(…) Casi no creyendo lo que oían, los funcionarios asistieron a una conversación de igual a igual, absurda desde todos los puntos de vista, con don José agradeciendo las bondades del jefe, habiendo llegado incluso a referirse abiertamente a la comida, lo que, en el ambiente estricto de la Conservaduría, tenía que sonar forzosamente como una grosería, como una obscenidad, y el jefe explicando que no podía dejarlo abandonado a la suerte mohína de los que viven solos, sin tener quién les traiga al menos una taza de caldo y les componga el embozo de la sábana, La soledad, don José, declaró con solemnidad el conservador, nunca ha sido buena compañía, las grandes tristezas, las grandes tentaciones y los grandes errores resultan casi siempre de estar solo en la vida, sin un amigo prudente a quien pedirle consejo cuando algo nos perturba más que lo normal de todos los días, Yo, triste, lo que se llama propiamente triste, señor, no creo serlo, respondió don José, tal vez mi naturaleza sea un poco melancólica, pero eso no es defecto, y en cuanto a las tentaciones, bueno, hay que decir que ni la edad ni la situación me inclinan hacia ellas, quiero decir, ni yo las busco ni ellas me buscan a mí, Y los errores, Se refiere a los errores del servicio, Me refiero a los errores en general, los errores de servicio, más tarde o más pronto, el servicio los hace, el servicio los resuelve, Nunca he hecho mal a nadie, por lo menos conscientemente, es todo lo que puedo decir, Y los errores contra sí mismo, Debo de haber cometido muchos, a lo mejor por eso me encuentro solo, Para cometer otros errores, Sólo los de la soledad, señor. Don José, que, como era su obligación, se había levantado al aproximarse el jefe, sintió de pronto que le flojeaban las piernas y una ola de sudor le inundaba el cuerpo. Palideció, las manos buscaron ansiosas el amparo de la mesa, pero ese apoyo no fue suficiente, don José tuvo que sentarse en la silla mientras murmuraba, Disculpe, señor, disculpe. (…)
José Saramago
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