sábado, 12 de noviembre de 2011

UN HOMBRE EN SOLEDAD (2) – Roberto Fontanarrosa


Estamos frente al quincho. Es indudable que se trata de una parrilla. Hay varias mesitas en un patio de tierra. No vemos a nadie. Pero las ventanas y la puerta de la precaria casa que está junto a la enra­mada se hallan abiertas. Laborde pone sus cámaras y filtros sobre una mesa. Nos sentamos. Algunas ga­llinas huyen y un perro se acerca, curioso. Funes, que viene retrasado por el cansancio, se apoya en la mesa y ésta, desnivelada, se inclina. Caen algunas cosas al suelo. El perro se come un filtro de Laborde, el ama­rillo. Llega un mozo con una panera. Viene apurado.
—Buenos días —nos dice, cordial. Saca uno de los panes de la panera y lo coloca debajo de una de las patas de la mesa, para nivelarla—. El pan no es de hoy. Les soy sincero... —se franquea.
—¿Qué podemos tomar? —le pregunto.
—Hay vino blanco. Fresquito —el mozo levanta la panera y con un trapo rejilla limpia la mesa. Sus movimientos son enérgicos. Tira al suelo una cámara de Laborde. El perro se devora el zoom.
—Vino blanco, entonces —ordena Funes. Se nota que conoce de bebidas.
El mozo espanta las moscas pegando furiosos servilletazos sobre la mesa, que suenan como estampi­dos. El medidor de luz de Laborde estalla bajo uno de los impactos. Luego el camarero se aleja hacia la casa.
—Mozo —lo llamo—. Quisiéramos invitarlo a tomar un trago con nosotros. Si usted quiere...
El hombre nos mira, emocionado.
—Es un honor —sonríe—. Traigo un pingüino de blanco y cuatro vasos, entonces.
—No —le digo—. Traiga un vaso y cuatro pingüi­nos de blanco.
Advierto que se sorprende, pero cumple la orden. Trae el pedido, se sienta en la punta de la mesa. Distribuye los pingüinos y me alcanza el vaso. Yo se lo devuelvo y se lo lleno.
—Queremos encontrar a Bruno Gentile —le digo.
—¿Hoy mismo quieren encontrarlo?
—Hoy mismo.
El hombre bebe su vino antes de contestar. Funes, Laborde y yo, al mismo tiempo con nuestros respec­tivos pingüinos, volvemos a llenar su vaso hasta rebalsarlo.
—Me parece difícil —dice el mozo. Y advierto un tono socarrón.
—¿Por qué? —pregunto.
—Es la primera vez en mi vida que escucho nom­brar a Bruno Gentile.
Cruzo una mirada con Funes. Funes asiente con la cabeza. Saco mi billetera.
—¿Acepta tarjetas de crédito? —aventuro. Los viáticos que me pasa la editorial son irrisorios.
—No operamos —dice el mozo.
Le hago un cheque y, por debajo de la mesa, intento alcanzárselo. El perro atento, se lo come. Debo suscribir otro. Esta vez el mozo lo recibe. Lo pliega prolijamente y se lo coloca tras la oreja, como un cigarro. Luego, apura su vino. Volvemos a llenarle el vaso, los tres al mismo tiempo.
—Cuando yo empecé a llevarle pescado a don Bru­no —comienza a relatar— él hacía poco que se había instalado en la isla...
—¿Usted también es pescador? —pregunta Funes.
—No —dice el mozo—. Yo soy poeta, para decirle la verdad. Estoy en esto hasta que pueda terminar de pagar la casa de fin de semana que me compré en el centro de Rosario. Pero en verdad, soy poeta. Tal vez por eso don Bruno accedió a explicarme su obra. A él le encantaba pintar naturalezas muertas. Pero también le gustaba mucho ese sistema de pegar cosas sobre la tela...
—El collage —lo auxilio.
—Eso. El collage. Tomaba los pescados que yo le llevaba y los pegaba en sus naturalezas muertas. Incluso a veces, las cosas de los pescados sobresalían de la tela. Hacia afuera. Eso les daba un impresio­nante realismo. Sus bodegones eran subyugantes. Decía que... ¿Cómo era que me decía?

(Transcripción del diálogo sostenido entre el mozo de la parrilla con Bruno Gentile según el relato del primero de los nombrados)


Bruno Gentile: La mía no es una pintura perdu­rable. Pero gusta. No tanto a los críticos como a los sibaritas. Y ni que decir a los gatos. Hay días en que ni me dejan trabajar agolpándose frente a mi puerta. No sé, los animales tienen una percepción especial para el hecho artístico.
Mozo: ¿Qué hacía usted en Rosario, don Bruno?
Bruno Gentile: Estaba en la gastronomía. Tenía un elegante restaurant. Pero yo soy pintor. De joven pintaba todo el día. Pero la pintura para mí no era un fin. Era un medio. Un vehículo.
Mozo: Un vehículo de expresión...
Bruno Gentile: No. Un vehículo. Fileteaba colec­tivos.
Mozo: Un medio de transporte.
Bruno Gentile: Sí. Para mí la pintura era una pasión, una llama. Una vocación loca. Pero tuve que hacer un paréntesis en mi obra.
Mozo: ¿Mucho tiempo?
Bruno Gentile: Cuarenta años. Al casarme debí abandonar la pintura y dedicarme de lleno al restau­rant. Fue lo que me exigió mi esposa, mi socio, y algunos críticos de arte. Pero yo fui muy sincero con mi mujer. Le dije que yo me casaba con una condi­ción: que a los 60 años abandonaba la gastronomía y volvía a la pintura. Se lo dije antes de la boda, por supuesto.
Mozo: ¿Qué dijo ella?
Bruno Gentile: Me dijo que no era momento de discutirlo, porque ya empezaba la marcha nupcial. Comprendí que no quería hablar del tema. No volvi­mos a tocar el asunto.
Mozo: ¿Y qué lo decidió a venirse a la isla?
Bruno Gentile: Un día que cayó en mis manos un libro sobre la vida de Gauguin. Yo estaba sentado, mirando televisión, y me golpeó en el pecho un libro. Lo tomé, lo observé y desde aquel día la filosofía de aquel maravilloso pintor comenzó a influenciarme.
Mozo: ¿Le gustaba a usted el estilo de Gauguin?
Bruno Gentile: No. Porque, de joven, a mí se me podía considerar un pintor ingenuo. ¡Con decirle que pensaba que iba a vender alguna de mis obras! Lo que me influenció de Gauguin fue su decisión de irse a vivir a Tahití a los 47 años.
Mozo: ¿Qué pasó cuando comunicó a su familia que se venía a la isla, al cumplir usted 60 años?
Bruno Gentile: Mi mujer lo tomó muy bien. Me confesó que ella temía que yo me hubiese olvidado de mi promesa. Comprendí, entonces, que ella había sido la que me había acercado el libro de Gauguin. Mi hijo Raúl, cirujano plástico, entendió que era muy ventajoso que hubiese llegado a mis manos un libro de Gauguin y no de Van Gogh. Consideró que de haber sido un libro de Van Gogh yo me hubiese cortado una oreja y estuvo cinco horas explicándome intervenciones quirúrgicas y suturas en orejas seccionadas. Fue una charla muy interesante.


—No es mucho más lo que puedo contarles —con­cluye el mozo.
Noto ciertos signos de ebriedad en su conducta.
—De todas maneras —le digo— yo quisiera hablar con don Bruno, tomarle fotos.
El hombre me observa con mirada vidriosa. Niega con la cabeza y el movimiento lo desequilibra hasta derrumbarlo de la silla.
—Será difícil, será difícil —previene—. Yo creo que con esto que he contado usted puede armar una bue­na nota. Usted es periodista.
—Yo no soy periodista —debo corregirlo—. Soy escritor. Sólo hace ocho años que estoy en esto. Así y todo puedo darme cuenta que esta es una nota sensacional. De tapa. "Bruno Gentile, el Novio del Paraná". El magnate de la gastronomía que prefirió la soledad de la pintura en la isla. ¡Pero necesito ha­blar con él, tomarle fotos, verlo!
El mozo se ha conmovido ante mi alocución.
—¿Ahora mismo? —consulta.
—¡Ya! Esta noche tengo que estar en Buenos Aires, para el cierre.
—Me parece difícil —repite. Se ha logrado enca­ramar nuevamente en su silla.
—¿Por qué? —lo acucio. Junto con Laborde y Fu­nes llenamos hasta rebalsar el vaso de nuestro infor­mante. Sobre la mesa hay una convocatoria de pin­güinos.
—Porque Bruno Gentile —se anima— cambió mu­cho. Yo les conté que él se la pasaba pintando todo el día. Incluso llegó a hacer una muestra.
Se bebe el vino de dos tragos. Ahora es él quien pide que le llenemos el vaso.
—¿En qué galería? —pregunta Funes. El hombre se niega a hablar si no le reponemos la bebida. Lle­namos su vaso atropelladamente.
—¿Qué galería? —desdeña—. Si ni alero tenía ese rancho. Adentro nomás. Eso fue una serie de pinturas con los pescados pegados. Pero con el tiempo... El mozo vacila. Lo apuro.
—¿Con el tiempo, qué?
—Con el tiempo yo noté que cambiaba la actitud de Bruno hacia los pescados que yo le llevaba para sus obras. Una vez me encargó una boga de 10 kilos porque venían unos críticos de pintura de Rosario. Me dijo que quería hacer un mural. Yo, que nunca había visto un crítico de pintura, en esa ocasión me acerqué para sacarme la curiosidad. Le seré sincero, estuve espiando desde atrás de unos árboles. Y vi a don Bruno y sus invitados comiéndose la boga asada a la parrilla. Desde ese entonces don Bruno cambió mucho.
—¿En qué, por ejemplo? —pregunto.
—Bueno. Antes, como les contaba, se la pasaba pintando el día entero. Ahora duerme la siesta como hasta las cinco.
—¿Duerme la siesta? —Funes se asombra.
—Por eso les digo que va a ser difícil que puedan verlo. Porque debe estar durmiendo.
—Pero —me asalta la duda—, ¿vive cerca de acá?
—Acá —el mozo señala hacia la casa—. Es el dueño de este restaurant.
Ahora veo con claridad. Sobre la puerta hay un gran cartel de chapa donde se lee: "Parrilla Gauguin —de Bruno Gentile— Pescados". Laborde, Funes y yo nos levantamos, asombrados. Alguien sale por la puerta de la casa. Sin duda, es Bruno Gentile. Aún está en pantalón pijama.
—Siéntense, siéntense —nos dice, mientras se acerca—. No se molesten, por favor. Se sienta en la mesa, junto a nosotros. Laborde logra sacarle fotos.
El mozo se aleja, zigzagueante, y trae una porción de pescado para su patrón.


(Vívido testimonio del último diálogo con Bruno Gentile)

Bruno Gentile: Esa vez que hice esa boga a la pa­rrilla para los críticos de pintura, me di cuenta dónde estaba el negocio. Una buena parrilla de pescados, acá, en la isla. Llamada "Gauguin". Es el mejor home­naje que pude hacerle al gran maestro.
Periodista: ¿Ponerle su nombre?
Bruno Gentile: No. El mejor homenaje que pude hacerle al gran maestro fue abandonar la pintura. Comprendí que no era mi vocación. Uno no abando­na la pasión de su vida por 40 años. Mi verdadera vo­cación es la gastronomía. ¿Quieren más surubí?
Le digo que no. Tenemos que volvernos a Buenos Aires. El sacerdocio de nuestra profesión nos exige un ritmo demoledor.
—Vida agitada la de los periodistas —reconoce Bru­no Gentile, levantándose—. ¿Usted es periodista pro­fesional, no?
—Sí. Sí. Soy periodista —concluyo. Bruno me brin­da su mano.
—Claro, por eso le pedí a Funes que los contac­tara. Una nota en su revista será una gran promoción para mi parrilla.
—Es cierto —admito. Miro a Funes. Este, confu­so, se acerca al mozo y le deja su tarjeta. Hace lo mis­mo con Bruno.
—Vamos Laborde —ordeno— vamos. El capitán Dumas debe estar preocupado.
—Acá Zoilo —Bruno señala al mozo —los va a llevar hasta el velero. Síganlo a él.

Seguimos al mozo por la playa. No nos resulta fácil, pues va haciendo eses. Pero pronto tomamos su ritmo.

         


El mundo ha vivido equivocado 





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