viernes, 21 de octubre de 2011

Todos los nombres - Fragmento

(..) Aquí vivió una mujer que se suicidó por motivos desconocidos, que había estado casada y se divorció, que podría haber vuelto a vivir con los padres después del divorcio, pero que prefirió continuar sola, una mujer que como todas fue niña y muchacha, que ya en ese tiempo, de una cierta e indefinible manera, era la mujer que llegó a ser, una profesora de matemáticas que tuvo su nombre de viva en el Registro Civil junto a los nombres de todas las personas vivas de esta ciudad, una mujer cuyo nombre de muerta volvió al mundo vivo porque este don José fue a rescatarlo al mundo de los muertos, apenas el nombre, no a ella, que no podría un escribiente tanto. Con las puertas de comunicación interiores todas abiertas, la claridad del día ilumina más o menos la casa, pero don José tendrá que despacharse en la búsqueda si no quiere dejarla a medias. Abrió un cajón de la mesa del despacho, pasó los ojos vagamente por lo que había dentro, le parecieron ejercicios escolares de matemáticas, cálculos, ecuaciones, nada que le pudiese explicar las razones de la vida y de la muerte de la mujer que se sentaba en este sillón, que encendía esta lámpara, que sostenía este lápiz y con él escribía. Don José cerró lentamente el cajón, todavía comenzó a abrir otro pero no llegó al final del movimiento, se detuvo pensando un largo minuto, o fueron solamente uno pocos segundos que parecieron horas, después empujó el cajón con firmeza, después salió del despacho, después se sentó en uno de los sofás de la sala y allí se quedó. Miraba los viejos calcetines zurcidos que traía puestos, los pantalones sin raya un poco subidos, las canillas blancas y delgadas, con escaso vello. Sentía que su cuerpo se acomodaba a la concavidad suave del tapizado y de los muelles del sofá dejada por otro cuerpo, Nunca más se sentará aquí, murmuró. El silencio, que le había parecido absoluto, era cortado ahora por los sonidos de la calle, sobre todo, de vez en cuando, con el paso de un coche, pero había en el aire también una respiración pausada, un latir lento, sería tal vez la respiración de las casas cuando las dejan solas, ésta, probablemente, aún no se percató de que tiene alguien dentro. Don José se dice a sí mismo que aún hay cajones para examinar, los de la cómoda, donde se suelen guardar las ropas más íntimas, los de la mesilla de noche, donde intimidades de otra naturaleza son generalmente recogidas, el armario, piensa que si abre el armario no resistirá al deseo de recorrer con los dedos los vestidos colgados, así, como si estuviese acariciando las teclas de un piano mudo, piensa que levantará la falda de uno para aspirarle el aroma, el perfume, el simple olor. Y están los cajones de la mesa del despacho que no llegó a investigar, y la pequeña cajonera de la estantería, en algún sitio tendrá que estar guardado aquello que busca, la carta, el diario, la palabra de despedida, la señal de la última lágrima. Para qué, preguntó, supongamos que tal papel existe, que lo encuentro, que lo leo, no será por leerlo por lo que los vestidos dejarán de estar vacíos, a partir de ahora los ejercicios de matemáticas no tendrán solución, no se descubrirán las incógnitas de las ecuaciones, la colcha de la cama no será apartada, el embozo de la sábana no se ajustará sobre el pecho, la lámpara de la cabecera no iluminará la página del libro, lo que acabó, acabó. Don José se inclinó hacia delante, dejó caer la frente sobre las manos, como si quisiese seguir pensando, pero no era así, se le habían acabado los pensamientos. La luz se quebró de pronto, alguna nube está pasando en el cielo. En ese momento el teléfono sonó. No se había fijado antes, pero allí estaba, en una pequeña mesa, en un rincón, como un objeto que pocas veces se utiliza. El mecanismo del grabador de llamadas funcionó, una voz femenina dijo el número de teléfono, después añadió, No estoy en casa, deje el recado después de oír la señal. Quien quiera que hubiese llamado, colgó, hay personas que detestan hablarle a una máquina o, en este caso, se trató de una equivocación, de hecho si no reconocemos la voz que sale de la grabadora no merece la pena continuar. Esto habría que explicárselo a don José, que nunca en su vida había visto un aparato de éstos de cerca, aunque lo más probable sería que él no prestase atención a las explicaciones, tan perturbado lo pusieron las pocas palabras que oyó, No estoy en casa, deje el recado después de oír la señal, sí, no está en casa, nunca más estará en casa, quedó apenas su voz, grave, velada, como distraída, como si estuviera pensando en otra cosa cuando realizó la grabación. Don José dijo, Puede ser que vuelvan a telefonear, y con esa esperanza no se movió del sofá durante más de una hora, poco a poco la penumbra de la casa se iba haciendo más densa y el teléfono no sonó más. Entonces don José se levantó, tengo que irme, murmuró, pero antes de salir todavía dio una última vuelta por la casa, entró en el dormitorio, donde había más luz, se sentó un momento en el borde de la cama, una y otra vez deslizó la mano despacio por el embozo bordado de la sábana, después abrió el armario, allí estaban los vestidos de la mujer que había dicho las definitivas palabras, No estoy en casa. Se inclinó hacia ellos hasta tocarlos con la cara, el olor que desprendían podría llamarse olor de ausencia, o será aquel perfume mixto de rosa y crisantemo que de vez en cuando recorre la Conservaduría General. (…)


José Saramago 





No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Datos personales