martes, 17 de julio de 2012

Augusto Roa Bastos - Cuento


Chepé Bolívar


 ‑¡Ah Chepé Bolívar! ¡Cómo no me voy a acordar de él! ‑dijo la mujer sentada a mi lado en el camión de carga‑. Alto, flaco, patas de pájaro. Siempre emponchado, en invierno y verano, por esas llagas que no se le curaban nunca. De noche, cuando había luna, se encasquetaba un sombrerón y encima, para más seguridad, se cubría con una sombrilla. Salía a caminar por ahí, asustando a la gente. ¡Cómo no me voy a acordar de Chepé Bolívar, el telegrafista de Manorá!
 El olor de antes iba entrando en mi somnolencia cuando el mixto empezó a traquetear por el camino de tierra del pueblo. La presencia de Chepé Bolívar se iba formando en la voz de falsete de la vieja entre las jaulas de las gallinas, las bolsas de naranjas y los fardos de tabaco.
 En eso de la soledad de Chepé, la vieja monoreña no mentía. Lo veo aún, desnudo, las ronchas untadas con grasa de lagarto, encerrado en su rancho, trabajando la madera de su caja a la luz de una vela. Y la imagen borrosa se juntaba sin mezclarse con la voz de la vieja, asordinada por el cigarro. Lejos se oían en la noche los golpes de la azuelita y del formón sobre el tronco del árbol. "¡Ya está telegrafiando otra vez Chepé!", se decía en el pueblo cuando escuchábamos ese picoteo enterrado de pájaro carpintero.
 Todo mezcladamente, la realidad con las realidades.
 El mixto hendía con sus faros la noche polvorienta. La voz de la vieja chirriaba de tanto en tanto, cercana o lejana, según los golpes de viento.
 ‑Chepé murió cuando llegaron las tropas del gobierno, el año de la creciente grande, en la revolución del 47.
 ‑No murió de bala ‑dije por decir cualquier cosa.
 ‑Hubo quien dijo que del susto de la balacera y hubo quien dijo que de una bala perdida ‑replicó la revendedora‑. Pero no es verdad. Cada uno muere a su manera y nunca en la víspera del día señalado. Tiene razón usted. Chepé murió en su momento de hora. Había estado esperando su muerte demasiado tiempo. Veinte años le llevó labrar ese cajón de palosanto en que lo enterramos.
 El Chepé de la vieja y el Chepé de mi infancia, cabedores en una misma memoria, no eran los mismos. Y estaba el otro Chepé, el que había querido ser otro para cumplir más fielmente su propio destino. Pájaro de un solo vuelo entre dos cielos.
 Lo cierto es que en los días de su vida no había hombre en todo Manorá del Guairá que conociera mejor que Chepé la historia de Simón Bolívar y las guerras de la Independencia. Mejor dicho, era el único que la sabía en aquel poblacho perdido entre ríos, selvas y montes, y probablemente el único entre los campesinos del Paraguay entero, sin excluir a los letrados de la ciudad. Al menos, Chepé era el único que había aprendido la historia de esa manera. Acabó transformándola en algo tan suyo como sus sueños y su sangre: una obsesión desmemoriada de todo otro recuerdo que fuese la visión de ese tumulto poblado de imágenes, de fragor, en cuyo centro se erguía la figura del Libertador.
 Chepé hablaba de Caracas nombrándola a veces Mba'evera‑guasu, la Ciudad Resplandeciente del viejo mito de El Dorado. Poseer tal ciudad en ese villorrio de ranchos y cañaverales no era, decía Chepé, "mascar tabaco ajeno". En el ruinoso cobertizo de la estación del ferrocarril, en la plaza, en el atrio; en los caminos, contaba, temático, a quien la quisiese oír, la historia de esas luchas. Ante los ojos incrédulos o deslumbrados ponía el resplandor de Caracas de donde habían salido los ejércitos de Bolívar para liberar a otros pueblos. "Nosotros no tuvimos esa suerte ‑murmuraba bajo el sombrero de paja apretándose la cucarda que sostenía el doblez del ala‑. Atravesando miles y miles de leguas, el Gran Capitán quiso venir a liberar también al Paraguay, pero los porteños le cerraron el paso..."
 Para los más Chepé era un loco, el loco hablador del fierrito de la estación. Impasible y alucinado continuaba contando esa historia con nombres extraños y familiares. Para él, los hombres eran imágenes y las imágenes las únicas cosas verdaderas en su revelación originaria. "La verdad, decía, no hace ruido y sólo tiene caras muy escondidas".
 Todo comenzó con los latidos eléctricos del telégrafo. Alguien, algún estudiantillo de Asunción, empleado en el turno de noche, encontró la manera de memorizar sus lecciones de historia o de divertirse con ellas transmitiéndolas a ese colega semi analfabeto de Manorá con la palanquita del morse.
 A lo largo de noches y noches el repiqueteo metió en el alma, en la mente simple del telegrafista la historia sin tiempo ni fronteras, que por ser de todos y de ninguno tan suya era y a la vez tan ajena.
 Cipriano Ovelar sintió la coacción del decoro. Sin salir de Manorá se fue a vivir a Caracas. Sintió que la sangre del Libertador corría por sus venas. Sintió que era otro y que otro debía ser su nombre. Desde entonces Chepé Ovelar se llamó Chepé Bolívar. Lo sintió como el único nombre digno de su obsesión; el único que expresaba lo verdadero y mejor de su inútil vida. Si lo llamaban con el nombre abolido permanecía en silencio. Vivo no lo sacarían de allí.
 A lo largo de noches y años y noches, Chepé Bolívar transmitió incansable, a su turno, a otros pájaros insomnes como él posados en la barrita de bronce, la historia del largo y desvelado sueño de los oprimidos. El sueño que suda sangre en los vivos y en los muertos subía lentamente en las palabras sonámbulas de Chepé. El maestro de música Salustro hacía estallar a veces en los oídos sordos de Chepé dos o tres notas roncas de su viejo trombón. "¡Ya voy!...", decía Chepé, visionario, encarando la luz fuerte que llenaba el día antes del día.
 En la revuelta agraria del año 12, Chepé Bolívar se unió a las montoneras del Guairá, en el sur del Paraguay. Cayó prisionero y los regulares estuvieron a punto de fusilarlo porque se negó a transmitir una noticia falsa, la treta diabólica que hizo caer en una emboscada al grueso de las tropas campesinas.
 Chepé contaba que lo habían fusilado entonces. Lo que era una manera de decir la verdad. Desde la derrota del levantamiento agrario él estaba muerto en la más humana forma del morir. "Yo ya no existo...", decía ciego y lejano, hueso y piel bajo los guiñapos de su blusa. Hasta las llagas se le habían muerto, borrado, sanado. Si le quedaba alguna cicatriz, él todo entero era esa sola cicatriz. Costra de la nada. Silencio. Mudez.
 Nada más y todo eso. Seguiría contemplando en lo hondo el amado resplandor. Y lo que él no vio pero algunos veían en los días de neblina era el águila oscura posada en la cumbrera del rancho de Chepé.
 ‑¡Ah pícaro viejo! ‑murmuró la vieja manoreña‑. Se daba maña para encontrar lo que no buscaba. Para los pobres la dicha está siempre en otra parte...
 En el tiempo sin tiempo de Chepé, la cuenta era simple. Después de los diez años de prisión por "desacato militar y propaganda subversiva a través del sistema de comunicaciones del Estado", Chepé regresó a Manorá, ahora sí lejanísimo y espectral.
 Más de treinta años sobrevivió a su muerte, encerrado en su rancho, mientras su sombra vagaba recorriendo en peregrinación la ruta de Bolívar por medio continente.
 Hay un momento en que el Libertador, viudo de la gloria, huye de Caracas entre los retratos rotos y la indiferencia que alfombran su paso hacia el destierro. En una esquina de la Plaza Mayor, semi escondido entre los soportales, Chepé lo contempla pasar. Se adelanta hacia el fugitivo, sacándose el sombrero. "¡Vamos al Paraguay, mi General!... ‑dijo Chepé que le dijo a su tocayo en desgracia‑. Allá usted tiene todavía mucho que hacer..." Las telitas de las cataratas temblaban húmedas sacudidas por el vendaval que le salía de adentro.
 ‑Durante veinte años ‑refluyó la voz de la vieja en el mixto‑ Chepé labró la madera de su caja. Al final nos olvidamos de él. Cuando llegaron las tropas del gobierno y atacaron el pueblo, Chepé se nos murió así no más de golpe. Por algún agujero se le escapó el ánima...
 La mujer guardó silencio por un largo instante. La primera luz empezó a teñir el polvo. El rostro arrugado se volvió hacia mí.
 ‑Ya estamos llegando ‑dijo‑. Usted no es de estos lugares, creo, me parece.
 ‑No ‑mentí sin remordimiento.
 ‑¿Qué viene a hacer a Manorá? Digo..., si se puede saber.
 ‑Nada ‑me oí decir entre dientes.
 ‑Ah bueno ‑dijo la vieja‑. La nada es buena como remedio. Eso fue lo que Chepé tomó a lo último. Al cristiano le cuesta a veces morir. Por falta de costumbre, digo yo. Cuando llegaron las tropas del gobierno y atacaron el pueblo por todos lados, alguien vino a decir que Chepé estaba acostado en su caja, muerto. En esa caja lo enterramos. Pero no en el cementerio. El acompañamiento no pudo atravesar la fusilería que cercaba el pueblo. Tuvimos que enterrar a Chepé en un potrero. Eso también hay que decirlo sin ofender. A Chepé mucho el pueblo le quería a pesar de todo y por todo. Un hombre más para nada que él no había en este mundo. Pero valía por lo que era y sabía mucho sin saber que lo sabía, sin vergüenza de ser limpio y honrado entre tantos sinvergüenzas. Su vicio era la esperanza del pobre que es querer el todo para todos. Y Chepé era capaz de encoger hasta su sombra para no estorbar a nadie. Eso fue Chepé, y un poco más y un poco menos. En un potrero lo enterramos bajo la lluvia, el viento y las balas. Cada uno dejó su ramo de flor sobre el estiércol y el barro. Ninguno faltó al acompañamiento de ese muerto al que muchos, entre los más viejos, le debíamos la vida.



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