Rosaura a las diez - Marco Denevi
(Fragmento)
DECLARACIÓN DE LA SEÑORA MILAGROS RAMONEDA, VIUDA DE PERALES, PROPIETARIA DE LA HOSPEDERÍA LA
MADRILEÑA DE LA
CALLE RIOJA, EN EL ANTIGUO BARRIO DEL ONCE
1
Todo esto
comenzó, señor mío, hará unos seis meses, aquella
mañana en que el cartero trajo un sobre rosa con un detestable perfume a violetas. O
quizá no, quizá será mejor que diga que empezó hace doce años, cuando vino a vivir a mi honrada casa un nuevo
huésped que confesó ser pintor y estar solo en el mundo.
Aquéllos eran
otros tiempos, ¿sabe usted?, tiempos difíciles, sobre todo para mi, viuda y con
tres hijas pequeñas. Los
pensionistas escaseaban, y los pocos que había eran, hablando mal y pronto, de
culo mal asentado, quiero decir, que hoy estaban en una pensión y mañana en
otra y en todas dejaban un clavo, o, apenas usted se descuidaba, le convertían su honrada casa en un
garito o alguna cosa peor, de modo que a los dueños de hospederías decentes nos era necesario, sí queríamos
conservar la decencia y la hospedería, un arte nada fácil, ahora desconocido y
creo que perdido para siempre: el
arte de atraer, seleccionar y afincar,
mediante cierta fórmula secreta, hecha a base de familiaridad y rigor, una
clientela más o menos honorable.
Había
que estar en guardia con los estudiantes de provincias, gente amiga de
trapisondas, muy alegre, sí, muy simpática,
pero que después de comerle el grano y alborotarle el gallinero, se le iba una
noche por la ventana y la dejaban a una, como dicen, cacareando y sin plumas; y
también con esas damiselas que, vamos, usted me entiende, que se acuestan al alba y se levantan
a la hora del almuerzo, y usted se pregunta de qué viven, porque trabajar no las ve; y aun con cienos caballeros
solos y distinguidos, como ellos mismos se llaman, de los que prefiero no
hablar. Y todavía me dejo en el buche otros peligros más frecuentes, aunque
menos disimulados, como, pongamos por caso,
los artistas de teatro, y líbreme Dios si andaban en gira, peligros, sin embargo, que a la
fin resultaban menos temibles que los otros que le dije, porque llevaban la luz roja encendida al frente y era posible
esquivarlos a tiempo y desde lejos.
Pero el
hombre que aquella mañana vino a llamar a la puerta
de mi honrada casa me pareció, a primera vista, completamente inofensivo. Era el mismo
hombrecito pequeñín y rubicundo que usted conoce, porque, ahora que caigo en ello, le diré que los años no
han pasado para él. La misma cara, el mismo bigotito rubio, las mismas arrugas alrededor de los ojos. Tal cual usted
lo ve ahora, tal cual era en aquel entonces. Y eso que entonces era poco más que un muchacho, pues andaría por los
veintiocho años.
La
primera impresión que me produjo fue buena. Lo tome por procurador, o escribano, o
cosa así, siempre dentro de lo leguleyo. No supe en un primer momento de dónde
sacaba yo esa idea. Quizá de aquel enorme sobre todo negro que le caía, sin mentirle,
como un cajón de muerto. O del anticuado sombrerito en forma de galera que, cuando salí a atenderlo, se quitó
respetuosamente, descubriendo un cráneo en forma de huevo de Pascua, rosado y
lustroso y adornado con una pelusilla rubia. Otra idea mía: se me antojó que el
hombrecito estaba subido a algo. Después hallé la explicación. Calzaba
unos tremendos zapatos, los zapatos más estrambóticos que he visto yo en mi vida, color ladrillo con
aplicaciones de gamuza negra, y unas suelas de goma tan altas, que parecía que
el hombrecito había andado sobre
cemento fresco y que el cemento
se le había pegado a los zapatones. Así quería él aumentarse la estatura, pero
lo que conseguía era tomar ese
aspecto ridículo del hombre calzado con tacos altos, como dicen que iban los
duques y los marqueses en otros tiempos,
cuando entre tanto lazo y tanta peluca y tanta media de seda y encajes y
plumas, todos parecían mujeres, y,
como yo digo, para saber quién era hombre, harían como hacían en mi pueblo con
los chiquillos que por los carnavales
se disfrazaban de mujer.
Además, se
veía que el hombrecito andaba como un obispo
in pártibus, quiero decir, sin casa y sin comida. En efecto, traía consigo una valija de
tamaño descomunal, toda llena de correas, de broches, de manijas, y tan enorme, pero tan enorme, que en un
primer momento sospeché que algún otro se la había traído hasta allí, dejándolo
solo con ella, como a un enano junto a una catedral. Una persona que anda por
la calle con semejante armatoste a cuestas se mete en cualquier parte, de modo
que deduje que mi candidato no sería hombre difícil.
Con una
vocecita aguda, quebrada de gallos, me preguntó:
-¿Aquí, este,
aquí alquilarían un cuarto con pensión?
Y esto me lo
preguntaba debajo de un gran letrero rojo que
decía: SE ALQUILAN CUARTOS CON PENSIÓN.
-Sí, señor
-le contesté.
-¡Ah! -dijo,
y se quedó callado, dando vueltas al sombrerete entre las manos y mirando para
todos lados, como si buscase
quién viniera a proseguir la conversación por él. Como no estábamos más que él
y yo, al cabo de unos minutos opté por ser yo la que continuase hablando.
-¿Usted
quiere alquilar una pieza?
-Este, sí,
señora.
-¿Toda la pieza para usted?
-Este, sí,
señora.
-Quiero
significarle, ¿sin compañero?
(Esto por
pura fórmula, ya que en aquel entonces tenía varios
cuartos desocupados.)
-Sí, señora.
-¡Ah! -dije,
y aquí me pareció oportuno quedarme a mi
vez callada y mirarlo fijamente.
Él puso cara
de intenso sufrimiento e hizo como que miraba
a una y otra esquina de la calle. Pero a mí con esas. El revoleo de ojos a izquierdas y
derechas era sólo un pretexto para poder pasarme rápidamente la vista por la
cara y espiar qué es lo que
haría. Pero yo no hacía nada, sino mirarlo.
Así nos
estuvimos un buen rato, los dos de pie, él en la vereda, yo en el umbral de la puerta,
sin hablar y estudiándonos mutuamente. «Vamos a ver quién gana», pensaba yo.
Pero el hombrecito seguía mudo y vigilando las esquinas, como si deseara irse y
yo no lo dejase. La galera giraba entre sus manos. Y aunque la mañana era fría,
el sudor comenzó a correrle por la frente. Cuando su cara fue ya la cara de un
San Lorenzo que empieza a sentir el fuego de la parrilla donde lo asan, tuve piedad.
-¿Su
profesión? -le pregunté.
Dio un
larguísimo suspiro, como sí durante todo aquel tiempo hubiera estado conteniendo el
aliento, y:
-Pintor
-contestó.
Vea usted,
jamás habría sospechado yo que un hombrecito vestido con aquel sobretodo negro
pudiese ser pintor.
-Pero -dije-,
¿pintor de cuadros o de paredes?
-Este, ah, de
cuadros -y lanzó una risita nerviosa, como
si hubiera confesado una picardía.
Su respuesta
no me gustó nada. Un pintor de paredes es un
pintor, y éste es un honrado oficio. Pero un pintor de cuadros se piensa que, además de
pintor, es artista y, lo que es más grave, se piensa que ha de vivir de su
arte. Y usted ya sabe el mucho
daño que han causado a las hospederías el
arte y los artistas.
Él debió de
leer en mi cara, porque no soy persona que disimule
sus sentimientos, la poca gracia que me había producido conocer su profesión,
pues la risita se le cortó como por ensalmo y se puso más rojo que una grana.
-¿Es usted
solo? -continué, a ver si por ese lado le hallaba alguna cosa buena.
-Sí, señora.
-Soltero,
claro está.
-Sí, señora
-y otra vez enrojeció.
-¿No tiene
parientes?
-No, señora,
no.
-¡Cómo! ¿Ni
un pariente?
-Oh, no, señora.
-Vamos,
vamos, alguna tía vieja, ¿eh?, algún primo lejano, ¿no es cierto?
-No, no,
nadie. Estoy -se miró las uñas-, estoy solo en
el mundo.
Y otra vez
puso cara de sufrimiento. Vamos, saberlo solo en el mundo algo mitigaba el mal
efecto que me había causado su
malhadada profesión. Y él debió de comprenderlo así, porque se puso a negar que
tenía familia, amigos, hasta
simples conocidos, con tanta vehemencia, como si negase haberme robado la
cartera o asesinado a mis hijas. El
pobre, evidentemente, deseaba conquistarse mi simpatía, y una dueña de casa de
huéspedes tenía en aquellos tiempos
tan pocas ocasiones de sentirse objeto de ninguna conquista, que su actitud me
conmovió.
-Y dígame una
cosa -le pregunté, para tirarle un poquito de la lengua-, ¿por qué dejó la otra
hospedería?
Abrió tamaños
ojos.
-¿Cuál otra?
-Hombre, la
hospedería donde ha estado usted viviendo hasta ahora.
-¡Oh, no! -y
meneó la cabeza y pestañeó repetidamente, como una solterona a la que le han
preguntado sí sale de noche-.
Jamás he vivido en hospederías.
¡De modo que
era primerizo! Tanto mejor. Aunque usted no lo crea, yo prefiero estos
primerizos a los otros, a los que
se han pasado la vida de pensión en pensión y conocen todas las triquiñuelas y
las trampas y las mañas del oficio
de huésped, y le juegan a una unos ajedreces, que llámese contento el que les
hace tablas. En cambio éstos, los inocentes,
los virginales, aunque en los primeros tiempos fastidien un poco con la idea de
que siguen viviendo en una casa,
son muy fáciles de manejar, y tan educados, tan sin picardía, que, como le dije
antes, se termina por preferirlos.
-¿Y dónde ha
vivido usted hasta ahora, si puede saberse? -continué.
-Este, en mí
casa.
-¿Vivía solo?
-No, no, con
mi padre.
-¡Pero por
las llagas de Cristo! ¿No acaba de decirme que estaba solo en el mundo? Y ahora
resulta que tiene padre.
-Acaba de
fallecer -murmuro.
-¡Ay,
perdóneme usted! -entonces caí en la cuenta de que llevaba corbata negra y un brazal
de luto en la manga del sobretodo.
Claro, eran estos crespones los que habían hecho que lo tomase por un
procurador-. Lo acompaño en el
sentimiento -y le di la mano.
-Muchas
gracias.
-¿Y cuánto
hace que murió su padre?
-Un mes.
-Dios mío,
está todavía caliente el cadáver, como dicen. ¿Y de qué murió?
-De
apoplejía.
-¡Ah! ¿Tomaba
mucho?
-¡Oh, no!
-Dígamelo a
mi. Mi marido murió de lo mismo, y había que ver cómo le gustaba empinar el
codo.
-Pero, este,
pero mi padre...
-Está bien, a
usted le costará confesarlo ahora, por el luto
reciente. Y dígame, ¿fue una cosa repentina?
-Sí, señora.
-Como a mi
marido. Seguro que ocurrió después de una
mona.
-¡Oh, no, `e
juro!
-Bah, aunque
usted no lo diga. Habrá empezado a gritar, a hacer escándalo, y de golpe,
¡paf!, se pone amoratado, los ojos le dan vueltas, tambalea, cae al suelo...
Como vi que
se llevaba el pañuelo a los ojos, me pareció prudente
cambiar de conversación.
-Bien, bien
-dije, para distraerlo-. Si usted está dispuesto a alquilar la pieza, le diré
las condiciones.
-Sí, señora.
-Ochenta
pesos al mes. Pago adelantado. La pensión comprende
desayuno, almuerzo y cena. El almuerzo se sirve
a las doce y media y la cena a las nueve. En punto. El que no está a esa hora, pues no come.
El uso del baño es común. Está
prohibido tener luz encendida en los cuartos después
de las once de la noche. También está prohibido tener radio, fonógrafo y animales. Yo
tengo un gato, pero ese no es un
animal, como usted tendrá ocasión de comprobarlo. El lavado y planchado de la
ropa puede dármelos a mí si quiere, por un pequeño precio extra. Lo mismo las bebidas. Pero esto de las bebidas
lo digo por pura fórmula, ya que a mis huéspedes no les permito beber sino agua, que, como dicen, ni enferma ni
adeuda. Aquí no entra una gota de alcohol, así me la paguen a precio de oro. Bastante he sufrido con mi difunto
esposo a causa de eso. Acuérdese
usted de su padre. Bien, creo no haberme olvidado de nada.
Ni chistó. Al
contrario, a cada una de mis palabras hacía una reverencia, como si yo
estuviera dándole órdenes.
-Además
-proseguí- es bueno que sepa que si tiene la dicha
de venir a vivir a mi honrada casa, vivirá en un hogar decente, no en una
fonda. Aquí, señor mío, reina la más
estricta moralidad. De modo que ciertas visitas, y ciertas jaranas, y ciertas
libertades de lenguaje o de costumbres, aquí no están permitidas. Es que,
hágase cargo. Tengo tres hijas
pequeñas, la mayor de las cuales no pasa de
los doce. Yo y ellas y mis huéspedes formamos todos una gran familia, comemos en la misma
mesa, yo soy para todos como una
madre, todos son para mí como unos hijos, y no es cuestión de que venga un don
Juan de afuera a echarse sus
ternos de compadrito o de arrabalero o a hacer lo que no haría en su casa, si la
tuviese.
El hombrecito
no tenía trazas de don Juan, pero nunca se
sabe. El comprendió perfectamente a dónde yo iba. Y tanto lo comprendió, que se puso rojo
como un tomate. Le diré que es
hombre de enrojecer a cada tres por cuatro, como
pronto lo comprobé, pero se ruboriza con tanta frecuencia, que esos tornasoles
son ya el color de su cara.
-Finalmente
-dije (y aquí hice una pausa)-, finalmente, señor. No es que yo desconfíe de
usted. Líbreme Dios de ello. Al
contrario, al contrario. Usted parece persona de bien, seria y respetable.
Dicen que la cara es el espejo del alma, y usted tiene cara de bueno. Pero ni
la cara de usted,
desgraciadamente, me salva de ser viuda, ni de tener tres hijas a mi exclusivo
cargo, ni de vivir en los calamitosos tiempos en que vivimos, con las Europas
en guerra. Sin un hombre que mire por mí, he tenido que salir a la arena, como dicen, a pelear por mi
sustento y por el de mis tiernas
hijas, y en tales lides, donde la natural debilidad de la mujer no encuentra sino
desventajas, mucho es lo que llevo
padecido, porque yo soy la del refrán, que duelos me hicieron negra, que yo blanca me era,
así que excusado será que tenga
la piel sensible quien de cicatrices anda vestido.
-¡Es cierto,
es cierto! -aprobó calurosamente el hombrecito, al parecer muy impresionado por
mis palabras, de las que estoy
segura no entendió ni jota.
-Bien, señor
-continué, lánguidamente (sin dejar de darle,
en este capítulo de nuestra conversación, el trato de A fin de evitar disgustos y
pleitos y dolores de cabeza, que
yo soy la primera en aborrecer, y para mayor tranquilidad
tanto de una parte como de la otra, mis huéspedes suelen ofrecerme, antes de
instalarse en mí honrada casa,
alguna garantía, alguna prueba de solvencia o, en su defecto...
No me dejó
terminar. Con agradecimiento y veneración, y con una prontitud que me hizo
sospechar que esperaba la cosa, metió la mano en un inmenso bolsillo del
sobretodo y extrajo una libreta. Después de abrirla en una de las últimas páginas me la entregó con
una reverencia. Era una libreta
del Banco Francés. La página mostraba, en grandes
números azules, lo que debía de ser el saldo de la cuenta de ahorro del hombrecito. Con
sorpresa y, no le miento, con
alivio, leí: $ 58.700.- moneda nacional. La suma
era tan respetable, que en seguida quedé reconciliada con las pintorreas artísticas del
nuevo huésped.
No esperé
más. Le devolví la libreta, me hice a un lado, le mostré el interior de mi honrada
casa, le dije:
-La pieza es
suya, señor. ¿Gusta seguirme?
Y me dispuse
a presenciar cómo se las arreglaba con la valija.
El hombrecito
se inclinó sobre el monstruo, lo tomó con
ambas manos, hizo un terrible esfuerzo que le empurpuró toda la cara hasta
convertírsela en una sola mancha roja
sin facciones, consiguió levantarlo, se lo echó delante, y sosteniéndolo, tanto con los brazos
como con el resto del cuerpo,
curvada la espalda, comenzó a andar detrás de mí.
Entramos.
Mientras atravesábamos la primera galería, algunos
huéspedes empezaron a asomarse a la puerta de sus respectivas habitaciones
y a observar con descaro al hombrecito, y hasta a hacer sus comentarios, ellos
creerían que en voz baja, pero el
otro los oiría, como los oía yo. El pobre sudaba como un caballo. A cada paso
que daba las rodillas le golpeaban en la valija, y la valija se encabritaba como un buque en alta mar. Para colmo,
los zapatones le chillaban
escandalosamente. Parecía que iba aplastando caracoles.
Uno, un
sinvergüenza que no trabajaba desde hacía años,
porque decía que esperaba un nombramiento en no sé qué ministerio, pero que no lo
nombraban porque decía que el
ministro le tenía rabia, y que entretanto me debía ocho meses de pensión, cuando el
hombrecito pasó a su lado lo miró
de arriba abajo, y sin quitarse siquiera el cigarrillo de la boca lo llamo:
-¡Señor! ¡Señor!
Y como el
hombrecito se detuviese y lo mirase, agregó, lo
más fresco:
-Disculpe que
no le ayude a llevar la valijita, pero, ¿sabe?,
tengo la hernia.
Y todavía el
pobre Cristo que le contesta:
-Muchas
gracias, no faltaba más.
Imagínese la
carcajada de todos.
Por fin
salimos del vía crucis de la galería y llegamos al comedor. Allí estaban mis tres hijas,
que interrumpieron sus juegos
para ponerse a contemplar al nuevo huésped. Me
acuerdo que las tres lo miraban en silencio, muy seriecitas, y en eso la más
chiquitina, apuntando con un dedo a los
pies del hombrecito, sentencio:
-No pagó los
zapatos.
Yo me volví y
le dije, tanto como para disimular:
-Cosas de
criaturas.
Pero él tenía
otra vez la cara de San Lorenzo mártir, y no
me respondió.
Salimos del
comedor y seguimos por la segunda galería hasta
llegar al cuarto que yo le tenía ya destinado, un cuarto un poquito oscuro, y algo
húmedo, pero tan tranquilo, que me pareció de perlas para un artista. Hay allí
un par de camitas de bronce, un
ropero, una mesita de luz, todo
reluciente, todo hecho un espejo. Y en las paredes, retratos de Carlos Gardel y
de Rodolfo Valentino.
Abrí la
puerta y lo invité a que entrase. Entró haciendo reverencias con el cuerpo y la valija.
-Mire a ver si
le gusta-le dije.
-Está muy
bien, está muy bien -murmuró. Pero no miraba
nada. Había colocado el baúl en el suelo y se enjugaba el sudor de la frente
con un gran pañuelo orlado de negro.
Parecía muerto de cansancio. No vería el momento de quitarse aquellos horribles
zapatones.
-Pues
entonces -dije- no hay más que hablar. El cuarto
es suyo. Aunque tiene dos camas, no le pondré compañero
mientras usted no desee lo contrario y pague lo
que corresponda. Aquí lo dejo.
Pero no lo
dejé. Me quedé mirándolo. Él, a su vez, en los
últimos estertores de su agonía, me observaba de reojo.
-Ya sabe
usted el reglamento -continué-. El almuerzo a las doce y media, la cena a las
nueve...
-Sí, sí,
gracias.
-Y el pago
adelantado.
Con la palma
de la mano se dio un golpe en la frente, que
no sé como no se la partió en dos; susurró un rosario de disculpas, y ahuecando el pecho y
con un ademán como si fuera a
rascarse el sobaco, pescó de un bolsillo interior del traje la cartera, una cartera que
reventaba de papeles de toda
índole, y me abonó los ochenta pesos.
-Una última
formalidad -dije, y el hombrecito cerró los
ojos-. ¿Su nombre, si me hace el obsequio?
Otra vez
anduvo a la pesca de la cartera, separó una tarjeta y me la entregó. Leí:
"Camilo Canegato - Pintor - Restaurador de cuadros - Perito en arte -
Especialista en retratos al óleo».
Los títulos
me gustaron mucho, pero el nombre me hizo
la mar de gracia. ¡Mire usted que llamarse Canegato un hombrecito de aspecto tan pacífico!
Delante de él me contuve, pero al
saludarlo y retirarme para dejarlo solo, ya la
cara me temblaba de risa. Cuando llegué al comedor no pude aguantar las carcajadas. Mis
hijas también se pusieron a reír,
aunque no sabían de qué. Después me arrepentí, porque sé que desde su cuarto se oye
todo cuanto ocurre en el comedor. (...)