La
muerte de Artemio Cruz – Carlos Fuentes - Fragmento
Yo despierto... Me despierta el contacto de
ese objeto frío con el miembro. No sabía que a veces se puede orinar
involuntariamente. Permanezco con los ojos cerrados. Las voces más cercanas no
se escuchan. Si abro los ojos, ¿podré escucharlas?... Pero los párpados me pesan:
dos plomos, cobres en la lengua, martillos en el oído, una... una como plata
oxidada en la respiración. Metálico, todo esto. Mineral, otra vez. Orino sin saberlo.
Quizá —he estado inconsciente, recuerdo con un sobresalto— durante esas horas
comí sin saberlo. Porque apenas clareaba cuando alargué la mano y arrojé
—también sin quererlo— el teléfono al piso y quedé boca abajo sobre el lecho,
con mis brazos colgando: un hormigueo por las venas de la muñeca. Ahora
despierto, pero no quiero abrir los ojos. Aunque no quiera: algo brilla con
insistencia cerca de mi rostro. Algo que se reproduce detrás de mis párpados
cerrados en una fuga de luces negras y círculos azules. Contraigo los músculos
de la cara, abro el ojo derecho y lo veo reflejado en las incrustaciones de
vidrio de una bolsa de mujer. Soy esto. Soy esto. Soy este viejo con las
facciones partidas por los cuadros desiguales del vidrio. Soy este ojo. Soy
este ojo. Soy este ojo surcado por las raíces de una cólera acumulada, vieja,
olvidada, siempre actual. Soy este ojo abultado y verde entre los párpados.
Párpados. Párpados. Párpados aceitosos. Soy esta nariz. Esta nariz. Esta nariz.
Quebrada. De anchas ventanas. Soy estos pómulos. Pómulos. Donde nace la barba
cana. Nace. Mueca. Mueca. Mueca. Soy esta mueca que nada tiene que ver con la
vejez o el dolor. Mueca. Con los colmillos ennegrecidos por el tabaco. Tabaco.
Tabaco. El vahovahovaho de mi respiración opaca los cristales y una mano retira
la bolsa de la mesa de noche.
—Mire, doctor: se está haciendo...
—Señor Cruz...
—¡Hasta en la hora de la muerte debía
engañarnos!
No quiero hablar. Tengo la boca llena de
centavos viejos, de ese sabor. Pero abro los ojos un poco y entre las pestañas
distingo a las dos mujeres, al médico que huele a cosas asépticas: de sus manos
sudorosas, que ahora palpan debajo de la camisa mi pecho, asciende un pasmo de
alcohol ventilado. Trato de retirar esa mano.
—Vamos, señor Cruz, vamos...
No, no no voy a abrir los labios: o esa línea
arrugada, sin labios, en el reflejo del vidrio. Mantendré los brazos alargados
sobre las sábanas. Las cobijas me llegan hasta el vientre. El estómago... ah...
Y las piernas permanecen abiertas, con ese artefacto frío entre los muslos. Y
el pecho sigue dormido, con el mismo hormigueo sordo que siento... que... que
sentía cuando pasaba mucho tiempo sentado en un cine. Mala circulación, eso es.
Nada más. Nada más. Nada más grave. Hay que pensar en el cuerpo. Agota pensar
en el cuerpo. El propio cuerpo. El cuerpo unido. Cansa. No se piensa. Está.
Pienso, testigo. Soy, cuerpo. Queda.
Se va... se va... se disuelve en esta fuga de
nervios y escamas, de celdas y glóbulos dispersos. Mi cuerpo, en el que este
médico mete sus dedos. Miedo. Siento el miedo de pensar en mi propio cuerpo. ¿Y
el rostro? Teresa ha retirado la bolsa que lo reflejaba. Trato de recordarlo en
el reflejo; era un rostro roto en vidrios sin simetría, con el ojo muy cerca de
la oreja y muy lejos de su par, con la mueca distribuida en tres espejos circulantes.
Me corre el sudor por la frente. Cierro otra vez los ojos y pido, pido que mi
rostro y mi cuerpo me sean devueltos. Pido, pero siento esa mano que me
acaricia y quisiera desprenderme de su tacto, pero carezco de fuerzas.
—¿Te sientes mejor?
No la veo a ella. No veo a Catalina. Veo más lejos.
Teresa está sentada en el sillón. Tiene un periódico abierto entre las manos.
Mi periódico. Es Teresa, pero tiene el rostro escondido detrás de las hojas abiertas.
—Abran la ventana.
—No, no. Puedes resfriarte y complicarlo todo.
—Déjalo, mamá. ¿No ves que se está haciendo?
Ah. Huelo ese incienso. Ah. Los murmullos en la
puerta. Llega con ese olor de incienso y faldones negros, con el hisopo al
frente, a despedirme con todo el rigor de una advertencia. Je, cayeron en la
trampa.
—¿No ha llegado Padilla?
—Sí. Está allí afuera.
—Que pase él.
—Pero...
—Que pase antes Padilla.
Ah, Padilla, acércate. ¿Trajiste la
grabadora? Si sabes lo que te conviene, la habrás traído aquí como la llevabas todas
las noches a mi casa de Coyoacán. Hoy, más que nunca, querrás darme la
impresión de que todo sigue igual. No perturbes los ritos, Padilla. Ah sí, te
acercas. Ellas no quieren.
—Acércate, hijita, que te reconozca. Dile tu nombre.
—Soy... soy Gloria...
Si sólo distinguiera mejor su rostro. Si sólo
distinguiera mejor su mueca. Debe darse cuenta de este olor de escamas muertas;
debe mirar este pecho hundido, esta barba gris y revuelta, este fluido
incontenible de la nariz, estos...
La alejan de mí.
El médico me toma el pulso.
—Debo consultar con mis colegas.
Catalina me roza la mano con la suya. Qué
inútil caricia. No la veo bien, pero trato de fi jar mi mirada en la suya. La
retengo. Tomo su mano helada.
—Esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos
el río a caballo.
—¿Qué dices? No hables. No te canses. No te entiendo.
—Quisiera regresar allá, Catalina. Qué
inútil.
Sí: el cura se hinca junto a mí. Murmura sus palabras.
Padilla enchufa la grabadora. Escucho mi voz, mis palabras. Ay, con un grito.
Ay, grito. Ay, sobreviví. Son dos médicos que se asoman a la puerta. Yo
sobreviví. Regina, me duele, me duele, Regina, me doy cuenta de que me duele.
Regina. Soldado. Abrácenme; me duele. Me han clavado un puñal largo y frío en
el estómago; hay alguien, hay otro que me ha clavado un acero en las entrañas:
huelo ese incienso y estoy cansado. Yo dejo que hagan. Que me levanten
pesadamente, mientras gimo. No les debo la vida a ustedes. No puedo, no puedo,
no elegí, el dolor me dobla la cintura, me toco los pies helados, no quiero
esas uñas azules, mis nuevas uñas azules, aaaahaaaay, yo sobreviví: ¿qué hice
ayer?: si pienso en lo que hice ayer no pensaré más en lo que está pasando. Ése
es un pensamiento claro. Muy claro. Piensa ayer. No estás tan loco; no sufres
tanto; pudiste pensar eso. Ayer ayer ayer. Ayer Artemio Cruz voló de Hermosillo
a México. Sí. Ayer Artemio Cruz... Antes de enfermarse, ayer Artemio Cruz...
No, no se enfermó. Ayer Artemio Cruz estaba en su despacho y se sintió muy
enfermo. Ayer no. Esta mañana. Artemio Cruz. No, enfermo no. No, Artemio Cruz
no. Otro. En un espejo colocado frente a la cama del enfermo. El otro. Artemio
Cruz. Su gemelo. Artemio Cruz está enfermo. El otro. Artemio Cruz está enfermo:
no vive: no, vive. Artemio Cruz vivió. Vivió durante algunos años... Años no
añoró: años no, no. Vivió durante algunos días. Su gemelo. Artemio Cruz. Su
doble. Ayer Artemio Cruz, el que sólo vivió algunos días antes de morir, ayer
Artemio Cruz... que soy yo... y es otro... ayer...
(…)
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