Quizá fue
a mediados de enero del presente año cuando levanté la vista y vi por primera
vez la marca en la pared. A fin de concretar el día es preciso recordar lo que
una vio. Por esto, ahora, pienso en el fuego, la constante película de luz
amarilla sobre la página del libro, los tres crisantemos en el redondeado
cuenco de vidrio sobre la repisa de la chimenea. Sí, seguramente era invierno,
y acabábamos de tomar el té, por cuanto recuerdo que fumaba un cigarrillo, cuando
levanté la vista y vi la marca en la pared por primera vez. Levanté la vista, a
través del humo del cigarrillo, y mi vista se fijó durante unos instantes en
los carbones ardiendo, y a la mente me vino aquella vieja fantasía de la
bandera roja ondeando en lo alto de la torre del castillo, y pensé en la
cabalgata de los caballeros rojos ascendiendo por la ladera de la negra roca.
Con cierto alivio por mi parte, la visión de la marca interrumpió mi fantasía,
ya que se trata de una fantasía vieja, mecánica, quizá nacida en mi infancia.
La marca era pequeña y redonda, negra sobre el blanco de la pared, situada seis
o siete pulgadas más arriba de la repisa de la chimenea.
Con
cuánta rapidez se arremolinan nuestros pensamientos alrededor de un objeto
nuevo, levantándolo un poco, de la misma manera en que las hormigas transportan
una pajilla muy febrilmente, y luego la abandonan... Si aquella mancha era una
marca dejada por un clavo, el clavo no pudo ser colocado allí para colgar un
cuadro, sino para una miniatura, la miniatura representando a una señora de
blancos rizos empolvados, empolvadas mejillas y labios como claveles rojos. Una
falsificación, desde luego, por cuanto la gente que vivía en esta casa antes
que nosotros hubiera escogido pinturas así, una vieja pintura para una vieja
estancia. Era gente así, gente muy interesante, y si pienso en ella tan a
menudo y en tan extraños lugares, ello se debe a que jamás la volveré a ver, ni
sabré qué fue de ella. Dejaron esta casa porque querían cambiar el estilo de sus
muebles, eso fue lo que él dijo, y estaba él en trance de decir que, a su
parecer, el arte debe tener ideas detrás, cuando fuimos separados, tal como se
queda separado de la vieja dama en trance de verter el té y del joven a punto
de golpear la pelota de tenis en el jardín trasero de la villa en el barrio
residencial, cuando se pasa rápidamente en tren.
Pero, en
lo referente a la marca, realmente no estoy segura. A fin de cuentas, no creo
que fuera una marca dejada por un clavo; era demasiado grande, demasiado
redondeada. Hubiera podido levantarme, pero si me levantaba y la miraba, había
diez probabilidades contra una de que no supiera averiguarlo con certeza;
debido a que, cuando se hace una cosa, una nunca sabe cómo ocurrió. Oh, sí, el
misterio de la vida, la inexactitud del pensamiento... La ignorancia de la
humanidad... Para demostrar cuan poco dominio tenemos sobre nuestras posesiones
—cuan accidental es nuestro vivir, después de tanta civilización—, séame
permitido enumerar unas pocas cosas entre todas las que perdemos a lo largo de
nuestra vida, comenzando por la pérdida que siempre me ha parecido la más
misteriosa entre todas: ¿qué gato es capaz de masticar o qué ratón es capaz de
roer, tres estuches azul pálido de herramientas para encuadernar libros? Luego
vinieron los casos de las jaulas de pájaros, de los aros de hierro, de los
patines metálicos, del recipiente para carbón estilo Reina Ana, del tablero de
bagatela, del organillo... todo ello desaparecido, y también las joyas. Ópalos
y esmeraldas, enterrados están entre las raíces de los nabos. ¡Qué difícil e
irritante asunto es la certeza! Lo increíble es que lleve ropas puestas y esté
rodeada de sólidos muebles en este instante. En realidad, si se quiere comparar
la vida a algo, debe compararse a que la lancen a una por el túnel del metro a
cincuenta millas por hora, para acabar en el otro extremo, sin siquiera una
horquilla en el pelo. ¡Que la lancen a una a los pies de Dios totalmente
desnuda! ¡Cruzar, rodando los prados de asfódelo igual que los paquetes de
papel castaño son lanzados por el tobogán en correos! Con el cabello al viento,
como la cola de un caballo de carreras. Sí, esto parece expresar la rapidez de
la vida, el perpetuo destrozo y reparación, todo tan al azar, tan sin
sentido...
Pero
después de la vida. El lento arrancar de gruesos tallos verdes, de manera que
el cáliz de la flor, al inclinarse, no arroje sobre una un diluvio de luz roja
y morada. A fin de cuentas, ¿por qué no habría una de nacer allá, tal como
nació aquí, indefensa, sin habla, incapaz de centrar la vista, a tientas entre
las raíces del césped, entre los dedos de los pies de los Gigantes? Y en lo
tocante a decir lo que son árboles, lo que son hombres y mujeres, o si
semejantes entes existen, no se estará en condiciones de hacerlo en el curso de
cincuenta años aproximadamente. No habrá nada, salvo espacios de luz y de
tinieblas, cruzados por recias vallas, y quizá, bastante arriba, marcas en
forma de rosa de confuso color —oscuros rosados y azules— que, al paso del tiempo,
se harán menos confusas, se convertirán en... No sé en qué.
Pero esa
marca en la pared no es un agujero, ni mucho menos. Puede haber sido causada
por una sustancia redonda y negra, como un pequeño pétalo de rosa, resto del
pasado verano, ya que no soy un ama de casa muy esmerada —y, como demostración,
basta mirar, por ejemplo, el polvo en la repisa del hogar, polvo que, según
dicen, enterró a Troya tres veces, y sólo algunos fragmentos de cerámica se
resistieron a ser aniquilados, lo cual parece cierto.
El árbol
junto a la ventana golpea muy levemente el vidrio... Quiero pensar
tranquilamente, en calma, anchamente, sin ser jamás interrumpida, sin tenerme
que levantar jamás del sillón, deslizarme fácilmente de una cosa a otra, sin
sensación de hostilidad, de obstáculos. Quiero hundirme más y más, lejos de la
superficie, con sus duros y separados hechos. Para tranquilizarme, voy a
fijarme en la primera idea que se me ocurra... Shakespeare... Importa tanto
como cualquier otro. Un hombre que se sentaba firmemente en un sillón, y
contemplaba el fuego, de modo que... un diluvio de ideas caía perpetuamente
desde un cielo muy alto sobre su mente. Apoyaba la frente en la palma de la
mano, y la gente miraba por la puerta abierta, ya que esta escena ocurre,
supuestamente, en una noche de verano... Pero cuan aburrido es esto, esta
novela histórica... No me interesa nada. Me gustaría encontrar unos
pensamientos agradables, unos pensamientos que fueran un camino que
indirectamente me reportara prestigio, ya que éstos son los pensamientos más
agradables, y se encuentran muy a menudo incluso en la mente de la gente de
modesto color ratonil, que sinceramente cree que no le gusta oír que les canten
alabanzas. No son pensamientos que la alaben a una directamente; esto es lo bueno.
Todos ellos son pensamientos como el siguiente:
«Entonces
entré en el cuarto. Estaban hablando de botánica. Dije que había visto una flor
que crecía en un montón de tierra, en el solar de una vieja casa de Kingsway.
La semilla, dije, seguramente fue sembrada durante el reinado de Carlos I. ¿Qué
flores había en el reinado de Carlos I?» Esta fue mi pregunta. (Pero no
recuerdo la contestación.) Altas flores con bolas moradas quizás. Y así
sucesivamente. Todo el tiempo no hago más que evocar mi figura en mi mente,
amorosamente, furtivamente, sin adorarla a las claras, ya que, si lo hiciera,
me reprimiría, e inmediatamente alargaría la mano en busca de un libro para
protegerme a mí misma. De hecho, es curioso ver cuan instintivamente una
protege de la idolatría a la propia imagen, así como de cualquier otro
tratamiento que pudiera ponerla en ridículo, o que la alejara tanto del
original que no se pudiera creer en ella. ¿O quizá no sea tan curioso, a fin de
cuentas? Desde luego, es asunto de gran importancia. Cuando el espejo se rompe,
la imagen desaparece, y la romántica figura, rodeada de un bosque de verdes
profundidades, deja de existir, y sólo queda la cáscara de aquella persona que
es lo que los demás ven, ¡y cuan sofocante, superficial, pelado y abrupto se
vuelve el mundo! Un mundo en el que no se puede vivir. Cuando nos miramos los
unos a los otros en los autobuses o en los vagones del metro, miramos el
espejo; y esto explica la vaguedad y el vidriado brillo de nuestros ojos. Y en
el futuro los novelistas se darán más y más clara cuenta de la importancia de
estos reflejos, por cuanto, desde luego, no hay un solo reflejo, sino un número
infinito de ellos. Estas son las profundidades que explorarán, éstos son los
fantasmas que perseguirán, apartándose más y más de la descripción de la
realidad, en sus historias, dando por supuesto el conocimiento de ellas, tal
como hacían los griegos y quizá Shakespeare... Pero estas generalizaciones
carecen de todo valor. Traen a la memoria artículos de fondo, ministros del
gobierno; en realidad, toda una clase de cosas que, en la infancia, pensábamos
eran la cosa en sí misma, la cosa clásica, la cosa real, de la que una no se
podía apartar sin riesgo de una condena sin nombre. No sé por qué razón, las
generalizaciones evocan los domingos en Londres, los paseos de la tarde del
domingo, los almuerzos del domingo, y también maneras de hablar de los muertos,
así como las ropas y las costumbres, como la costumbre de estar todos reunidos
en una estancia, sentados, hasta cierta hora, a pesar de que a nadie le
gustaba. Para todo había una norma. La norma referente a los manteles, en aquel
período determinado, decía que debían ser bordados, con pequeños compartimentos
amarillos, como los que se ven en las fotografías de las alfombras que cubren
los pasillos de los palacios reales. Los manteles de diferente especie no eran
manteles verdaderos. Cuan sorprendente y, al mismo tiempo, cuan maravilloso fue
descubrir que esas cosas verdaderas, los almuerzos del domingo, los paseos del
domingo, las casas de campo y los manteles no eran totalmente reales, que en el
fondo eran medio fantasmales, y que la condena que recaía sobre el que se
mostraba incrédulo ante ellas sólo consistía en una sensación de libertad
ilegítima. Y me pregunto qué es lo que ahora ocupa el lugar de aquellas cosas,
aquellas cosas corrientes, reales. Un hombre quizá debiera ser una mujer; el
masculino punto de vista que gobierna nuestro vivir, que ha sentado la norma,
que ha establecido la Tabla de Precedencia del Whitaker, que se ha convertido,
a mi parecer, después de la guerra, en su mitad fantasmal para los hombres y
para las mujeres, que pronto, cabe esperar, será arrojada entre risas al cubo
de la basura al que van a parar los fantasmas, los aparadores de caoba, los grabados
de Landseer, los dioses y los demonios, etcétera, dejándonos con un ilegítimo
sentido de libertad. Si es que la libertad existe...
Bajo
ciertas luces, la marca en la pared parece surgir de la pared. No es totalmente
circular. No estoy segura, pero parece proyectar una visible sombra, de manera
que, si pasara el dedo por esta parte de la pared, el dedo ascendería y
descendería sobre un pequeño promontorio, como aquellos que se ven en los South
Downs y que son, según se dice, cementerios o castros. De entre una cosa y
otra, preferiría que fueran tumbas, por cuanto me gusta la melancolía al igual
que a la mayoría de los ingleses, y me parece natural, al término de una
caminata, pensar en los huesos enterrados bajo la hierba... Seguramente hay un
libro que trata del asunto. Algún anticuario habrá desenterrado esos huesos y
les habrá dado nombre... ¿Y qué clase de hombre es un anticuario? Me atrevería
a decir que, en su mayoría, son coroneles retirados, al mando de ancianos
obreros allí, arriba, que examinan piedras y grumos de tierra, y que entablan
correspondencia con los clérigos de la vecindad, lo cual, debido a que abren
las cartas a la hora del desayuno, les da sensación de importancia, y la
comparación de las puntas de flecha exige efectuar viajes a través de los
contornos para ir a las poblaciones, una agradable necesidad, tanto para los
clérigos como para sus esposas ya entradas en años que desean hacer jalea de
ciruela o limpiar el estudio, y tienen muy buenas razones para mantener en
estado de perpetua duda la cuestión de si es cementerio o castro, mientras el
coronel se siente placenteramente filosófico, al acumular pruebas en uno y otro
sentido. Cierto es que, a fin de cuentas, el coronel prefiere creer que se
trata de un castro. Y, al ser su tesis contradicha, el coronel pergeña un
folleto que se dispone a leer en la reunión trimestral de la sociedad local,
cuando la apoplejía le ataca, y su último pensamiento consciente no se centra
en su mujer, ni en sus hijos, sino en el castro y en la punta de flecha, que
ahora se encuentra en una vitrina del museo de la localidad, juntamente con el
pie de una asesina china, un puñado de clavos de los tiempos de Isabel I, gran
número de pipas de barro Tudor, una jarra romana y el vaso en que Nelson
bebió... algo que no sé.
No, no,
nada está demostrado, nada se sabe. Y si ahora me levantara, en este mismo
instante, y comprobara que la marca en la pared es realmente —¿qué voy a
decir?— la cabeza de un viejo y gigantesco clavo, clavado hace doscientos años,
que ahora, gracias al paciente desgaste producido por largas generaciones de
criadas, ha asomado la cabeza por la capa de pintura, y tiene la primera
impresión de la vida moderna, en esta estancia de paredes pintadas de blanco e
iluminada por el fuego del hogar, ¿qué ganaría, yo, con ello? ¿Conocimientos?
¿Más posibilidades de elaborar hipótesis? Sentada, soy tan capaz de pensar como
en pie. ¿Y qué es el conocimiento? ¿Qué son nuestros hombres eruditos sino los
descendientes de brujas y ermitaños que vivían agachados en cuevas y bosques,
cociendo hierbas e interrogando a ratones campestres, y consignando el lenguaje
de las estrellas? Y además menos honores les rendimos, a medida que nuestras
supersticiones menguan, y que nuestro respeto por la belleza y la salud de la
mente aumenta... Sí, cabe imaginar un mundo muy agradable. Un mundo tranquilo y
amplio, con flores muy rojas y azules en los campos bajo el cielo. Un mundo sin
profesores ni especialistas ni caseros con perfil de policía, un mundo que se
pudiera cortar con el pensamiento tal como el pez corta el agua con sus aletas,
rozando los tallos de los nenúfares, quedando suspendido sobre conglomerados de
blancos huevos marinos... De cuanta paz se goza en este fondo, enraizados en el
centro del mundo, y mirando hacia lo alto, a través de las aguas grises, con
sus bruscos rayos de luz, y con sus reflejos... ¡si no fuera por el Almanaque
de Whitaker!, ¡si no fuera por su Tabla de Precedencias!
Debo
ponerme en pie de un salto y ver por mí misma qué es realmente esta marca en la
pared, ¿un clavo, un pétalo de rosa, una grieta en la madera?
Y aquí
tenemos a la naturaleza jugando una vez más al viejo juego de la
autoconservación. La naturaleza se da cuenta de que esta clase de pensamiento
no hace más que amenazar con un derroche de energías, incluso con cierta
colisión con la realidad, por cuanto, ¿quién se atreverá jamás a alzar un dedo
contra la Tabla de Precedencias de Whitaker? Detrás del Arzobispo de Canterbury
va el Lord Presidente de la Cámara de los Lores; y el Lord Presidente de la
Cámara de los Lores va seguido por el Arzobispo de York. Siempre hay alguien
que va detrás de alguien, según la filosofía de Whitaker; y lo más importante
es saber quién va detrás de quién. Whitaker sabe, y tú deja, la naturaleza
aconseja, que esto te consuele en vez de enfurecerte; y si no puedes quedar
consolada, si tienes que destruir esta hora de paz, piensa en la marca en la
pared.
Comprendo
el juego de la naturaleza, su invitación a actuar, a fin de poner término a
todo pensamiento que amenace con excitar o causar dolor. De ahí, supongo, surge
nuestro desprecio por los hombres de acción: hombres, presumimos, que no
piensan. De todas maneras, nada malo hay en poner punto final a los
pensamientos desagradables, por el medio de mirar una marca en la pared.
Realmente,
ahora que he fijado la vista en la marca, tengo la sensación de haberme asido a
una tabla en el mar, siento una satisfactoria impresión de realidad que
inmediatamente convierte a los dos arzobispos y al Lord Presidente de la Cámara
de los Lores en proyecciones de sombras. Aquí hay algo definido, algo real. De
la misma manera, al despertar a medianoche de una pesadilla horrorosa, una
enciende apresuradamente la luz, y yace pasivamente, adorando la cómoda,
adorando la solidez, adorando la realidad, adorando el mundo impersonal que es
demostración de una existencia que no es la nuestra. Esto es aquello de lo que
una quiere tener certeza... Es agradable pensar en la madera. Procede de un
árbol; y los árboles crecen, y no sabemos cómo crecen. Crecen durante años y
años, sin prestarnos la más leve atención, en prados, en bosques, en las
riberas de los ríos, todo ello cosas en las que a una le gusta pensar. Bajo los
árboles, las vacas agitan la cola en las tardes calurosas; los árboles pintan a
los ríos tan verdes que, cuando una cerceta se lanza a las aguas, una espera
verla salir con las plumas teñidas de verde. Me gusta pensar en los peces, en
equilibrio contra la corriente, como una bandera tensada por el viento; y los
escarabajos peloteros levantando despacio cúpulas con el barro del río. Me
gusta pensar en el árbol en sí mismo: primero la inmediata y seca sensación de
ser madera, después su movimiento en la tormenta, después el lento y delicioso
correr de la savia. También me gusta pensar en el árbol, alzado en las noches
invernales en un campo solitario, con todas sus hojas prietamente enroscadas,
sin que nada tierno de él quede expuesto a las balas de hierro de la luna, un
mástil desnudo sobre la tierra que cae y cae durante toda la noche. El canto de
los pájaros forzosamente ha de tener un sonido muy alto y raro en el mes de
junio; y qué sensación de frío causarán las patas de los insectos sobre el
árbol, a medida que avanzan trabajosamente por las hendiduras de la corteza, o
toman el sol en la delgada y verde cúpula de las hojas, y miran rectamente al
frente con sus ojos rojos tallados como diamantes... Una tras otra, las fibras
se quiebran bajo la inmensa y fría presión de la tierra, y entonces llega la
última tormenta, y las ramas más altas, al caer, penetran de nuevo
profundamente en la tierra. A pesar de todo, la vida no ha terminado; quedan
millones de pacientes y vigilantes vidas para un árbol, a lo largo y ancho del
mundo, en dormitorios, en buques, en pavimentos, en cuartos de estar donde
hombres y mujeres se reúnen después de tomar el té y fuman cigarrillos. Rebosa
pensamientos de paz, pensamientos felices, este árbol. Me gustaría considerar
por separado cada árbol, pero hay un obstáculo que lo impide... ¿Dónde estaba?
¿De qué trataba? ¿Un árbol? ¿Un río? ¿Colinas? ¿El Almanaque de Whitaker?
¿Campos de asfódelo? Nada recuerdo. Todo se mueve, cae, resbala, se
desvanece... Hay una vasta conmoción de la materia. Alguien se encuentra en pie
junto a mí, y dice:
«Salgo a
comprar el periódico.»
«¿Sí?»
«Aunque
no vale la pena comprar el periódico... Nunca pasa nada. Maldita guerra; que
Dios la maldiga... De todas maneras, no veo por qué hemos de tener un caracol
en la pared.»
¡Ah, la
marca en la pared! Era un caracol.