(…) Se acabó, pero ahora le había surgido otra idea. Se aproximó a una sepultura y adoptó la actitud de alguien que está meditando profundamente en la irremisible precariedad de la existencia, en la vacuidad de todos los sueños y de todas las esperanzas, en la fragilidad absoluta de las glorias mundanas y divinas. Cavilaba con tanta concentración que no dio muestras de haber reparado en la llegada de los guías y de la media docena de personas, o poco más, que acompañaban al entierro. No se movió durante el tiempo que duró la apertura de la fosa, la bajada del ataúd, el relleno del hueco, la formación del acostumbrado montículo con la tierra sobrante. No se movió cuando uno de los guías clavó en la parte de la cabecera la chapa metálica negra con el número de la sepultura en blanco. No se movió cuando el automóvil de los guías y el coche fúnebre se apartaban, no se movió durante los escasos dos minutos que los acompañantes aún se mantuvieron al pie de la sepultura diciendo palabras inútiles y enjugando alguna lágrima, no se movió cuando lo dos automóviles que los trajeron se pusieron en marcha y atravesaron el puente. No se movió hasta que no se quedó solo.
Entonces retiró el número que correspondía a la mujer desconocida y lo colocó en la sepultura nueva. Después, el número de ésta fue a ocupar el lugar de otro. El trueque estaba hecho, la verdad se había convertido en mentira. En todo caso, bien podría suceder que el pastor, mañana, encontrando allí una nueva tumba, lleve, sin saberlo, el número falso que en ella se ve a la sepultura de la mujer desconocida, posibilidad irónica en que la mentira, pareciendo repetirse a sí misma, volvería a ser verdad. Las obras de la casualidad son infinitas. Don José se marchó a casa. (…)
José Saramago
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