domingo, 23 de octubre de 2011

Eduardo Galeano - Las mujeres - Textos

La cultura del terror /6

Pedro Algorta, abogado, me mostró el gordo expediente del asesinato de dos mujeres. El doble crimen había sido a cuchillo, a fines de 1982, en un suburbio de Montevideo.
La acusada, Alma Di Agosto, había confesado. Llevaba presa más de un año; y parecía condenada a pudrirse de por vida en la cárcel.
Según es costumbre, los policías la habían violado y la habían torturado. Al cabo de un mes de continuas palizas, le habían arrancado varias confesiones. Las confesiones de Alma Di Agosto no se parecían mucho entre sí, como si ella hubiera cometido el mismo asesinato de muy diversas maneras. En cada confesión había personajes diferentes, pintorescos fantasmas sin nombre ni domicilio, porque la picana eléctrica convierte a cualquiera en un fecundo novelista; y en todos los casos la autora demostraba tener la agilidad de una atleta olímpica, los músculos de una fuerzuda de feria y la destreza de una matadora profesional. Pero lo que más sorprendía era el lujo de detalles: en cada confesión, la acusada describía con precisión milimétrica ropas, gestos, escenarios, situaciones, objetos.
Alma Di Agosto era ciega.
Sus vecinos, que la conocían y la querían, estaban convencidos de que ella era culpable:
- ¿Por qué? .preguntó el abogado.
- Porque lo dicen los diarios.
- Pero los diarios mienten, dijo el abogado.
- Es que también lo dice la radio, explicaron los vecinos-.
¡Y la tele!

El parto

Tres días de parto y el hijo no salía: - Tá trancado. El negrito tá trancado - dijo el hombre.
Él venía de un rancho perdido en los campos. Y el médico fue.
Maletín en mano, bajo el sol del mediodía, el médico anduvo hacia la lejanía, hacia la soledad, donde todo parece cosa del jodido destino; y llegó y vio.
Después se lo contó a Gloria Galván:
- La mujer estaba en las últimas, pero todavía jadeaba y sudaba y tenía los ojos muy abiertos. A mí me faltaba experiencia en cosas así. Yo temblaba, estaba sin un criterio. Y en eso, cuando corrí la cobija, ví un brazo chiquitito asomando entre las piernas abiertas de la mujer.
El médico se dio cuenta de que el hombre había estado tirando. El bracito estaba despellejado y sin vida, un colgajo sucio de sangre seca, y el médico pensó: No hay nada que hacer.
Y sin embargo, quién sabe por qué, lo acarició. Rozó con el dedo índice aquella cosa inerte y al llegar a la manito, súbitamente la manito se cerró y le apretó el dedo con alma y vida.
Entonces el médico pidió que le hirvieran agua y se arremangó la camisa.

La maromera

Luz Marina Acosta era muy niña cuando descubrió el circo Firuliche.
El circo Firuliche emergió una noche, mágico barco de luces, desde las profundidades del lago de Nicaragua. Eran clarines guerreros las cornetas de cartón de los payasos y altas banderas los harapos que flameaban anunciando la mayor fiesta del mundo. La carpa estaba toda llena de remiendos, y también los leones, leones jubiladitos; pero la carpa era un castillo y los leones eran los reyes de la selva: y era la reina de los cielos aquella rechoncha señora, fulgurante de lentejuelas, que se balanceaba a un metro del suelo.
Entonces Luz Marina decidió hacerse maromera. Y saltó de verdad, desde muy alto, y en su primera acrobacia a los seis años de edad, se rompió las costillas.
Y así fue, después, la vida. En la guerra, larga guerra contra la dictadura de Somoza, y en los amores; siempre volando, siempre rompiéndose las costillas.
Porque quien entra al circo Firuliche, no sale nunca.


La abuela

La abuela Bertha Jensen murió maldiciendo.
Ella había vivido toda su vida en puntas de pie, como pidiendo perdón por molestar, consagrada al servicio de su marido y de su prole de cinco hijos, esposa ejemplar, madre abnegada, silencioso ejemplo de virtud: jamás una queja había salido de sus labios, ni mucho menos una palabrota.
Cuando la enfermedad la derribó, llamó al marido, lo sentó ante la cama y empezó. Nadie sospechaba que ella conocía aquel vocabulario de marinero borracho. La agonía fue larga. Durante más de un mes, la abuela vomitó desde la cama un incesante chorro de insultos y blasfemias de los bajos fondos. Hasta la voz le había cambiado.
Ella, que nunca había fumado ni bebido nada que no fuera agua o leche, puteaba con voz ronquita. Y así, puteando, murió: y hubo un alivio general en la familia y en el vecindario.
Murió donde había nacido, en el pueblo de Dragor, frente al mar, en Dinamarca. Se llamaba Inge. Tenía una linda cara de gitana. Le gustaba vestir de rojo y navegar al sol.

Celebración de la amistad /2

Juan Gelman me contó que una señora se había batido a paraguazos, en una avenida de París, contra toda una brigada de obreros municipales. Los obreros estaban cazando palomas cuando ella emergió de un increíble Ford a bigotes, un coche de museo, de aquellos que arrancaban a manivela; y blandiendo su paraguas, se lanzó al ataque.
A mandobles se abrió paso, y su paraguas justiciero rompió las redes donde las palomas habían sido atrapadas. Entonces, mientras las palomas huían en blanco alboroto, la señora la emprendió a paraguazos contra los obreros.
Los obreros no atinaron más que a protegerse, como pudieron, con los brazos, y balbuceaban protestas que ella no oía: más respeto, señora, haga el favor, estamos trabajando, son órdenes superiores, señora, por qué no le pega al alcalde, cálmese señora, qué bicho la picó, se ha vuelto loca esta mujer.
Cuando a la indignada señora se le cansó el brazo, y se apoyó en una pared para tomar aliento, los obreros exigieron una explicación.
Después de un largo silencio, ella dijo: -“Mi hijo murió”.
Los obreros dijeron que lo lamentaban mucho, pero que ellos no tenían la culpa. También dijeron que esa mañana había mucho que hacer, usted comprenda.
-“Mi hijo murió”- repitió ella.
Y los obreros: que sí, que sí, pero que ellos se estaban ganando el pan, que hay millones de palomas sueltas por todo París, que las jodidas palomas son la ruina de esta ciudad.
-“Cretinos”- los fulminó la señora.
Y lejos de los obreros, lejos de todo, dijo: -“Mi hijo murió y se convirtió en paloma”.
Los obreros callaron y estuvieron un largo rato pensando.
Y por fin señalando a las palomas que andaban por los cielos y los tejados y las aceras propusieron:
- Señora: ¿”porqué no se lleva a su hijo y nos deja trabajar en paz”?
Ella se enderezó el sombrero negro.
- ¡”Ah, no”! ¡”Eso sí que no”!. Miró a través de los obreros, como si fueran de vidrio, y muy serenamente dijo:
-“Yo no sé cuál de las palomas es mi hijo. Y si supiera, tampoco me lo llevaría. Porque, ¿qué derecho tengo yo a separarlo de sus amigos”?




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