitán. El velero reluce de proa a popa. Se lo hago notar.
—Todas las noches —me informa Dumas— quito las velas y se las llevo a mi madre para que las lave.
—Debe ser una tarea muy pesada para ella —me aflijo.
—Le gusta. Y nada de lavarropas. Las lava en la ba­tea. Tabla y jabón pinche, la pobre santa. Lo que la cansa es estrujarla. Especialmente la cangreja y el petifoque. Ayer dijo que después de estrujarlas sentía algo acalambrados los brazos. Acá —se oprime el ante­brazo.— Ya no es la de antes.
Noto que lo emociona el recuerdo de su madre. Le cambio de conversación.
—¿Tendremos buen viento hoy?
Dumas se moja con los labios el índice de la mano derecha y lo eleva.
—No hay viento —me notifica. Debe tener una gran sensibilidad, ya que lleva los guantes puestos. —Pero hay refucilos. Está por levantarse tormenta.
Aquello me inquieta. Los relámpagos continúan en medio de una calma notable. La típica calma que precede a los meteoros. Me han hablado de las tem­pestades litoraleñas. Y por algo registra ciertos tonos desgarrantes la voz de Ramona Galarza.
Nos hemos calmado. No eran relámpagos. Era Laborde, el fotógrafo, probando la recarga del flash. Laborde, en realidad, no es fotógrafo. Es director de cine. Trabaja de fotógrafo momentáneamente desde hace seis años. Su verdadero trabajo es la filmación de cortometrajes. Debido a los elevados precios de la pe­lícula virgen su último trabajo fue un cortometraje corto. Un análisis revisionista de la obra de Einstein desde la óptica de la crítica ecológica. Dos minutos y medio que no tienen desperdicio. Justamente lo escucho hablando con Funes cuando Funes dice:
—Me gustaría ver alguna vez esa película cuando tenga dos minutos y medio libres. Mi tiempo no me alcanza, ciertamente. Yo soy contacto de ventas y jefe de relaciones públicas de la Editorial en Rosario. Pero en realidad, soy modelo. Por eso le pido que, cuando comience a sacar fotos, me avise. Tengo un solo perfil favorable y me lleva un tiempo recordar cuál es. Tal vez a su revista podría interesarle contar con un dossier de fotografías mías.
Veo que Laborde le contesta afirmativamente con la cabeza y prosigue limpiando sus filtros. Ya nos he­mos puesto en marcha y Funes ahora se acerca a mí.
—¿Qué es lo que sabe sobre Bruno Gentile?
El informe de Naveira Sosa fue breve y conciso.
—Atendeme bien, flaquito —me dijo apenas me hu­be acomodado en el sillón frente a su escritorio.— Acabamos de recibir un anónimo de Funes, nuestro hombre de ventas y relaciones públicas en Rosario.
—¿Cómo saben que es de él? —le pregunté.
—Porque lo escribió en el dorso de una tarjeta su­ya. Tenés que rajar urgente para allá. Ahora mismo. Pero de eso... ni una palabra a nadie. Puede ser nota de tapa. Ahora te averiguo qué fotógrafo te puede acompañar. Te vas ya. Tenemos que adelantarnos a la competencia. Si podés, esta noche mismo estás de vuelta. Si no podemos meterlo en tapa por lo menos lo metemos en el pliego color.
—¿En tapa? —me asusté.— ¿De qué se trata?
Naveira Sosa hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—Por lo menos para saber cómo ir vestido —insistí.
—Andá vestido. Andá vestido —me tranquilizó.—No puedo adelantarte mucho. Sólo puedo darte un nombre: Bruno Gentile.
En eso entró Ferreyra con un diagrama en la mano.
—El pliego color cierra a las siete —dijo. Naveira Sosa se agarró la cabeza, se alisó los pocos cabellos rubios que le quedan, echándose riesgosamente hacia atrás en su sillón giratorio. Se tutea con el peligro.
—Bueno, bueno —pareció conformarse.— Ya veré cómo hago. ¡Qué cosa! ¡No sé por qué no seguí con la cría de gallinas, que es lo único que me gusta!
Yo salí a escape para Aeroparque. Estoy acostum­brado a este tipo de notas. Pero estoy en esto porque necesito dinero. En realidad yo soy escritor. Desde hace ocho años tengo terminada una novela de 576 páginas. Sólo me falta escribirla. Pero está pensada hasta en su tipografía. Conseguí el prólogo de Sábato. Cuando terminé de contársela me dijo que sería inte­resante que también consiguiera quien me escribiese el epílogo.


Oigo un gran estrépito. Todos caemos en cubierta. " ¡Atención al amarre!" escucho que grita Dumas.


Ya estamos en tierra. Laborde ha comenzado a to­mar fotos. Funes logra salir en algunas.
—Dumas —le digo al capitán. —Sería bueno que usted nos acompañara. Necesitaremos un hombre con su sentido de la orientación.
—Lo lamento pero será imposible —se conduele el marino.— Es increíble cómo me mareo en tierra.
Me suena sincero. Lo veo a punto de vomitar.
—Sí —agrega.— Pienso que es el movimiento de ro­tación del planeta lo que me perturba.
—Espérenos acá, entonces —lo reconforto.— De cualquier modo, su trabajo ha sido perfecto.
—Es la experiencia, señor Tardelli —Tardelli es mi apellido.— No debe olvidar que yo hice la conscrip­ción en el "Nautilus".
Nos vamos. Antes, Funes le deja a Dumas su tarjeta.


Nos hemos detenido en un claro de la vegetación generosa de la isla. El claro tiene la particularidad de que, dentro de su perímetro, hay menos maleza. Con­verso con Funes.
—¿Qué se supone que debemos hacer ahora? —le pregunto.
—Debemos contactarnos con el "Nutria" Ochoa.
—¿Quién es el "Nutria" Ochoa?
—Un trampero. Un hombre de una habilidad excep­cional en la caza de la vizcacha.
—¿Y por qué le dicen "El Nutria"? —me asombro.
—Será para desconcertar a las vizcachas.
—¿Y cómo vamos a hacer para encontrarlo?
—Ya va a aparecer —suena seguro Funes— Es un hombre que no se mueve de la provincia de Santa Fe.
—¿El sabe algo sobre Bruno Gentile?
—Sí.
—O sea que encontrarlo es nuestro próximo paso.
—Sí.
No soy muy optimista al respecto. Decido que si­gamos caminando. Pero debo reconocer que la suerte no me abandona. Pasos más allá, mi pie derecho es atrapado por una trampa carpinchera. Siento que se me lacera la carne de la pantorrilla. Mis acompañan­tes corren a ayudarme. Trato de no gritar, pero los alaridos que se escuchan no pueden provenir de otra persona que no sea yo. De cualquier manera, una voz nos paraliza.



—¡Quietos todos!
Nos damos vuelta. A unos quince metros, emer­giendo de la picada que venimos transitando, vemos un hombre vestido humildemente. De sus ropas pen­den todo tipo de trampas y hasta tiene anzuelos ensar­tados en sus mangas raídas. Nos apunta con una caña de pescar, como si fuese un rifle y a su lado, amena­zante, se halla una nutria, inmóvil.
El primero en reaccionar es Laborde, con esa in­consciencia propia de los fotógrafos. Saca su creden­cial y se adelanta hacia el aparecido.
—¡Somos periodistas! —le grita.
—¡No se acerque! —ordena el hombre, haciendo gi­rar el reel de su caña como quien apestilla un arma de fuego.
—¡Periodistas! —reitera Laborde.
—Si quieren comprar vizcacha, el descuento para periodistas ya no corre —lo desalienta el otro— ¡Y no se me acerque!
—Nos está apuntando usted con su caña. —Le se­ñala Funes.
—Con una caña soy más peligroso que con un rifle. Con dos cañas no me detiene ni un batallón. Y con un porrón entero puedo hacer cualquier desastre —nos advierte el trampero.
—Sólo queremos hacerle algunas preguntas —pro­cura tranquilizarlo Funes. Es obvio que estamos ante el legendario "Nutria" Ochoa. El "Nutria" baja la caña y se adelanta.
—¿Es para alguna encuesta? —pregunta.
Laborde se retrasa temeroso. Señala la nutria.
—¿No hace nada ese animal? —lo oigo preguntar.
—¿Esta nutria? —casi se burla Ochoa.— En los 40 años que la tengo nunca ha tocado a nadie.
—¿40 años? —pregunto.— ¿Cuánto viven esos ani­males?
—Unos 20 años. Pero así embalsamadas duran co­mo 200.
Ahora sí, noto la sospechosa inmovilidad del ani­mal.
—Queremos hacerle algunas preguntas —intento cal­mar al hombre.— Nada más. Pero antes sáqueme esto. Usted es trampero y debe saber cómo se abre.
Ochoa reduce su actitud belicosa. Se acerca estu­diando el cepo que me tiene atrapado por la pierna.
—No soy trampero —me aclara. —Soy cantor. Tuve que dedicarme a la caza de la vizcacha por cosas de la vida. Pero en verdad soy cantor.
—¿Y qué cantaba? —pregunta Laborde. Ochoa alza su mirada hacia él y veo en sus ojos una densa neblina.
—Una canción —dice—. Pero hace mucho. Ya no recuerdo la letra. Ni la música. Pero si usted quiere se la puedo bailar.
El dolor en la pierna me resulta difícil de soportar.
—No gracias —lo disuado, cuando ya Ochoa amaga un paso de baile. Vuelve a acuclillarse y me quita la trampa.
—Me arruinó usted una trampa —me reprocha—. ¿No se comió también el cebo?
—¿Conoce a Bruno Gentile? —lo interpelo.
—Sí. Lo conozco.
—Lo estamos buscando.
—A esta hora lo pueden encontrar. Deben ser... —Ochoa se rasca la barbilla y mira el cielo— ...las dos y veinticinco.
—¿Cómo hace para saberlo?
Ochoa señala hacia arriba.
—Porque allá va el vuelo de Aerolíneas que sale a las y veinte desde Fisherton.
Comprendo que debo aprovechar la locuacidad de Ochoa. Le acerco el micrófono de mi grabador.
—¿Qué sabe de Bruno Gentile? —lo acucio.
—Aléjeme ese micrófono.
—¿Por qué?
—Porque cuando veo un micrófono me dan ganas de cantar —su cara es una máscara de aflicción—. ¡Y no me acuerdo la letra! Yo soy cantor ¿sabe? Una vez me llamaron para...
—Sabemos que es cantor. ¿Qué sabe usted de Bruno Gentile?
Ochoa gira y contempla el paso incesante de las aguas. Entrecierra los ojos y recuerda:
—Yo fui el primero que supe de la presencia de Bruno Gentile en esta isla. Estaba pescando en el Charigué y saqué un armado chancho de este porte —grafica con sus manos un tamaño desmesurado—. Eso no es nada raro en mí, que tengo una relación especial con los armados chancho. Lo raro es que el pescado estaba pintado. Pintado con pintura.
—¿Pintado? —nos asombramos.
—Pintado de todos colores. A franjas. Era hermoso. Pero no servía para comer. Recuerdo que me quedé pasmado. ¡Y mire que yo he visto pescados! Una vez saqué una bruja del agua que tenía lentes, usted no me lo va a creer. Pero nunca había sacado un pes­cado pintado así. Y cuando entro a mirar a mi alre­dedor, estaba todo pintado, los árboles, las piedras, las hojas de las plantas, los animalitos pequeños. Todo. Comprendí que había llegado un pintor a la isla.
Se queda callado un instante. Luego se toca el pecho con sus dedos cortajeados.
—Yo, el Nutria Ochoa, fui el primero que supe que un hombre de la ciudad había venido a vivir a la isla solamente para pintar.
—¿Y dónde podemos encontrar a Bruno Gentile? —lo urjo, rompiendo el encantamiento en que se halla.
—A Bruno Gentile lo pueden encontrar... —señala vagamente. Oímos ladridos, lejanos—. ¡Perros! —se inquieta Ochoa— ¡Perros de policía!
—¿Cómo sabe que son de policía? —pregunta Funes.
—Porque me vienen siguiendo.
—¿Por qué? —le pregunto a Ochoa—. ¿Está fuera de la ley? ¿Es un cazador furtivo?
—No —me dice, recogiendo su nutria embalsama­da—. Es por lo del Casino de Paraná.
—¿Cómo?
—Apenas vendo unas cuantas vizcachas me voy al casino de Paraná. Ahí hago trampas con las cartas. Trampas en el juego. Por eso dicen que soy tram­pero —los perros se escuchan más cercanos—. Tengo que dejarlos...
Ochoa comienza a correr hacia la espesura. Se da vuelta, de pronto.
—A su revista le convendría una nota sobre un cantor... —me grita. Funes lo alcanza y le extiende algo.
—Le dejo mi tarjeta —le aclara—. No perdamos el contacto. Si necesito animar alguna fiesta, lo llamo.
—¿Dónde vive Bruno Gentile? —la misión perio­dística me enerva.
—¡Vayan al quincho del sauce! —nos grita—. ¡Ahí el mozo les va a decir! Y desaparece entre las malezas.
           —De acuerdo —aceptó— de acuerdo. Es razona­ble... es razonable... Este...
Observó con detención al sumariante. Parecía que estaba pensando. Pero en realidad estaba eligien­do—. Bermúdez, deje la máquina. Haga la parte de la señorita.
Un fugaz hálito de espanto atravesó los ojos del sumariante.
—¿Yo, comisario? —balbuceó.
—Sí. Rápido. Siéntese en la silla. Vamos. Es una formalidad, Bustamante. No interfiera la investiga­ción.
El sumariante abandonó la máquina de escribir en el suelo y tomó asiento.
—Muy bien, Pendino —prosiguió Marconi—. ¿Qué pasa después?
—Bueno... ehhh... —rememoró Pendino—. Yo me acuerdo que la señorita me hablaba. Me hablaba, me conversaba...
—Pero... ¿Qué le decía?
—No recuerdo —frunció la cara Pendino—. De eso no me acuerdo. Pero era una cosa... este... amable. ¿No? Simpática... ¿Cómo decirle?
—Bueno, bueno, no tiene importancia —subes­timó el comisario—. Vamos más que nada a las acciones. A ver Bermúdez, hable... Háblele acá al acusado.
—¿Yo? —se puso una mano en el pecho el suma­riante.
—Sí. Usted le está hablando a Pendino. Han entra­do a la piecita, posiblemente con propósitos poco claros. Pendino ha cerrado la puerta y usted se ha sentado en la silla y le habla...
Bustamante, envarado en su asiento, las manos sobre las rodillas, se mordisqueaba el labio supe­rior. Volvió a mirar al comisario.
—¿Qué le digo? —preguntó.
—No sé, Bermúdez. No sé —se impacientó Marconi—. Pero hable...
—Bueno... eh... —pareció decidirse el sumarian­te—. En el día...
—¡Bermúdez! ¡Bermúdez! —lo cortó, estentórea, la voz de Marconi—. ¿Usted piensa que una señorita va a estar sentada así? ¿Usted vio cómo está sen­tado, Bermúdez? ¿Vio cómo está sentado?
El sumariante paseó una mirada trémula sobre su propio cuerpo, contraído y erecto.
—¿Piensa que una señorita se sentaría así? —cas­tigó Marconi.

El mundo ha vivido equivocado 




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