viernes, 21 de enero de 2011

De Cronopios y de Famas - Julio Cortázar

INSTRUCCIONES PARA LLORAR

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acom­pañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.
Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pa­to cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.
Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Dura­ción media del llanto, tres minutos.



INSTRUCCIONES PARA CANTAR

Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pe­ro esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el miedo, con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan, un tacto de dedos, una sombra de caballo.
Después compre solfeos y un frac, y por favor no cante por la nariz y deje en paz a Schumann.



INSTRUCCIONES- EJEMPLOS SOBRE LA FORMA DE TENER MIEDO

En un pueblo de Escocia venden libros con una pá­gina en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.
En la plaza del Quirinal, .en Roma, hay un punto que conocían los iniciados hasta el siglo XIX, y desde el cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros que luchan con sus ca­ballos encabritados.
En Amalfi, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola.
Un señor está extendiendo pasta dentífrica en el cepillo. De pronto ve, acostada de espaldas, una di­minuta imagen de mujer, de coral o quizá de miga de pan pintada.
Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de sucias mariposas de pa­pel.
Se sabe de un viajante de comercio a quien le em­pezó a doler la muñeca izquierda, justamente debajo del reloj pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy fi­nos.
El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz grave y cordial precede los medicamentos cu­ya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándo­nos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón, felices, y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la pe­numbra debajo de la mesa vemos las piernas del mé­dico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer.




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