martes, 11 de septiembre de 2012

Confieso que he vivido - Pablo Neruda - Memorias

El joven provinciano
EL AMOR JUNTO AL TRIGO

Llegué al campamento de los Hernández antes del mediodía, fresco y alegre. Mi cabalgata solitaria por los caminos desiertos, el descanso del sueño, todo eso refulgía en mi taciturna juventud.
La trilla del trigo, de la avena, de la cebada, se hacía aún a yegua. No hay nada más alegre en el mundo que ver girar las yeguas, trotando alrededor de la parva del grano, bajo el grito acucioso de los jinetes. Había un sol espléndido, y el aire era un diamante silvestre que hacía brillar las montañas. La trilla es una fiesta de oro. La paja amarilla se acumula en montañas doradas; todo es actividad y bullicio; sacos que corren y se llenan; mujeres que cocinan; caballos que se desbocan; perros que ladran; niños que a cada instante hay que librar, como si fueran frutos de la paja, de las patas de los caballos.
Los Hernández eran una tribu singular. Los hombres despeinados y sin afeitarse, en mangas de camisa y con revólver al cinto, estaban casi siempre pringados de aceite, de polvo cereal, de barro, o mojados hasta los huesos por la lluvia. Padres, hijos, sobrinos, primos eran todos de la misma catadura. Permanecían horas enteras ocupados debajo de un motor, encima de un techo, trepados a una máquina trilladora. Nunca conversaban. De todo hablaban en broma, salvo cuando se peleaban. Para pelear eran unas trombas marinas; arrasaban con lo que se les ponía por delante. Eran también los primeros en los asados de res a pleno campo, en el vino tinto y en las guitarras plañideras. Eran hombres de la frontera, la gente que a mí me gustaba. Yo, estudiantil y pálido, me sentía disminuido junto a aquellos bárbaros activos; y ellos, no sé por qué, me trataban con cierta delicadeza que en general no tenían para nadie.
Después del asado, de las guitarras, del cansancio cegador del sol y del trigo, había que arreglárselas para pasar la noche. Los matrimonios y las mujeres solas se acomodaban en el suelo, dentro del campamento levantado con tablas recién cortadas. Encuanto a los muchachos, fuimos destinados a dormir en la era. La era elevaba su montaña de paja y podía incrustarse un pueblo entero en su blandura amarilla.
Para mí todo aquello era una inusitada incomodidad. No sabía cómo desenvolverme. Puse cuidadosamente mis zapatos bajo una capa de paja de trigo, la cual debía servirme como almohada. Me quité la ropa, me envolví en mi poncho y me hundí en la montaña de paja. Quedé lejos de todos los otros que, de inmediato y en forma unánime, se consagraron a roncar.
Yo me quedé mucho tiempo tendido de espaldas, con los ojos abiertos, la cara y los brazos cubiertos por la paja. La noche era clara, fría y penetrante. No había luna pero las estrellas parecían recién mojadas por la lluvia y, sobre el sueño ciego de todos los demás, solamente para mí titilaban en el regazo del cielo. Luego me quedé dormido. Desperté de pronto porque algo se aproximaba a mí, un cuerpo desconocido se movía debajo de la paja y se acercaba al mío. Tuve miedo. Ese algo se arrimaba lentamente. Sentía quebrarse las briznas de paja, aplastadas por la forma desconocida que avanzaba. Todo mi cuerpo estaba alerta, esperando. Tal vez debía levantarme o gritar. Me quedé inmóvil. Oía una respiración muy cercana a mi cabeza.
De pronto avanzó una mano sobre mí, una mano grande, trabajadora, pero una mano de mujer. Me recorrió la frente, los ojos, todo el rostro con dulzura. Luego una boca ávida se pegó a la mía y sentí, a lo largo de todo mi cuerpo, hasta mis pies, un cuerpo de mujer que se apretaba conmigo.
Poco a poco mi temor se cambió en placer intenso. Mi mano recorrió una cabellera con trenzas, una frente lisa, unos ojos de párpados cerrados, suaves como amapolas. Mi mano siguió buscando y toqué dos senos grandes y firmes, unas anchas y redondas nalgas, unas piernas que me entrelazaban, y hundí los dedos en un pubis como musgo de las montañas. Ni una palabra salía ni salió de aquella boca anónima.
Cuan difícil es hacer el amor sin causar ruido en una montaña de paja, perforada por siete u ocho hombres más, hombres dormidos que por nada del mundo deben ser despertados. Mas lo cierto es que todo puede hacerse, aunque cueste infinito cuidado. Algo más tarde, también la desconocida se quedó bruscamente dormida junto a mí y yo, afiebrado por aquella situación, comencé a aterrorizarme. Pronto amanecería, pensaba, y los primeros trabajadores encontrarían a la mujer desnuda en la era, tendida junto a mí. Pero también yo me quedé dormido. Al despertar extendí la mano sobresaltado y sólo encontré un hueco tibio, su tibia ausencia. Pronto un pájaro empezó a cantar y luego la selva entera se llenó de gorjeos. Sonó un pitazo de motor, y hombres y mujeres comenzaron a transitar y afanarse junto a la era y sus trabajos. El nuevo día de la trilla se iniciaba.
Al mediodía almorzábamos reunidos alrededor de unas largas tablas. Yo miraba de soslayo mientras comía, buscando entre las mujeres la que pudiera haber sido la visitante nocturna. Pero unas eran demasiado viejas, otras demasiado flacas, muchas eran jovencitas delgadas como sardinas. Y yo buscaba una mujer compacta, de buenos pechos y trenzas largas. De repente entró una señora que traía un trozo de asado para su marido, uno de los Hernández. Esta sí que podía ser. Al contemplarla yo desde el otro extremo de la mesa creí notar que aquella hermosa mujer de grandes trenzas me miraba con una mirada rápida y me sonreía con una pequeñísima sonrisa. Y me pareció que esa sonrisa se hacía más grande y más profunda, se abría dentro de mi cuerpo.


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