EL AMOR JUNTO AL
TRIGO
Llegué al campamento de los Hernández antes del
mediodía, fresco y alegre. Mi cabalgata solitaria por los caminos desiertos, el
descanso del sueño, todo eso refulgía en mi taciturna juventud.
La trilla del trigo, de la avena, de la cebada, se
hacía aún a yegua. No hay nada más alegre en el mundo que ver girar las yeguas,
trotando alrededor de la parva del grano, bajo el grito acucioso de los
jinetes. Había un sol espléndido, y el aire era un diamante silvestre que hacía
brillar las montañas. La trilla es una fiesta de oro. La paja amarilla se
acumula en montañas doradas; todo es actividad y bullicio; sacos que corren y
se llenan; mujeres que cocinan; caballos que se desbocan; perros que ladran;
niños que a cada instante hay que librar, como si fueran frutos de la paja, de
las patas de los caballos.
Los Hernández eran una tribu singular. Los hombres
despeinados y sin afeitarse, en mangas de camisa y con revólver al cinto,
estaban casi siempre pringados de aceite, de polvo cereal, de barro, o mojados
hasta los huesos por la lluvia. Padres, hijos, sobrinos, primos eran todos de
la misma catadura. Permanecían horas enteras ocupados debajo de un motor,
encima de un techo, trepados a una máquina trilladora. Nunca conversaban. De
todo hablaban en broma, salvo cuando se peleaban. Para pelear eran unas trombas
marinas; arrasaban con lo que se les ponía por delante. Eran también los
primeros en los asados de res a pleno campo, en el vino tinto y en las
guitarras plañideras. Eran hombres de la frontera, la gente que a mí me
gustaba. Yo, estudiantil y pálido, me sentía disminuido junto a aquellos
bárbaros activos; y ellos, no sé por qué, me trataban con cierta delicadeza que
en general no tenían para nadie.
Después del asado, de las guitarras, del cansancio
cegador del sol y del trigo, había que arreglárselas para pasar la noche. Los
matrimonios y las mujeres solas se acomodaban en el suelo, dentro del campamento
levantado con tablas recién cortadas. Encuanto a los muchachos, fuimos
destinados a dormir en la era. La era elevaba su montaña de paja y podía
incrustarse un pueblo entero en su blandura amarilla.
Para mí todo aquello era una inusitada incomodidad. No
sabía cómo desenvolverme. Puse cuidadosamente mis zapatos bajo una capa de paja
de trigo, la cual debía servirme como almohada. Me quité la ropa, me envolví en
mi poncho y me hundí en la montaña de paja. Quedé lejos de todos los otros que,
de inmediato y en forma unánime, se consagraron a roncar.
Yo me quedé mucho tiempo tendido de espaldas, con los
ojos abiertos, la cara y los brazos cubiertos por la paja. La noche era clara,
fría y penetrante. No había luna pero las estrellas parecían recién mojadas por
la lluvia y, sobre el sueño ciego de todos los demás, solamente para mí
titilaban en el regazo del cielo. Luego me quedé dormido. Desperté de pronto
porque algo se aproximaba a mí, un cuerpo desconocido se movía debajo de la
paja y se acercaba al mío. Tuve miedo. Ese algo se arrimaba lentamente. Sentía
quebrarse las briznas de paja, aplastadas por la forma desconocida que
avanzaba. Todo mi cuerpo estaba alerta, esperando. Tal vez debía levantarme o
gritar. Me quedé inmóvil. Oía una respiración muy cercana a mi cabeza.
De pronto avanzó una mano sobre mí, una mano grande,
trabajadora, pero una mano de mujer. Me recorrió la frente, los ojos, todo el
rostro con dulzura. Luego una boca ávida se pegó a la mía y sentí, a lo largo
de todo mi cuerpo, hasta mis pies, un cuerpo de mujer que se apretaba conmigo.
Poco a poco mi temor se cambió en placer intenso. Mi
mano recorrió una cabellera con trenzas, una frente lisa, unos ojos de párpados
cerrados, suaves como amapolas. Mi mano siguió buscando y toqué dos senos grandes
y firmes, unas anchas y redondas nalgas, unas piernas que me entrelazaban, y
hundí los dedos en un pubis como musgo de las montañas. Ni una palabra salía ni
salió de aquella boca anónima.
Cuan difícil es hacer el amor sin causar ruido en una
montaña de paja, perforada por siete u ocho hombres más, hombres dormidos que
por nada del mundo deben ser despertados. Mas lo cierto es que todo puede
hacerse, aunque cueste infinito cuidado. Algo más tarde, también la desconocida
se quedó bruscamente dormida junto a mí y yo, afiebrado por aquella situación,
comencé a aterrorizarme. Pronto amanecería, pensaba, y los primeros
trabajadores encontrarían a la mujer desnuda en la era, tendida junto a mí.
Pero también yo me quedé dormido. Al despertar extendí la mano sobresaltado y
sólo encontré un hueco tibio, su tibia ausencia. Pronto un pájaro empezó a
cantar y luego la selva entera se llenó de gorjeos. Sonó un pitazo de motor, y
hombres y mujeres comenzaron a transitar y afanarse junto a la era y sus
trabajos. El nuevo día de la trilla se iniciaba.
Al mediodía almorzábamos reunidos alrededor de unas
largas tablas. Yo miraba de soslayo mientras comía, buscando entre las mujeres
la que pudiera haber sido la visitante nocturna. Pero unas eran demasiado
viejas, otras demasiado flacas, muchas eran jovencitas delgadas como sardinas.
Y yo buscaba una mujer compacta, de buenos pechos y trenzas largas. De repente
entró una señora que traía un trozo de asado para su marido, uno de los
Hernández. Esta sí que podía ser. Al contemplarla yo desde el otro extremo de
la mesa creí notar que aquella hermosa mujer de grandes trenzas me miraba con
una mirada rápida y me sonreía con una pequeñísima sonrisa. Y me pareció que
esa sonrisa se hacía más grande y más profunda, se abría dentro de mi cuerpo.
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