sábado, 23 de julio de 2011

La muerte de Lorca

LA MUERTE DE LORCA

YERMA. Eso nunca. Nunca. (Yerma da un grito y aprieta la garganta de su esposo. Éste cae hacia atrás. Yerma le aprieta la garganta hasta matarle. Empieza el Coro de la romería). Marchita, marchita, pero segura. Ahora sí que lo sé de cierto. Y sola. (Se levanta. Empieza a llegar gente.) Voy a descansar sin despertarme sobresaltada, para ver si la sangre me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre. ¿Qué queréis saber? No os acerquéis, porque he matado a mi hijo. ¡Yo misma he matado a mi hijo!

Según el investigador Miguel Francisco Caballero "El asesinato de Lorca huele a sudorina y a lo peor de una época: rencillas personales, tierras y homofobia". En el asesinato de García Lorca confluyeron causas tanto económicas como políticas y de rencillas familiares puras y duras, nacidas de la rivalidad con la familia Roldán y Alba por cuestiones de tierras adquiridas a medias.
Este enfrentamiento llegará a su cima con la publicación de "La Casa de Bernarda Alba" en la que el poeta fotografiará a estas familias. Y serán justamente los primos de Lorca, los Roldán el brazo ejecutor de la ignominia.
García Lorca, antes del comienzo del golpe militar, estaba invadido por la angustia y el terror, y tenía visiones de los campos de España que se abrían llenos de muertos. Este terror que le inmovilizará será fundamental en el devenir de los acontecimientos, ya que le impedirá mantener la lucidez necesaria, y le llevará a cometer el trágico error que acabará con su ejecución.
Federico García Lorca, era un hombre pronunciado políticamente a favor de la República y que había cosechado bastantes enemigos debido a la envidia nacida de su indudable éxito. Gran parte de estas envidias y odios se concentraban justamente en Granada, ciudad a la que se dirigió desde Madrid el 16 de julio de 1936, para estar a salvo como le dijo a su tutor, Antonio Rodríguez Espinosa, tras enterarse por el poeta Juan Gil-Albert del asesinato de Calvo Sotelo; en vez de partir rumbo al exilio como la mayoría de sus amistades y de la intelectualidad española. Es como si paso a paso se fuera representando un drama escrito por él mismo.

"Yo soy español integral y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; pero odio al que es español por ser español nada más, yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista, abstracta, por el sólo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el español malo. Canto a España y la siento hasta la médula, pero antes que esto soy hombre del mundo y hermano de todos. Desde luego no creo en la frontera política".

Declaración al Sol de Madrid

Será en ese fatídico tren, que le lleva de vuelta a Andalucía, donde Ramón Ruiz Alonso, ex -diputado de la CEDA, y conocido como “el obrero amaestrado” le reconocerá desencadenando de esta manera el terrible desenlace, era como la victima propiciatoria que se entrega en manos de sus ejecutores, una burguesía granadina conservadora que le odiaba profundamente y a la cual él había retratado como “la más ignorante de Europa”.
Llegado a Granada al comienzo del golpe, y habiendo sido amenazado en su casa (le trataron de "maricón" porque no supieron encontrar una injuria peor), él se refugió en casa de su amigo el poeta Luis Rosales, que era un alto exponente de la Falange. Rosales le aseguró su protección, pero el diputado de la CEDA, Alonso, que odiaba a Rosales no menos que a Lorca, consiguió detener a este último en casa de Rosales, mientras que Luis estaba en misión.
La tarde del 16 de agosto se acerca un automóvil a la casa de los Rosales. Ninguno de los hombres de la familia se encuentra en casa. Del carro se apean Ramón Ruiz Alonso, el ex-diputado de la CEDA; Juan Trescastro, miembro de la familia Roldan; Luis García Alix; Sánchez Rubio y Antonio Godoy, el Jorobeta.
Tocan a la puerta. Doña Esperanza se asoma.
-Tengo orden de detener a Federico García Lorca que ustedes tienen escondido aquí- sentencia Ruiz Alonso.
          Doña Esperanza protesta. Los convence de que no se lleven al poeta hasta que uno de sus hijos esté presente.
Lorca está en su habitación, baja las escaleras:
-Esto es un error, un abominable error- exclama.
-Vamos- dice Alonso.
Federico es trasladado al edificio del gobierno civil. Al entrar es golpeado con la culata del mosquetón por un guardia de asalto. La acusación formal proviene de Ruiz Alonso. Se le acusa de “espía ruso”. La acusación, totalmente ridícula, es sólo el pretexto para eliminarlo. Miguel Rosales, hermano de Luis, quien acompañó a Federico al gobierno civil, se alarma. Doña Esperanza había conseguido que no se llevaran a Lorca hasta que uno de sus hijos estuviera presente. Ya en el edificio del gobierno civil Miguel Rosales pide que no se le lleve al poeta a los “interrogatorios”, sabiendo el atroz resultado de estos. Cayendo la tarde los García Lorca enfrentan la noticia del fusilamiento de Fernández de Montesinos, Concha, hermana de Federico es ahora viuda de Fernández Montesinos.
A su regreso, Rosales intentó liberar a su amigo, pero no solamente no lo consiguió, sino que tuvo que disculparse ante el comandante militar de Granada, un tal Valdés -criminal común que tenía oficio de capitán o coronel-, de la acusación de haber ofrecido refugio a un exponente del marxismo leninista. Quien decretó el fusilamiento de Lorca fue Valdés, tras haber consultado telefónicamente al general Queipo de Llano, que ordenó a Valdés darle al poeta "mucho café". Lorca fue llevado a Viznar y fusilado con dos banderilleros y un maestro de escuela en la madrugada del 19 al 20 de agosto de 1936. Su cuerpo nunca fue recuperado. Juan Luis Trescastro de Medina, pariente del padre de Lorca al estar casado con una prima de este perteneciente a la familia Roldán, se precipitó en un bar de Granada, y dirigiéndose al pintor Gabriel Morcillo, que estaba allí con un grupo de amigos, le comentó: "Acabamos de matar a vuestro amigo, el poeta, yo le he disparado dos tiros en el...... a aquel maricón".


Barranco de Viznar  - Granada
Esto es lo que Dalí opinó en su método paranoico-crítico, sobre estos acontecimientos:

(…) Muere ametrallado en Granada el poeta de la mala muerte, Federico García Lorca. ¡Olé! Esto es lo que exclamé en París, en mi apartamento del número 8 de la rue de I' Université, al enterarme de la muerte de Lorca, el mejor amigo de mi adolescencia.
Esta exclamación que se produce biológicamente para rematar un pase en la corrida, o en el jaleo del cante jondo, y que grité en la ocasión de la muerte de Lorca, encarna todo el inocultable españolismo del éxito trágico de su destino.
A lo menos cinco veces al día Lorca hacía alusión a su muerte. En la noche no podía irse a dormir sin que varios de sus compañeros fuésemos a acostarlo. Una vez en la cama, eternizaba las más trascendentales conversaciones poéticas que ha habido en nuestro siglo.
Casi siempre volvía al tema de la muerte y sobre todo al de su propia muerte.
Lorca imita y canta todo lo que dice, primero y ante todo, canta su muerte y la imita. La remeda y la escenifica. "Así, decía, estaré en el momento de mi muerte!" Después, se estremecía su cuerpo al descender el cortejo fúnebre por una agreste colina de Granada; y cinco días después de su muerte, se arregla para que su rostro, que no era hermoso, se aureolara de una belleza desconocida, de una hermosura excesiva. Luego, seguro del efecto inesperado que había producido en nosotros, se sonrío con una sonrisa radiante, sonrisa que brotaba de la absoluta posesión lírica de sus espectadores. Lorca había escrito:

"El río Guadalquivir tiene las barbas granates.
Granada tiene dos ríos, uno llanto, el otro sangre".

También, al fin de la Oda a Salvador Dalí (dos veces inmortal), Lorca hace alusión inequívoca a su propia muerte, y me pidió que no la mirara mientras florecieran mi vida y mi obra.
La última vez que vi a Lorca fue en Barcelona, dos meses antes de la guerra civil. Gala, que no lo conocía, se quedó atónita ante ese fenómeno glutinoso y de un lirismo total. Este sentimiento, además, fue recíproco; durante tres días, Lorca no me habló sino de Gala.



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