martes, 6 de marzo de 2012

Todas las familias felices – Carlos Fuentes


 Novela - Fragmento

La familia armada

Cuando el general Marcelino Miles se internó en la sierra de Guerrero, sabía muy bien qué terreno pisaba. Al mando del quinto batallón de infantería, su misión era clara: acabar con el llamado Ejército Popular «Vicente Guerrero», así bautizado en honor del último guerrillero de la Revolución de Independencia, fusilado en 1831. Su lección fue la nuestra, musitó el general Miles al frente de la columna que ascendía penosamente las laderas de la Sierra Madre del Sur.
Tenía que convencerse a sí mismo, en todas las circunstancias, de que el ejército obedecía, no se rebelaba. Esta norma había establecido la diferencia, durante setenta años, entre México y el resto de Latinoamérica: las fuerzas armadas obedecían al poder civil, al Presidente de la República. Así de claro. Pero esta mañana, el general sentía que su misión era turbia: al frente del grupo rebelde se encontraba su propio hijo, Andrés Miles, levantado en armas después de la gran decepción democrática de México. Desde muy joven, Andrés luchó por causas de izquierda, dentro de la ley y con la esperanza de que la acción política alcanzara las metas populares.
—Un país de cien millones de habitantes. La mitad viviendo en la miseria.
Era el mantra de Andrés a la hora de la cena y su hermano Roberto le llevaba la contraria de una manera suave. Había que mantener la paz social a toda costa. Empezando por la paz de las familias.
—¿Al precio de aplazamiento tras aplazamiento? —protestaba Andrés, sentado, naturalmente, a la izquierda del padre.
—La democracia avanza con lentitud. El autoritarismo es más veloz. Más vale conformarse con una democracia lenta —decía Roberto con aire de suficiencia.
—Lo más veloz es la revolución, hermano —se impacientaba Andrés—. Si la democracia no resuelve las cosas por la vía pacífica, van a lanzar a la izquierda de vuelta al monte.
El general Miles, árbitro entre sus hijos, tenía memoria más larga que ellos. Recordaba la historia de motín y sangre de México y la gratitud por los setenta años de partido único y sucesiones tranquilas que habían permitido, en 2000, llegar a la alternancia democrática.
—Alternancia sí. Transición no —decía con energía Andrés, reteniéndose de golpear la cucharilla contra la taza de café y volviéndose hacia su hermano—. No nos cierren las puertas. No nos acosen con triquiñuelas legales. No nos desprecien con soberbia.
«No nos devuelvan al monte.»
En el monte estaba ahora Andrés, al frente de un ejército de las sombras que sólo atacaba al amanecer y al ponerse el sol, esfumándose de noche en las montañas y desapareciendo de día entre los hombres de los pueblos de la sierra. Imposible distinguir a un cabecilla rebelde entre cien campesinos idénticos entre sí. Bien sabía Andrés Miles que a los ojos de la ciudad, todos los labriegos eran iguales, tan indistinguibles como un chino de otro chino.
Por eso lo habían escogido a él, al general Miles, con perfidia. Él sabría reconocer al cabecilla. Porque era su propio hijo. Y no hay poder mimético en la espesura gris, espinosa, empinada, sin senderos —la gran sombrilla de la insurrección—, que disfrace a un hijo cuando se encuentra con su padre.
El general Marcelino Miles maldecía entre dientes la torpeza del Gobierno derechista que le había ido cerrando, una a una, las puertas de la acción legítima a la izquierda, persiguiendo a sus líderes, despojándoles de inmunidad a base de chapuzas legalistas, animando campañas de prensa en contra de ellos, hasta arrinconarlos y no dejarles más salida que la insurrección armada.
Tantos años de apertura y conciliación estropeados de un golpe por una derecha incompetente ahogada en un pozo de soberbia y vanidad. La corrupción creciente del régimen rompió el hilo por lo más delgado y Andrés le declaró a su padre:
—No hay más salida que las armas.
—Ten paciencia, hijo.
—Sólo me adelanto a ti —dijo con sencillez profética Andrés—. Al final del camino, cuando se agoten todos los recursos políticos, ustedes, los generales, no tendrán más remedio que tomar el poder y acabar con la frivolidad pasiva del Gobierno.
—Y en medio, te voy a tener que fusilar —dijo con severidad el padre.
—Así sea —bajó la cabeza Andrés.
En esto pensaba Marcelino Miles durante el ascenso por las estribaciones de la Sierra Madre del Sur. Cumplía con su deber pero lo hacía contra su voluntad. Como la avanzada de la tropa se abría paso a machetazos entre las lianas y bajo la sombra impenetrable de los amates y los ficus entrelazados por los papelillos y abrazados por las trepadoras, así en su conciencia combatían y se enredaban el amor a su hijo y el deber militar. Acaso Andrés tenía razón y, una vez más, el sacrificio del rebelde sería el precio de la paz.
Sólo que ¿cuál paz? El general Miles pensaba (ya que había que pensar en todo o en nada para vencer el penoso ascenso a una montaña indomable, santo y seña de un país tan arrugado como un pergamino) que México no cabía en el puño cerrado de una montaña. Al abrir la mano, surgían de la piel herida espinas y lodazales, dientes verdes de nopal, dientes amarillos de puma, roca veteada y mierda seca, olores pungentes de animales extraviados o habituados en las sierras de Coatepec, La Cuchilla y La Tentación. A cada paso, a la mano siempre, se buscaba lo intangible —el ejército revolucionario— y se encontraba lo más concreto: las pruebas nimias y agresivas de una naturaleza que nos rechaza porque nos ignora.
¿Cómo no iba a oponerse Roberto Miles a su hermano Andrés? El general había criado a sus hijos con modestia cómoda. Nunca les faltó nada. Tampoco les sobró algo. El general quería demostrar que al menos en el ejército el pasatiempo nacional de la corrupción no tenía cabida. Él era un espartano del sur de México, donde las dificultades de la vida y la inmensidad de la naturaleza salvan o pierden a los hombres. El que mantiene un mínimo de valores que ni la selva ni el monte ni el trópico logran avasallar, se salva.
Marcelino Miles era de éstos. Pero desde el momento en que la superioridad lo trasladó de Chilpancingo a la Ciudad de México, las tendencias de los hijos se revelaron fuera de las reglas que el padre (su pacto con la naturaleza) había impuesto.
La selva y la montaña eran las aliadas irónicas del divisionario Miles. Cumplía con su deber ascendiendo a machetazos por la sierra. Se fugaba de su obligación pensando que los guerrilleros nunca se muestran en combate formal. Atacan al ejército acuartelado o lo sorprenden en el monte. Luego se desvanecen como quimeras, turbios espejos en la magia sobrecogedora e impenetrable de la selva.
Atacaban y desaparecían. No era posible prever el ataque. Las lecciones del pasado fueron aprendidas. Hoy Zapata no caería en la trampa del Gobierno, creyendo de buena fe que el enemigo se había pasado de su lado y le daba cita en Chinameca para sellar la doble traición. Traición fingida del ejército gubernamental a su jefe Carranza. Pronóstico claro de la traición cierta a cada Zapata.
Traición era el nombre de la batalla final.
Había ahora un déficit de ingenuidad, como ayer un exceso de confianza. Marcelino Miles lo pensó con amargura, porque si él, Marcelino Miles, le ofrecía amnistía a su hijo Andrés a cambio de la rendición, el hijo vería una triquiñuela en la generosidad del padre. El hijo no le tendría confianza al padre. El hijo sabía que el padre estaba obligado a capturarlo y fusilarlo.
Dos cálculos se presentaban en la cabeza del general Marcelino Miles mientras guiaba a su tropa por las montañas. Uno, que las poblaciones de la montaña y del llano le ofrecían su lealtad a los insurgentes. No porque se identificaran con la causa. No los apoyaban ni por necesidad ni por convicción. Les eran fieles porque los guerrilleros eran sus hermanos, sus maridos, sus padres, sus amigos. Eran ellos, en otra actividad tan normal como sembrar y cosechar, cocinar y bailar, vender y comprar: balas, adobes, maíz, tejas, huapangos, guitarras, cántaros, más balas... Era ese vínculo familiar lo que fortalecía a las guerrillas, las albergaba, las escondía, las alimentaba.
El otro cálculo del general, esta noche de zumbidos de macacos y nubes tan bajas que parecían a punto de cantar cobijando a la columna y enloqueciéndola como si el verdadero rumor de las sirenas viniese del aire mismo y no del lejano y atávico mar, era que, tarde o temprano, el campo se cansara de la guerra y abandonara a los rebeldes. Él rogaba que ese momento llegara pronto: no tendría que capturar y juzgar a su propio hijo.
Se engañaba a sí mismo, pensó en seguida. Aunque las aldeas lo abandonaran, Andrés Miles no era de los que se rendían fácilmente. Era de los que seguían en la lucha, aunque no le quedaran más de seis, dos o un solo guerrillero: él mismo. Andrés Miles con su cara tostada y sus ojos melancólicos, su mata de pelo prematuramente encanecido a los treinta años de edad, su cuerpo esbelto, nervioso, impaciente, agazapado, siempre a punto de saltar como un animal del monte. Claro, no pertenecía a los pavimentos, no era bicho de acera. El monte lo llamaba, nostálgico de él. Desde la niñez en Guerrero, a veces se perdía, subía a la montaña y no se sabía de él durante un día entero. Luego regresaba a casa pero jamás admitía haberse perdido. Un orgullo admirablemente necio lo distinguió desde chiquillo.
¿Era mejor su hermano? Roberto era listo, Andrés era inteligente. Roberto calculador, Andrés espontáneo. Roberto actor de un engaño con sonrisa, Andrés, protagonista del drama de la sinceridad. Víctimas los dos, sospechaba con dolor el padre. Andrés se comprometió desde la adolescencia con la lucha de izquierda. No se casó. La política, dijo, era su esposa legítima. Su amante, una novia de la adolescencia en Chilpancingo. A veces él la visitaba. Otras, ella se acercaba a la capital. Andrés vivía en casa del general su padre, pero no mostraba a la muchacha. No por convención burguesa. Más bien porque la quería sólo para él y no deseaba que nadie la juzgara, ni siquiera él mismo.
En cambio Roberto, a los veintiocho años, ya se había casado y divorciado dos veces. Cambiaba de esposa de acuerdo con su propia idea del prestigio social. Empezó en una empresa de alta tecnología, decidió establecer su propio negocio de aparatos electromagnéticos pero aspiraba a ser magnate de software. Ahora le iba regular nada más y por eso regresó, divorciado, al hogar, de acuerdo con la ley «italiana», hoy universal, de quedarse en casa el mayor tiempo posible y así ahorrar renta, comida y criados. Siempre conseguía mujeres, pues era buen tipo, «carita», se decía el padre, sólo que no las mostraba ni las mencionaba.
Unía a padre e hijos una sola mujer, la madre Peregrina Valdés, muerta de cólicos cuando los chicos aún no llegaban a la adolescencia.
—Cuídamelos, Marcelino. Conozco tu disciplina. Dales, además, el cariño que me obsequiaste a mí.
Era muy distinto Roberto de su hermano. Más claro de piel, con una mirada de ojos verdes amurallada por la desconfianza y rostro rasurado dos veces al día como para limar toda aspereza escamosa en una fisonomía que reclamaba confianza sin jamás recibirla del todo.
El cálido recuerdo de la familia no impidió que el general admitiese el desaliento de su tropa. Todos los días exploraban las montañas de Guerrero palmo a palmo. El general era metódico. Que nadie le echara en cara negligencia en su misión, que era buscar a los rebeldes en cada rincón de la sierra. Miles sabía que su esfuerzo era inútil. Primero, porque la banda rebelde era pequeña y la montaña inmensa. Los revolucionarios lo sabían y se escondían con facilidad, cambiando de ubicación constantemente. Eran las agujas de un gigantesco pajar. El general exploró la sierra desde el aire y no pudo divisar un solo camino, mucho menos una sola aldea. En la vasta extensión de la montaña, ni siquiera un humo solitario delataba vida. La maciza espesura no admitía otro espacio que su propia compacta y verdosa naturaleza.
Y segundo, porque la tropa a su mando sabía que él sabía. Emprendían cada día la marcha conscientes de que no encontrarían jamás al enemigo. Nadie se atrevía a decir en voz alta lo que pensaba: que esta campaña inútil del general Miles los salvaba del enfrentamiento con los rebeldes. Hasta ahora, sólo habían disparado contra los conejos y los zopilotes. Aquéllos eran veloces y ofrecían un excitante juego de puntería. Éstos eran devoradores de los conejos muertos, robándoselos a los soldados.
El pacto de engaños entre el comandante y la tropa le permitía a Marcelino Miles gozar de la gratitud de sus hombres y evadir respingos de la Superioridad. Que le preguntaran a cualquier soldado si el general había cumplido o no con el encargo de buscar a los rebeldes de la sierra. Que preguntaran nomás. La salud del comandante era la de la tropa.
Llevaban seis semanas en esta campaña espectral cuando ocurrió lo que el general no sospechaba y la tropa jamás imaginaría.
Acantonados en Chilpancingo después de tres semanas de exploración del monte, Marcelino Miles y sus soldados se comportaban con un aire de deber cumplido que les autorizaba un par de días de tranquilidad. Por más que el general entendiese que la tropa, igual que él, sabía que los guerrilleros no andaban en la montaña, el esfuerzo físico de escalarla y explorarla los redimía de toda culpa: ¿qué tal si, ahora sí, los rebeldes se escabullían a las alturas y ahora sí, el general y sus gentes los capturaban allí?
Si en la cabeza de Miles y los soldados rodaba este doble juego, uno y otros lo disfrazaban sin dificultad. El general mandaba, la tropa obedecía. El general cumplía a plenitud su deber de explorar la sierra. La tropa, también, el de cubrir cada palmo del empinado, solitario y boscoso terreno. ¿Quién podía echarles en cara que evadían su deber?
Roberto Miles. Ese mero. El hijo menor del general. Roberto Miles, vestido de guayabera y con un insolente y fálico puro entre los dientes. Roberto Miles sentado en el patio del hotel con una chilindrina y un cafecito amargo sobre la mesa, enfriándose en espera de que se apareciera el padre y no mostrara —porque le era ajena— sorpresa alguna.
Marcelino se sentó tranquilo junto a Roberto, pidió otro café y no le preguntó nada. No se miraron siquiera. La severidad del padre era un reproche mudo. ¿Qué hacía aquí el hijo? ¿Cómo se atrevía a interrumpir una campaña profesional con una presencia no sólo inútil sino inoportuna? Su presencia era impertinente, un desacato. ¿No sabía que el padre perseguía por la sierra al hermano mayor?
—Ya no lo busque en la sierra, padre —dijo Roberto sorbiendo con lentitud voluntaria el café—. Allí no lo va a encontrar.
El general se volvió para mirar con frialdad al hijo. No preguntó nada. No iba a comprometer —o a frustrar, lo admitió para sus adentros— su proyecto íntimo de no encontrar al rebelde, de engañar a la Superioridad sin incurrir en culpa alguna.
Que Roberto hablara. El general no diría nada. Una profunda intuición le ordenaba esta conducta. No mirar. No decir.
Cuando se vio en el espejo la mañana siguiente, al general le pareció ridículo su bigotillo fino, tan delgado como la línea de un lápiz, y de un par de navajazos Gillette se lo afeitó, viéndose de repente limpio de pasado, de hábitos, de presunciones inútiles. Se vio como un comandante derrotado. La camiseta le quedaba floja y los pantalones le colgaban con desgano.
Reaccionó. Se apretó el cinturón, se enjuagó las axilas sudorosas y se puso la casaca abotonada con ira y desgano conflictivos.
Andrés Miles ya estaba en la cárcel. Le sonrió a su padre cuando lo detuvieron en casa de su novia, Esperanza Abarca.
—No hay mejor disfraz que la invisibilidad —sonrió el hijo mayor al ser detenido—. O mejor dicho, hay que saber mirar lo evidente.
Se metió a la boca un pequeño plátano dominico y se entregó sin resistir. Le bastaba ver los rostros igualmente tristes de su padre y de la tropa para entender que lo que hacían lo hacían contra su voluntad. Fue casi como si tanto el padre como los soldados perdiesen de un golpe la razón de ser de esta campaña dirigida hacia lo que ahora sucedió —la captura del cabecilla rebelde Andrés Miles—, llegando a una conclusión indeseada que colocaba a todos ante la decisión fatal. Eliminar al rebelde.
—Nomás no me apliquen la ley fuga —sonrió Andrés cuando le ataron las manos.
—Hijo... —se atrevió a murmurar el padre.
—Mi general —le contestó el hijo con acero en la voz.
Y así pasó toda la noche Marcelino Miles debatiendo consigo mismo. ¿Debía juzgar al hijo de acuerdo con el procedimiento sumario dictado por el código militar? Qué cómodo para la autoridad política era fusilar al rebelde sin dejar rastro... —desaparecerlo, atizar una protesta pasajera y asegurar el triunfo eventual del olvido—. Qué complicado llevar al rebelde ante jueces que calificarían la pena merecida por la sublevación y el motín. Qué destructivo para la moral paterna asistir al juicio del hijo y obligarse a presentar la prueba infame: su hermano lo delató. ¿No era mejor que Roberto quedase fuera de causa, que el padre asumiera la responsabilidad completa?
—Lo capturé en la sierra. Mis hombres darán fe. Misión cumplida. Procedan en justicia... Recordó la cara de Roberto cuando delató a su hermano...
—Es que como que dos y dos son cuatro —se atrevió a ironizar—. ¿No me diga, padre, que nunca se le ocurrió que el levantado estaría escondido como un cobarde entre las faldas de su vieja aquí en Chilpancingo?
Rió.
—Y usted perdido en la sierra, mire nomás...
—¿Por qué, Roberto?
La máscara irónica se hizo pedazos.
—¿Calculó, padre, el costo de tener un hermano que sale un día sí y otro también en los periódicos como un prófugo insurgente? ¿Ha pensado en el gravísimo daño que todo esto le hace a mis negocios? ¿Cree que la gente, la gente, mi general, el Gobierno, los empresarios, los socios gringos, todos, cree que me van a tener confianza así, con un hermanito guerrillero? Por Dios, papá, piense en mí, tengo veintiocho años, no me ha ido bien en los negocios, deme un chance, por fa...
—Era cuestión de tiempo capturarlo. No me tuviste paciencia —dijo con un gran esfuerzo de conciliación Marcelino Miles.
—Naaaaa —se burló abiertamente el hijo menor—. ¡Niguas! Usted se andaba haciendo el tonto, para decirlo con suavidad, usted...
El general se incorporó, le cruzó la cara con el fuete a su hijo Roberto y se encaminó a la prisión.
—Déjenlo suelto —le dijo al capitán de la guardia—. Díganle que esta vez se pierda de veras, porque la segunda es la vencida...
—Pero mi general... Si la Superioridad se entera, a usted le van...
Miles lo interrumpió brutalmente.
—¿Quién va a contar lo que pasó? —dijo con una firmeza de basalto.
—No sé... —titubeó el capitán—. Los soldados...
—Me son fieles —contestó sin dudas el brigadier—. Ninguno quería capturar a mi hijo. A usted le consta.
—Entonces, mi general, su otro hijo —le devolvió el tono firme el capitán—. El que lo entregó, el...
—¿El Judas, mi capitán?
—Bueno, yo...
—¿Mi hijo Caín, capitán?
—Usted dirá...
—¿Qué le parece la ley fuga, capitán?
Éste tragó gordo.
—Bueno, que a veces no hay más remedio...
—¿Y qué le parece peor, mi capitán, la rebeldía o la traición? Le repito: ¿qué cosa mancha más el honor de la institución armada? ¿Un rebelde o un delator?
—¿El honor del ejército?
—O el de la familia, si prefiere...
—Ni hablar, mi general —ahora pestañeó el capitán Alvarado—. El traidor es execrable, el rebelde es respetable...
Nadie sabe quién le disparó por la espalda a Roberto Miles cuando entraba al Hotel La Gloria de Chilpancingo. Cayó muerto de un golpe en la calle, rodeado de un flujo igualmente instantáneo de espesa sangre que manaba con un brillo siniestro de la blanquísima guayabera.
El general Marcelino Miles comunicó a la Superioridad que el rebelde Andrés Miles había logrado escapar a la detención militar.
—Ya sé, señor secretario, que este drama de familia es muy doloroso. Entenderá usted que me costó mucho capturar a mi propio hijo después de seis semanas de peinar el monte en su búsqueda. Cumplí la misión. No pude imaginar que mi otro hijo, Roberto Miles, le pondría una pistola en la cabeza al pundonoroso capitán Alvarado para que dejara escapar a su hermano Andrés.
—¿Y a Roberto, quién lo mató, mi general?
—El propio capitán Alvarado, señor secretario. Un soldado valiente, se lo aseguro a usted. No iba a dejar que mi hijo Roberto mancillase su honra de oficial...
—Es un asesinato.
—Así lo entiende el capitán Alvarado.
—¿Lo cree? ¿O lo sabe? ¿Nada más lo cree? —dijo con pasión contenida el señor secretario de la Defensa Nacional.
—Mi general, el capitán Alvarado se ha unido a los rebeldes del Ejército Popular «Vicente Guerrero» en la Sierra Madre del Sur.
—Vaya, mejor que se una con la guerrilla y no con los narcos.
—Así es, mi general. Ya ve que cuatro de cada diez se nos van con los narcos.
—Pues ya sabe su deber, general Miles. Siga buscándolos —dijo el secretario con una sonrisa de larga ironía en la que el general Marcelino Miles adivinó el anuncio de un porvenir poco deseado.

*

Marcelino Miles regresa con gusto a la sierra de Guerrero. Él ama las plantas y los pájaros del monte. Nada le proporciona un placer más grande que identificar de lejos un almendro tropical, alto vigía de las selvas, incendiado cada otoño para desnudarse y renovarse en seguida: flores que son estrellas, perfume que convoca abejorros, amarillos frutos de carne. Y también, de muy cerca, le agrada sorprender a la iguana negra —la garrobo— buscando la roca ardiente de la montaña. Cuenta los cinco pétalos del tulipán de canasta; se admira de que la flor exista fuera de un patio y se adentre en la espesura. Alza la mirada y sorprende el vuelo ruidoso de la urraca cariblanca con sus crestas negras, la alta garganta del luis social y su corona manchada, el pico en aguja del colibrí canelo. El pájaro-reloj marca las horas con su pico oscuro, platicando con el cucú-ardilla de vuelo ondulante... Éste es el placer más grande de Marcelino Miles. Identificar árboles. Admirar aves. Por eso ama la montaña de Guerrero. No busca a Andrés. Olvida a Roberto. Está en el ejército por su pasión natural.


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