«Aunque la ley británica no haya podido protegerlo,
la espada de la justicia
sigue presente para vengarle.»
la espada de la justicia
sigue presente para vengarle.»
-Doctor Trevelyan
Al
dar una ojeada a la serie un tanto incoherente de memorias con las que he
tratado de ilustrar algunas de las peculiaridades mentales de mi amigo el
señor Sherlock Holmes, me ha chocado la dificultad que siempre he experimentado
al elegir ejemplos que respondan en todos los aspectos a mi propósito. Y es que
en aquellos casos en los que Holmes ha efectuado algún tour-de-force de razonamiento analítico y ha
demostrado el valor de sus peculiares métodos de investigación, los hechos en
sí han sido a menudo tan endebles o tan vulgares que no he encontrado
justificación para exponerlos ante el público. Por otra parte, ha ocurrido con
frecuencia que ha intervenido en alguna investigación cuyos hechos han sido de
un carácter de lo más notable y dramático, pero en la que su participación en
determinar sus causas ha sido menos pronunciada de lo que yo, como biógrafo
suyo, pudiera desear. El asuntillo que he relatado bajo el título Estudio en
escarlata y aquel otro caso relacionado con la desaparición de la Gloria Scott,
pueden servir como ejemplos de esas Escila y Caribdis que siempre están amenazando
a su historiador. Bien puede ser que, en el caso sobre el que ahora me dispongo
a escribir, el papel interpretado por mi amigo no quede suficientemente
acentuado y, sin embargo, toda la secuencia de circunstancias es tan notable
que no me es posible omitirla sin más en esta serie.
No
puedo estar seguro de la fecha exacta, pues algunos de mis memorandos al
respecto se han extraviado, pero debió de ser hacia el final del primer año
durante el cual Holmes y yo compartimos habitaciones en Baker Street. Hacía un
tiempo tempestuoso propio de octubre y los dos nos habíamos quedado todo el día
en casa, yo porque temía enfrentarme al cortante viento otoñal con mi
quebrantada salud, mientras que él estaba sumido en una de aquellas complicadas
investigaciones químicas que tan profundamente le absorbían mientras se
entregaba a ellas. Al atardecer, sin embargo, la rotura de un tubo de ensayo
puso un final prematuro a su búsqueda y le hizo abandonar su silla con una
exclamación de impaciencia y el ceño fruncido.
-Una
jornada de trabajo perdida, Watson -dijo, acercándose a la ventana-. ¡Ajá! Han
salido las estrellas y ha menguado el viento. ¿Qué me diría de un paseo a
través de Londres?
Yo
estaba cansado de nuestra pequeña sala de estar y asentí con placer, mientras
me protegía del aire nocturno con una bufanda subida hasta la nariz. Durante
tres horas caminamos los dos, observando el caleidoscopio siempre cambiante de
la vida, con sus mareas menguante y creciente a lo largo de Fleet Street y del
Strand. Holmes se había despojado de su malhumor temporal, y su conversación
característica, con su aguda observación de los detalles y sutil capacidad
deductiva, me mantenía divertido y subyugado. Dieron las diez antes de que
llegáramos a Baker Street. Un brougham esperaba ante nuestra puerta.
-¡Hum!
Un médico... y de medicina general, según veo -comentó Holmes-. No lleva largo
tiempo en el oficio, pero tiene mucho trabajo. ¡Supongo que ha venido a
consultarnos! ¡Es una suerte que hayamos vuelto!
Yo
estaba suficientemente familiarizado con los métodos de Holmes para poder
seguir su razonamiento, y ver que la índole y el estado de los diversos
instrumentos médicos en el cesto de mimbre colgado junto al farolillo dentro
del coche le había proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz de
nuestra ventana, arriba, denotaba que esta tardía visita nos estaba
efectivamente dedicada. Con cierta curiosidad respecto a qué podía habernos
enviado un colega médico a semejantes horas, seguí a Holmes hasta nuestro
sanctum.
Un
hombre de cara pálida y flaca, con rubias patillas, se levantó de su asiento
junto al fuego apenas entramos nosotros. Su edad tal vez no rebasara los
treinta y tres o treinta y cuatro años, pero su semblante ojeroso y el color
poco saludable de su tez indicaban una existencia que le había minado el vigor
y le había despojado de su juventud. Sus ademanes eran tímidos y nerviosos,
como los de un hombre muy sensible, y la mano blanca y delgada que apoyaba en
la repisa de la chimenea era la de un artista más bien que la de un cirujano.
Su indumentaria era discreta y oscura: levita negra, pantalones gris marengo y
un toque de color en su corbata.
-Buenas
noches, doctor -le saludó Holmes afablemente-. Me tranquiliza ver que sólo
lleva unos minutos esperando.
-¿Ha
hablado con mi cochero, pues?
-No,
me lo ha dicho la vela en la mesa lateral. Le ruego que vuelva a sentarse y me
haga saber en qué puedo servirle.
-Soy
el doctor Percy Trevelyan -dijo nuestro visitante-, y vivo en el número 403 de
Brook Street.
-¿No
es usted el autor de una monografía sobre oscuras lesiones nerviosas? -inquirí.
La
satisfacción arreboló sus pálidas mejillas al oír que su obra me era conocida.
-Tan
rara vez oigo hablar de ella que ya la consideraba como definitivamente
desaparecida -dijo-. Mis editores me dan las noticias más desalentadoras sobre
su cifra de ventas. Supongo que usted también es médico...
-Cirujano
militar retirado.
-Mi
afición han sido siempre las enfermedades de origen nervioso. Hubiera deseado
hacer de ellas mi única especialidad, pero, como es natural, hay que aceptar lo
primero que se ponga a mano. Sin embargo, esto se sale de nuestro asunto, señor
Sherlock Holmes, y me consta lo muy valioso que es su tiempo. Lo cierto es que
ha ocurrido recientemente una singular cadena de acontecimientos en mi
domicilio de Brook Street y esta noche las cosas han llegado a un extremo que
me ha impedido esperar ni una hora más para venir a pedirle consejo y ayuda.
Sherlock
Holmes se sentó y encendió su pipa.
-Gustosamente
procuraré darle ambas cosas -repuso-. Le ruego que me haga un relato detallado
sobre las circunstancias que le han inquietado.
-Alguna
de ellas es tan trivial -dijo el doctor Treveyan-, que en realidad casi me
avergüenzo de mencionarla. Pero el asunto es tan inexplicable y el cariz que
recientemente ha tomado es tan enrevesado, que se lo explicaré todo y usted
juzgará lo que es esencial y lo que no lo es.
»Para
empezar, me veo obligado a decir algo acerca de mis estudios universitarios.
Los cursé en la Universidad de Londres, y estoy seguro de que no creerán que me
dedico indebidas alabanzas si digo que mis profesores consideraban como muy
prometedora mi carrera estudiantil. Después de graduarme, seguí dedicándome a
la investigación, ocupando una plaza menor en el King’s College Hospital, y
tuve la suerte de suscitar un interés considerable con mis trabajos sobre la
patología de la catalepsia y ganar finalmente el premio y la medalla Bruce
Pinkerton por la monografía sobre lesiones nerviosas a la que acaba de aludir
su amigo. No exageraría si dijera que en aquella época existía la impresión
general de que me esperaba una carrera distinguida.
»Pero
mi gran obstáculo consistía en mi perentoria necesidad de un capital. Como
usted comprenderá perfectamente, un especialista con miras altas tiene que
comenzar en alguna de una docena de calles de los alrededores de Cavendish
Square, todas las cuales exigen alquileres enormes y grandes gastos de
amueblamiento. Además de este desembolso preliminar, ha de estar en condiciones
para mantenerse varios años y para alquilar un carruaje y un caballo
presentables. Esto se hallaba mucho más allá de mis posibilidades, y sólo podía
esperar que, a fuerza de economías, en diez años pudiera ahorrar lo bastante
para permitirme colgar la placa. Pero de pronto un incidente inesperado abrió
ante mí una perspectiva totalmente nueva.
»Se
trató de la visita de un caballero llamado Blessington, que era para mí un
perfecto desconocido. Vino una mañana a mis habitaciones y al instante fue al
grano.
»-¿Es
usted el mismo Percy Trevelyan que ha cursado una carrera tan distinguida y
últimamente ha ganado un gran premio? -preguntó.
»Yo
me incliné.
»
-Contésteme con franqueza -prosiguió-, pues como verá, ello redunda en su
interés. Tiene usted toda la inteligencia que proporciona el éxito a un hombre.
¿Tiene también el tacto?
»No
pude evitar una sonrisa ante la brusquedad de esta pregunta.
»-Confio
tener el que me corresponde -repliqué.
»-¿Alguna
mala costumbre? Supongo que no le dará por la bebida, ¿verdad?
»
-Verdaderamente, caballero... -exclamé.
»-¿Muy
bien! ¡Todo muy bien! Pero no tenía más remedio que preguntárselo. Y con todas
estas cualidades, ¿cómo es que no ejerce?
»Me
encogí de hombros.
»-Vamos,
hombre, vamos -exclamó con voz estentórea-, la vieja historia de siempre: «Hay
más en un cerebro que en su bolsillo», ¿no es así? ¿Y qué diría si yo le
instalara en Brook Street?
»Me
quedé mirándole estupefacto.
»-¡Sí,
pero obro en mi interés, no en el de usted!
-gritó-.
Le hablaré con perfecta franqueza, y si usted está de acuerdo, yo lo estaré
también. Sepa que tengo unos cuantos miles de libras para invertir, y creo que
voy a jugármelos con usted.
»-¿Pero
por qué? -balbuceé.
»-Es
como cualquier otra especulación, se lo aseguro, y más conveniente que la
mayoría de ellas.
»-¿Y
qué debo hacer yo, pues?
»-Se
lo explicaré. Yo buscaré la casa, la amueblaré, pagaré las criadas y lo
administraré todo. Lo único que debe usted hacer es desgastar el asiento de su
silla en el gabinete de consulta. Le dejaré que disponga de dinero de bolsillo
y de todo lo necesario. Después, usted me entregará las tres cuartas partes de
lo que gane y se reservará para sí el otro cuarto.
»Y
tal fue la extraña proposición, señor Holmes, con la que se me presentó ese
Blessington. No le cansaré con el relato de nuestros regateos y negociaciones,
pero terminaron con mi traslado a la casa el día de la Anunciación y el
comienzo de mi labor prácticamente en las mismas condiciones que él había
sugerido. El vino a vivir conmigo, en la categoría de un paciente interno. Tenía,
según parece, el corazón débil y necesitaba una constante supervisión médica.
Convirtió las dos mejores habitaciones de la primera planta en sala de estar y
dormitorio para él. Era hombre de hábitos singulares, que evitaba las compañías
y muy rara vez salía de casa. Su vida era irregular, pero en un aspecto era la
regularidad personificada. Cada noche, a la misma hora, entraba en mi
consultorio, examinaba los libros, depositaba cinco chelines y tres penique por
cada guinea que yo hubiera ganado y se llevaba el resto para guardarlo en la
caja fuerte de su habitación.
»Puedo
afirmar confiadamente que jamás tuvo motivo para lamentar su especulación.
Desde el primer día, ésta fue un éxito. Unos cuantos casos acertados y la
reputación que yo me había forjado en el hospital me situaron en seguida en
primera fila. En el transcurso de los últimos años he hecho de él un hombre
rico.
»Y esto es todo, señor Holmes, en lo tocante a mi historia pasada y mis
relaciones con el señor Blessington. Sólo me queda por explicar lo que ha
ocurrido y me ha traído aquí esta noche.
»Hace
unas semanas, el señor Blessington acudió a mí, presa, según me pareció, de una
considerable agitación. Me habló de un robo que, según dijo, se había
perpetrado en el West End. Recuerdo que se mostró exageradamente alarmado al
respecto, hasta el punto de declarar que no pasaría ni un día más sin que
añadiéramos unos cerrojos más sólidos a nuestras puertas y ventanas. Durante
una semana se mantuvo en un peculiar estado de inquietud, acechando continuamente
desde la ventana y dejando de practicar el breve paseo que usualmente
constituía el preludio de su cena. Por su actitud, tuve la impresión de que era
presa de un miedo mortal causado por alguien o por algo, pero, cuando le
interrogué al respecto, se mostró tan efusivo que me vi obligado a abandonar
ese tema. Gradualmente, con el paso del tiempo sus temores parecieron
extinguirse, y ya había reanudado sus hábitos anteriores, cuando un nuevo
acontecimiento lo redujo al penoso estado de postración en el que ahora se
encuentra.
»Lo
que ocurrió fue lo siguiente. Hace dos días recibí la carta que ahora le leeré.
No lleva dirección ni fecha:
«
Un noble ruso que ahora reside en Inglaterra, se alegraría de procurarse la
asistencia profesional del doctor Percy Trevelyan. Hace años que es víctima de
ataques de catalepsia, en los que, como es bien sabido, el doctor Trevelyan es
una autoridad. Tiene la intención de visitarle mañana, a las seis y cuarto de
la tarde, si el doctor Trevelyan cree conveniente encontrarse en su casa.»
»Esta
carta me interesó muchísimo, pues la principal dificultad en el estudio de la
catalepsia es la rareza de esta enfermedad. Comprenderá, pues, que me
encontrase en mi consultorio cuando, a la hora convenida, el botones hizo pasar
al paciente.
»Era
un hombre de avanzada edad, delgado, de expresión grave y aspecto corriente,
sin corresponder ni mucho menos al concepto que uno se forma sobre un noble
ruso. Mucho más me impresionó la apariencia de su acompañante. Era un joven
alto, sorprendentemente apuesto, con una cara morena y de expresión fiera, y
las extremidades y pecho de un Hércules. Con la mano bajo el brazo del otro al
entrar, le ayudó a sentarse en una silla con una ternura que difícilmente se
hubiera esperado de él, dado su aspecto.
»-Excuse
mi intromisión, doctor -me dijo en inglés con un ligero ceceo-. Es mi padre, y
su salud es para mí una cuestión de la más extrema importancia.
»Me
emocionó esta ansiedad filial y dije:
»-Supongo
que querrá quedarse aquí durante la visita.
»-¡Por
nada del mundo! -gritó con una expresión de horror-. Esto es para mí más penoso
de lo que yo pueda expresar. Si llegara a ver a mi padre en uno de estos
terribles ataques, estoy convencido de que no podría sobrevivir a ello. Mi
sistema nervioso es excepcionalmente sensible. Con su permiso, yo me quedaré en
la sala de espera mientras usted reconoce a mi padre.
»Como
es natural, asentí y el joven se retiró. El paciente y yo nos entregamos
entonces a una conversación sobre su caso, y yo tomé notas exhaustivas. No era
hombre notable por su inteligencia y sus respuestas eran con frecuencia
oscuras, cosa que atribuí a sus ilimitados conocimientos de nuestro idioma. De
pronto, sin embargo, mientras yo escribía, dejó de contestar a mis preguntas y,
al volverme hacia él, me causó una fuerte impresión verle sentado muy enhiesto
en su silla, mirándome con una cara rígida y totalmente inexpresiva. Una vez
más, era presa de su misteriosa enfermedad.
»Mi
primer sentimiento, como ya he dicho, fue de compasión y horror, pero mucho me
temo que el segundo fuese de satisfacción profesional. Tomé nota del pulso y la
temperatura de mi paciente, palpé la rigidez de sus músculos y examiné sus
reflejos. No había nada acusadamente anormal en ninguno de estos factores, lo
cual coincidía con mis anteriores experiencias. En estos casos yo había
obtenido buenos resultados con la inhalación de nitrito de amilo, y el actual
parecía una admirable oportunidad para poner a prueba sus virtudes. La botella
estaba abajo, en mi laboratorio, por lo que, dejando a mi paciente sentado en
su silla, corrí a buscarla. Me retrasé un poco, buscándola, digamos cinco
minutos, y regresé. ¡Imagine mi estupefacción al encontrar vacía la habitación!
¡El paciente se había marchado!
»Desde
luego, lo primero que hice fue correr en seguida a la sala de espera. El hijo
había desaparecido también. La puerta del vestíbulo de entrada había quedado
entornada, pero no cerrada. Mi botones, que hace pasar a los pacientes, es un
chico nuevo en el oficio y nada tiene de avispado. Espera abajo, y sube para
acompañarlos hasta la salida cuando yo toco el timbre del consultorio. No había
oído nada, y el asunto quedó envuelto en el misterio. Poco después, llegó el
señor Blessington de su paseo, pero no le conté nada de lo sucedido, puesto
que, para ser sincero, he adoptado la costumbre de mantener con él, dentro de
lo posible un mínimo de comunicación.
»Pues
bien, no pensaba yo que volviera a saber algo más del ruso y su hijo, y puede
imaginar mi asombro cuando esta tarde, a la misma hora, ambos entraron en mi
consultorio, tal como habían hecho antes.
»-Creo
doctor que le debo mis sinceras excusas por mi brusca partida de ayer -dijo mi
paciente.
»-Confieso
que me sorprendió mucho -repuse.
»-Lo
cierto es -explicó- que, cuando me recupero de estos ataques, mi mente siempre
queda como nublada respecto a todo lo que haya ocurrido antes. Me desperté en
una habitación desconocida, tal como me pareció entonces a mí, y me dirigí
hacia la calle, como aturdido, mientras usted se encontraba ausente.
»-Y
yo -añadió el hijo-, al ver a mi padre atravesar la puerta de la sala de
espera, pensé, como es natural, que había terminado la visita. Hasta que
llegamos a casa, no empecé a comprender lo que en realidad había sucedido.
»-Bien
-dije yo, riéndome-, nada malo ha ocurrido, excepto que el hecho me intrigó
muchísimo. Por consiguiente, caballero, si me hace el favor de pasar a la sala
de espera, yo continuaré gustosamente la visita que ayer tuvo un final tan
repentino.
»Durante
una media hora, comenté con el anciano sus síntomas y después, tras haberle
extendido una receta, le vi marcharse apoyado en el brazo de su hijo.
»Ya
le he dicho que el señor Blessington elegía generalmente esta hora del día para
salir a hacer su ejercicio. Llegó poco después y subió al piso. Momentos más
tarde le oí bajar precipitadamente y entró atropelladamente en mi consultorio,
como el hombre al que ha enloquecido el pánico.
»-¿Quién
ha entrado en mi habitación? -gritó.
»-Nadie
-contesté.
»-¡Mentira!
-chilló-. ¡Suba y lo verá!
»Pasé
por alto la grosería de su lenguaje, ya que parecía casi desquiciado a causa
del miedo. Cuando subí con él, me señaló unas huellas de pisadas en la alfombra
de color claro.
»-¿Se
atreverá a decir que son mías? -gritó.
»Desde
luego, eran mucho más grandes que las que él hubiese podido dejar y eran
evidentemente muy recientes. Como saben, esta tarde ha llovido de firme y los
únicos visitantes han sido ellos dos. Debió de ocurrir, pues, que el hombre de
la sala de espera, por alguna razón desconocida y mientras yo estaba ocupado
con el otro, hubiera subido a la habitación de mi paciente interno. Allí nada
se tocó ni nada había desaparecido, pero la evidencia de aquellas huellas
demostraba que la intrusión era un hecho del que no se podía dudar.
»El
señor Blessington parecía más excitado por el suceso de cuanto yo hubiese
creído posible, aunque, desde luego, la situación era apta para turbar la
tranquilidad de cualquiera. Llegó incluso a sentarse en una butaca, llorando, y
apenas pude conseguir que hablara con coherencia. Fue sugerencia suya que yo
viniese a verle a usted y, claro, en seguida vi que era una idea acertada, ya
que no cabe duda de que el incidente es de lo más singular, aunque se tenga la
impresión de que él exagera enormemente su importancia. Si quieren ustedes
volver conmigo en mi brougham, al menos podrán calmarlo, aunque me cuesta
imaginar que pueda dar una explicación a este notable suceso.
Sherlock
Holmes escuchó esta larga narración con una atención que a mí me indicaba que
le había despertado un vivo interés. Su cara era tan impasible como siempre,
pero sus párpados habían descendido con mayor pesadez sobre sus ojos, y el humo
se había ensortijado con más espesor al salir de su pipa, como para dar énfasis
a cada episodio curioso en el relato del doctor. Al llegar nuestro visitante a
la conclusión del mismo, Holmes se levantó de un salto sin pronunciar palabra,
me entregó mi sombrero, cogió el suyo de la mesa y seguimos al doctor Trevelyan
hasta la puerta. Al cabo de un cuarto de hora, nos apeábamos ante la puerta de
la residencia del médico en Brook Street, una de aquellas casas sombrías y de
fachada lisa que uno asocia con la práctica médica en el West End. Nos abrió un
botones muy jovencito y en seguida empezamos a subir por la amplia y bien
alfombrada escalera.
Sin
embargo, una singular interrupción nos obligó a inmovilizamos. La luz en la
parte alta se apagó de repente y de la oscuridad brotó una voz aguda y
temblorosa.
-¡Tengo
una pistola -chilló-, y les juro que dispararé si se acercan más!
-¡Esto
ya es insultante, señor Blessington! -gritó a su vez el doctor Trevelyan.
-Ah,
es usted, doctor -dijo la voz con un gran suspiro de alivio-. Pero estos otros
señores... ¿son lo que pretenden ser?
Fuimos
conscientes de un largo examen a través de la oscuridad.
-Sí,
sí, está bien -aprobó por último la voz-. Pueden subir. Siento que mis
precauciones les hayan molestado.
Mientras
hablaba, volvió a encender la luz de gas en la escalera y nos encontramos ante
un hombre de singular catadura, cuya apariencia, al igual que su voz,
atestiguaba unos nervios maltrechos. Estaba muy gordo, pero al parecer en otro
tiempo lo había estado mucho más, ya que la piel colgaba flácidamente en su
rostro, formando bolsas, como las mejillas de un perro sabueso. Tenía un color
enfermizo y sus cabellos, escasos y pajizos, parecían erizados por la
intensidad de su emoción. Sostenía en su mano una pistola, pero al avanzar
nosotros se la guardó en el bolsillo.
-Buenas
noches, señor Holmes -dijo-. Le agradezco muchísimo que haya venido. Nadie ha
necesitado nunca más que yo sus consejos. Supongo que el doctor Trevelyan le ha
contado esa intolerable intrusión en mis habitaciones.
-Así
es -contestó Holmes-. ¿Quiénes son estos dos hombres, señor Blessington, y por
qué desean molestarlo?
-Bueno
-contestó el paciente residente no sin cierto nerviosismo-, es difícil, claro,
decirlo. No esperará que conteste a esto, señor Holmes.
-¿Quiere
decir que no lo sabe?
-Venga,
hágame el favor. Tenga la bondad de entrar aquí.
Indicó
el camino hasta su dormitorio, que era amplio y estaba confortablemente
amueblado.
-¿Ve
esto? -dijo, señalando una gran caja negra junto al extremo de su cama-. Nunca
he sido un hombre muy rico, señor Holmes, y sólo he hecho una inversión en toda
mi vida, como les puede decir el doctor Trevelyan. Pero yo no creo en los
bancos; nunca confiaría en un banquero, señor Holmes. Entre nosotros, lo poco
que tengo se encuentra en esta caja, de modo que comprenderá lo que significa
para mí que gente desconocida se abra paso hasta mis habitaciones.
Holmes
miró inquisitivamente a Blessington y meneó la cabeza.
-No
me es posible aconsejarle si, como observo, trata usted de engañarme -dijo.
-¡Pero
si se lo he contado todo!
Holmes
giró sobre sus talones con una expresión de disgusto.
-Buenas
noches, doctor Trevelyan -dijo.
-¿Y
no me da ningún consejo? -gritó Blessington con voz quebrada.
-El
consejo que le doy, señor, es que diga la verdad.
Un
minuto después nos encontrábamos en la calle y echábamos a andar hacia casa.
Habíamos cruzado Oxford Street y recorrido la mitad de Harley Street, y aún no
había oído ni una sola palabra de mi compañero.
-Lamento
haberle hecho salir a causa de una gestión tan inútil, Watson - dijo por fin-.
No obstante, en el fondo no deja de ser un caso interesante.
-Poco
es lo que entiendo en él -confesé.
-Resulta
evidente que hay dos hombres, acaso más, pero dos por lo menos, que por alguna
razón están decididos a echarle mano a ese Blessington. No me cabe la menor
duda de que, tanto en la primera como en la segunda ocasión, aquel joven
penetró en el dormitorio de Blessington, mientras su compinche, valiéndose de
un truco ingenioso, impedía toda interferencia por parte del doctor.
-¿Y
la catalepsia?
-Una
imitación fraudulenta, Watson, aunque no me atrevería a insinuarle tal cosa a
nuestro especialista. Es una dolencia muy fácil de imitar. Yo mismo lo he
hecho.
-¿Y
qué más?
-Por pura casualidad, Blessington estuvo ausente en cada ocasión. La razón de
ellos para elegir una hora tan inusual para una consulta médica era,
obviamente, la de asegurarse de que no hubiera otros pacientes en la sala de
espera. Ocurrió, sin embargo, que esta hora coincidía con el paseo acostumbrado
de Blessington, lo cual parece indicar que no estaban muy familiarizados con la
rutina cotidiana de éste. Desde luego, si meramente hubieran ido en pos de
algún tipo de botín, habrían hecho al menos alguna tentativa para buscarlo.
Además, sé leer en los ojos de un hombre cuando es su piel lo que corre
peligro. Es inconcebible que ese individuo se haya hecho dos enemigos tan
vengativos como éstos parecen ser, sin él saberlo. Tengo la certeza, por tanto,
de que sabe quiénes son estos hombres, y de que por motivos que él conoce
suprime este dato. Cabe la posibilidad de que mañana se muestre de un talante
más comunicativo.
-¿No
existe otra alternativa grotescamente improbable, sin duda, pero con todo
concebible? -sugerí-. ¿No podría toda la historia del ruso cataléptico y su
hijo ser una invención del doctor Trevelyan, que con finalidades propias haya
visitado las habitaciones de Blessington?
A
la luz del gas, pude ver que Holmes exhibía una sonrisa divertida ante este
brillante planteamiento mío.
-Mi
querido amigo -dijo-, fue una de las primeras soluciones que se me ocurrieron,
pero pronto pude corroborar el relato del doctor. Aquel joven dejó en la
alfombra de la escalera huellas que hicieron superfluo pedir que me enseñaran
las que había marcado en la habitación. Si le digo que sus zapatos eran de
punta cuadrada en vez de puntiagudos como los de Blessington, y que su longitud
era superior en más de una pulgada a los del doctor, reconocerá que no puede
haber ninguna duda en cuanto a su identidad. Pero ahora podemos dormir sobre
este asunto, pues me sorprendería que por la mañana no oyéramos algo más referente
a Brook Street.
La
profecía de Sherlock Holmes no tardó en cumplirse. Lo cierto es que se cumplió
de un modo harto dramático. A las siete y media de la mañana siguiente, con las
primeras luces del día, le vi de pie y en bata junto a mi cama.
-Un
brougham nos está esperando, Watson -me dijo.
-¿Qué
ocurre, pues?
-El
caso de Brook Street.
-¿Alguna
noticia fresca?
-Trágica
pero ambigua -me contestó, subiendo la persiana-. Fíjese en esto: una hoja de
una libreta de notas, con «Por el amor de Dios, venga en seguida. P.T.»,
garrapateado en ella con un lápiz. Nuestro amigo el doctor estaba en apuros
cuando lo escribió. Dése prisa, amigo mío, pues se trata de una llamada
urgente.
En
poco más de un cuarto de hora nos encontramos de nuevo en casa del médico. Este
salió corriendo a recibirnos con el horror pintado en su cara.
-¡Vaya
calamidad! -gritó, llevándose las manos a las sienes.
-¿Qué
ha sucedido?
-Blessington
se ha suicidado.
Holmes
dejó escapar un silbido.
-Sí,
se ha ahorcado durante la noche.
Habíamos
entrado y el médico nos había precedido hasta lo que era, evidentemente, la
sala de espera.
-¡Apenas
sé lo que hago! -exclamó-. La policía ya está arriba. Es algo que me ha causado
una impresión tremenda.
-¿Cuándo
lo descubrió?
-Cada
mañana se hace subir una taza de té a primera hora. Cuando entró la camarera, a
eso de las siete, el desdichado estaba colgado en el centro de la habitación.
Había atado la cuerda al gancho en el que estuvo suspendida una lámpara de gran
peso, y había saltado precisamente desde lo alto de la caja fuerte que nos
enseñó ayer.
Holmes
permaneció unos momentos en profunda cavilación.
-Con
su permiso -dijo por fin-, me gustaría subir y echar un vistazo a lo sucedido.
Subimos
los dos seguidos por el doctor.
Fue
una visión espantosa la que presenciamos al cruzar la puerta del dormitorio. Ya
he hablado de la impresión de flaccidez que causaba aquel hombre llamado
Blessington, pero, colgado del gancho, esta impresión se intensificaba y
exageraba hasta que su apariencia apenas era humana. El cuello estaba retorcido
como el de un pollo desplumado, y esto hacía que el resto del difunto pareciera
más obeso y antinatural por contraste. Sólo llevaba su camisón largo y por
debajo de éste aparecían sus hinchados tobillos y deformes pies. Junto a él, un
inspector de policía de porte marcial tomaba notas en una libreta.
-¡Ah,
señor Holmes! -exclamó cordialmente al entrar mi amigo-. Me alegra mucho verle.
-Buenos
días, señor Lanner -contestó Holmes-. Estoy seguro de que no me considerará
como un intruso. ¿Ha oído hablar de los hechos que han desembocado en este
final?
-Sí,
algo he oído de ellos.
-¿Se
ha formado alguna opinión?
-Por
lo que puedo saber, el miedo privó a este hombre de su sano juicio. Como ve, ha
dormido en esta cama; hay en ella su impresión, y bien profunda. Como usted
sabe, hacia las cinco de la mañana es cuando se producen más suicidios. Y ésta
debió de ser, más o menos, la hora en que se ahorcó. Al parecer, fue cosa muy
bien estudiada.
-Yo
diría que lleva muerto como unas tres horas, a juzgar por la rigidez de los
músculos -dije yo.
-¿Ha
observado algo peculiar en la habitación, señor Lanner? -preguntó Holmes.
-He
encontrado un destornillador y unos cuantos tornillos en el lavabo. Asimismo,
parece ser que durante la noche fumó lo suyo. Aquí hay cuatro colillas de
cigarro que encontré en la chimenea.
-¡Hum!
-hizo Holmes-. ¿Ha visto su boquilla para cigarros?
-No,
no he visto ninguna.
-¿Su
cigarrera, pues?
-Sí,
estaba en el bolsillo de su chaqueta.
Holmes
la abrió y olisqueó el único cigarro que contenía.
-Esto
es un habano, y estas colillas corresponden a unos cigarros del tipo peculiar
que importan los holandeses de sus colonias en las Indias Orientales. Suelen ir
envueltos en paja y, dada su longitud, son más delgados que los de cualquier
otra marca.
Cogió
las cuatro colillas y las examinó con su lupa de bolsillo.
-Dos
de ellos fueron fumados con boquilla y los otros dos sin ella -prosiguió-. Dos
fueron cortados por una navaja no muy afilada y las puntas de los otros dos
fueron mordidas por una dentadura en excelente condición. Esto no es un
suicidio, señor Lanner, es un asesinato muy bien planeado y realizado a sangre
fría.
-¡Imposible!
-exclamó el inspector.
-¿Por
qué?
-¿Por
qué alguien había de asesinar a un hombre por un procedimiento tan torpe como
el de colgarlo?
-Esto
es lo que tenemos que averiguar.
-¿Cómo
pudieron entrar?
-Por
la puerta principal.
-Estaba
atrancada.
-Pues
fue atrancada después de salir ellos.
-¿Cómo
lo sabe?
-Vi
sus trazas. Excúseme un momento y podré ofrecerle más información al respecto.
Holmes
se acercó a la puerta, hizo funcionar la cerradura y la examinó a su manera
metódica. Después sacó la llave, que estaba puesta por el interior y la
inspeccionó también. La cama, la alfombra, las sillas, la repisa de la chimenea,
la cuerda y el difunto fueron examinados por turno, hasta que se declaró
satisfecho y, con mi ayuda y la del inspector, bajó aquellos pobres restos y
los depositó reverentemente bajo una sábana.
-¿Qué
se sabe de esta cuerda? -preguntó.
-Ha
sido cortada de aquí -contestó el doctor Trevelyan, sacando un gran rollo que
había debajo de la cama-. Tenía un temor morboso al fuego y siempre guardaba
esto junto a sí para poder escapar por la ventana en caso de que ardiese la
escalera.
-Esto
les debe haber allanado el camino -comentó Holmes pensativo-. Sí, los hechos en
sí son muy simples, y me sorprendería que por la tarde no pudiera ofrecerle
también los motivos de los mismos. Me llevaré esta fotografía de Blessington
que veo sobre la repisa de la chimenea, ya que puede ayudarme en mis
investigaciones.
-¡Pero
no nos ha dicho usted nada! -exclamó el doctor.
-Bien,
no puede haber duda en cuanto a la secuencia de los acontecimientos -repuso
Holmes-. Intervnieron tres sujetos: el hombre joven, el viejo y un tercero
sobre cuya identidad carezco de pistas. Es innecesario observar que los dos
primeros son los mismos que se presentaron disfrazados como el conde ruso y su
hijo, por lo que tenemos una descripción muy completa de ellos. Les franqueó la
entrada un cómplice situado dentro de la casa. Si me permite ofrecerle un breve
consejo, inspector, yo arrestaría al botones, que, según tengo entendido, bien
poco tiempo lleva a su servicio, doctor.
-Es
que ese joven tunante no aparece -contestó el doctor Trevelyan-. La camarera y
la cocinera lo han estado buscando hace unos momentos.
Holmes
se encogió de hombros.
-Ha
representado en este drama un papel que ha tenido su importancia - dijo-.
Después de subir los tres hombres por la escalera, cosa que hicieron de
puntillas, con el de más edad en primer lugar, el más joven en segundo y el
hombre desconocido detrás...
-¡Mi
querido Holmes! -no pude por menos que exclamar.
-Es
que no puede haber discusión en cuanto a la superposición de huellas. Tuve la
ventaja de saber la noche pasada a quién pertenecía cada una de ellas. Subieron
así los tres a la habitación del señor Blessington, cuya puerta encontraron
cerrada. Sin embargo, con la ayuda de un alambre forzaron la llave y le dieron
vuelta. Incluso sin lupa, percibirán ustedes los arañazos en la guarda donde
fue aplicada la presión.
»Al
entrar en la habitación, su primera acción debió de consistir en amordazar al
señor Blessington. Puede que éste durmiera, o puede que quedara tan paralizado
por el terror que fuese incapaz de gritar. Estas paredes son gruesas y es
concebible que su chillido, si es que tuvo tiempo para proferir uno, no lo
oyera nadie.
»Una
vez inmovilizado, me resulta evidente que tuvo lugar alguna clase de consulta.
Probablemente, se trató de algo similar a un procedimiento judicial. Debió de
haber durado bastante tiempo, ya que fue entonces cuando se fumaron estos
cigarros. El hombre de más edad estaba sentado en este sillón de mimbre, y era
él quien utilizaba la boquilla. El hombre más joven se sentaba algo más allá, pues
dejaba caer su ceniza en esta cómoda. El tercer individuo paseaba de un lado a
otro. Creo que Blessington estaba sentado en la cama, aunque erguido, pero de
esto no puedo estar absolutamente seguro.
»Pues
bien, la sesión terminó ahorcando a Blessington. La operación estaba tan
prevista que tengo la impresión de que habían traído consigo una especie de
garrucha o polea que pudiera servir como horca. Es concebible que aquel
destornillador y aquellos tornillos estuvieran destinados a montarla. Sin embargo,
al ver el gancho, como es natural se ahorraron este trabajo. Una vez concluida
su tarea, se marcharon, y la puerta fue atrancada detrás de ellos por su
compinche.
Habíamos
escuchado todos, con el más profundo interés, este bosquejo de los hechos
nocturnos que Holmes había deducido de unos signos tan sutiles e imperceptibles
que, incluso cuando ya nos los había indicado, apenas nos era posible seguirle
en sus razonamientos. El inspector se ausentó presuroso para indagar sobre el
botones, mientras Holmes y yo regresábamos a Baker Street para desayunar.
-Volveré
a las tres -me dijo una vez terminada nuestra colación-. Tanto el inspector
como el doctor se reunirán aquí conmigo a esta hora, y espero que, para
entonces, habré disipado cualquier punto oscuro que el caso pueda todavía
presentar.
Nuestros
visitantes llegaron a la hora concertada, pero dieron las cuatro menos cuarto
antes de que mi amigo hiciera su aparición. Sin embargo, por su expresión al
entrar, pude ver que todo le había salido redondo.
-¿Alguna
noticia, inspector?
-Hemos
dado con el muchacho, señor.
-Excelente.
Y yo he dado con los hombres.
-¡Ha
dado usted con ellos! -gritamos los tres a la vez.
-Al
menos he conseguido su identidad. El llamado Blessington es, tal como yo
esperaba, bien conocido en la jefatura de policía, y lo mismo cabe decir de sus
asaltantes. Sus nombres son Biddle, Hayward y Moffat.
-¡La
banda del banco Worthingdon! -exclamó el inspector.
-Exactamente
-confirmó Holmes.
-¡Entonces
Blessington tenía que ser Sutton!
-Esto
es.
-Pues
bien, con esto, todo queda tan claro como un cristal -dijo el inspector.
Pero
Trevelyan y yo nos miramos desconcertados.
-Recordarán,
sin duda, el asunto del gran robo en el banco Worthingdon - dijo Holmes-, en el
que tomaron parte cinco hombres, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright.
Tobin, el vigilante, fue asesinado, y los ladrones huyeron con siete mil
libras. Esto ocurrió en 1875. Los cinco fueron detenidos, pero las pruebas
contra ellos no tenían nada de concluyentes. Ese Blessington, o Sutton, que era
el peor de la pandilla, se convirtió en delator y, debido a su declaración,
Cartwright fue ahorcado y los otros tres fueron sentenciados a quince años cada
uno. Cuando salieron en libertad el otro día, unos años antes de cumplir toda
la condena, se confabularon, como han podido ver, para buscar al traidor y
vengar la muerte de su compañero. Por dos veces trataron de llegar hasta él y
fallaron, pero a la tercera, como saben, se salieron con la suya. ¿Hay algo más
que pueda explicar, doctor Trevelyan?
-Creo
que lo ha expuesto todo con notable claridad-dijo el doctor-. Sin duda, el día
que se mostró tan excitado fue aquél en que leyó en los periódicos que habían
soltado a aquellos hombres.
-Precisamente.
Sus temores acerca de un robo no eran más que una pantalla.
-Pero
¿por qué no podía contarle a usted todo esto?
-Pues
bien, mi estimado señor, puesto que conocía el carácter vengativo de sus
antiguos asociados, trataba de ocultar su identidad ante todos, tanto tiempo
como le fuera posible. Su secreto era vergonzoso y no podía decidirse a
divulgarlo. No obstante, por miserable que fuese, seguía viviendo bajo el
amparo de la ley británica, y no me cabe duda, inspector, de que aunque este
escudo no haya podido protegerlo, la espada de la justicia sigue presente para
vengarle.
Tales
fueron las singulares circunstancias relacionadas con el paciente interno y el
médico de Brook Street. A partir de aquella noche, nada ha sabido la policía de
los tres asesinos, y en Scotland Yard hay la sospecha de que figuraban entre
los pasajeros del malhadado vapor Norah Crema, que desapareció hace unos años
con toda su tripulación en la costa portuguesa, a varias millas al norte de
Oporto. La acción judicial contra el botones tuvo que interrumpirse por falta
de pruebas, y el «Misterio de Brook Street», como fue llamado, nunca ha sido
tratado a fondo en ningún texto accesible al público.