jueves, 13 de enero de 2011

El mundo ha vivido equivocado

ROSITA, LA OBRERITA

Las madrugadas frías del barrio la veían pasar, ca­minando apurada, hacia el taller.
Pobrecita Rosita, la obrerita. Delgada y tierna, go­rrión temprano.
Toda la semana en la tejeduría, soñando, soñando con el sábado a la noche.
Las mujeres del barrio al verla, aterida de frío, se decían: "Allá va Rosita, la obrerita. Pobrecita." Gorrión temprano.
Y ella era un sol, un rimero de luz, en el aire pesa­do del oscuro galpón de su trabajo. Los muchachos del barrio la querían. Desde la amistosa humareda del café, la miraban cruzar, ágil el paso en su vestidito liviano de percal, y se decían: "Allá va Rosita, pobrecita. La obrerita". Gorrión temprano.
Y no apagaba su sonrisa dulce el doble turno feroz de su trabajo, porque Rosita esperaba el sábado a la noche. La gota feliz, la alegría corta, la inocente di­versión del baile.
Y el sábado a la noche Rosita era un pájaro liberto, una paloma que arañaba por fin un pedazo de cielo, cuando se miraba en el espejo de su altillo pobre y se veía linda. Porque era linda, Rosita. Pobrecita. Con esa belleza frágil, cristal apenas, de las muchachas sen­cillas. Su madre, viejita dulce, nácar las manos bonda­dosas, la peinaba largamente con el mismo peinetón gastado que les había dejado el cariño ausente de la abuela, que sin duda, desde arriba, sonreía.
¡Y qué contenta se ponía Rosita, pobrecita! Era una flor nocturna, capullo crecido en el yuyo sin ma­licia del zanjón urbano, peristilo que espera el fresco de la oscuridad para abrirse en corola para mostrar su belleza.
Los sábados a la noche los muchachos la admiraban y se decían: "Allá va Rosita, la obrerita. Pobrecita".
Eran pocas horas nada más de gozo. La ilusión de una mirada varonil, el rubor intenso en sus mejillas pálidas, la ensoñación de un tango que la hacía girar locamente por la pista sintiendo el brazo firme del muchacho esbelto que la pretendiera. Nada más que eso. Un relámpago fugaz. ¡Pero tan lindo! Después, el retorno a la rutina cotidiana. El encuentro cruel con el frío crudo de la madrugada. Las dos horas de caminar hacia el taller. Y esa tos. Esa tos que a veces la doblaba.
Pero no se escuchaba una queja de sus labios. La mantenía jovial la renovada esperanza de la noche del sábado, las luces de colores que bordeaban la pista de baile del club de barrio, la amistad cristalina de esa gente humilde y un sueño, un sueño que Rosita, po­brecita, no confiaba a nadie. Sólo su diario, amables hojas de papel amarillento, sabía de su anhelo. Cuan­do con mano trémula tomaba la pluma le contaba a su álbum confidente, la espera paciente de aquél que la vendría a buscar para llevarla, para sacarla de allí, de aquella fábrica y le regalara una casa sencilla, pero amplia. Un bienestar para su madre. Y tres pequeños, rubios como debería ser él, cabellos de trigal, ojos ce­lestes.
Ella sabía que alguna noche de sábado, ese hombre vendría.
Y como suele pasar en los cuentos de hadas, una noche de sábado, ese hombre, vino.
Al patio humilde del club de barrio llegó un joven distinguido, de hermoso porte y ropas elegantes. "Un príncipe" cuchichearon las madres, asombradas. "Un hombre rico" comentaban las jóvenes, entre ellas, entretejiendo sueños de bailar con el desconoci­do. Pero una sola mujer hubo esa noche para el re­cién llegado, y fue Rosita, pobrecita, quien ya no se sintió tan solo una obrerita. Esa noche ella fue, entre los brazos gentiles de aquel muchacho, una princesa, una muñeca fina bailando sobre nubes de algodón.
Más tarde que otras veces, volvió a su casa, y le contó a su madrecita buena el sueño realizado. Con sus ojos buenos le contó del príncipe aquél, de sus pa­labras, y de la promesa que le había dejado al partir, antes de alejarse en su lujosa vuaturé: "Vendré a bus­carte".
Desde aquella noche la cara buena de Rosita, era una fiesta. No le importaba ni el frío cortante de la mañana, ni el sucio aire oscuro del taller, ni su rebelde tos, tan reiterada. Era feliz Rosita, la obrerita. Pobrecita. Gorrión temprano.
Sólo tenía que esperar, e hilvanar sueños: la casa grande de ventanales por donde la luz se derramara generosa, la pieza alegre para su madrecita y volver cada tanto hasta su barrio bueno, a ver a los amigos, a quienes la vieron crecer, a los testigos sencillos de su vida.
Pero pasó más de un año y del muchacho aquél no tuvo ni una flor, ni una noticia, ni un recado apenas, pobrecita. En su pecho, la congoja, comenzó a apretar su corazón joven con un puño duro. Y fue una tarde, volviendo del taller, aquel taller que le compraba su juventud por un puñado de monedas, que Rosita se encontró con don Nicola, el tano viejo y bueno que había venido hasta aquí en el "Conte Grande" a po­blar nuestra tierra con sus hijos, también buenos.
El organito de don Nicola desgranaba su melodía cadenciosa y algo triste, que sabía tararear una co­torra. Una cotorrita de la suerte. Y Rosita quiso saber si su futuro podría encontrarse entre los dobleces desprolijos de un papelito. Un papelito que la cotorrita buena le alcanzó a Rosita con su pico. Y allí de­cía, estaba escrito: "Se está casando, el muchacho aquél, en la parroquia, de San Miguel".
Pobrecita Rosita, la obrerita. Deshecha en lágrimas, un mar de llanto, cayó en su lecho quebrado el pecho por la tos convulsa. En la pobre humildad de su alti­llo, pálida y apagándose como una llama de un fós­foro de cera, dos cosas nada más pidió a su pobre madre: que le trajese la muñeca vestida de colombina, y que fuese a buscar al ingrato que la engañase con promesas vanas. En la noche de cierzo zafiro, salió la anciana arrebujada en una pañoleta, mientras, en la cama, Rosita, la obrerita, acunaba en un tango a su muñeca.
Era un salón lujoso, brillaba el piso de mármol co­mo un espejo caro, y una gran orquesta esparcía por el aire los evanescentes giros del vals de los novios. Él, flotando en el aire su pelo rubio, trigal al viento, no supo de la entrada de la viejecita humilde cuando ella llegó bañada en lágrimas, hasta la escalinata de la fiesta rica. Pero cruzó el salón la pobre anciana y la orquesta calló, como una ofrenda. La pobre anciana tomó del brazo al petimetre y sólo dijo: "Mi hija se nos marcha, camino del Señor". Del brazo de la otra se desprendió el mancebo. Y en su lujoso coche, perseguido quizás por la culpa, se lanzó en busca de aquella que lo había esperado en vano, tanto tiempo, y que ahora se marchaba en busca de otra cita, allá en el cielo.
Cuando subió al altillo, Rosita lo miró con esos ojos, resecos de llorar y sólo dijo: "Estos son mis compañeros. Julio y Franco". Y señaló a dos obreritos, con ropa de trabajo, sudor honesto. Y los dos obreritos, pájaros buenos le dijeron al muchacho aquel, al elegante, con ese tono simple y sencillo del que se educó en la escuela popular de las veredas, que sería mejor si retomaba a esos quince operarios, des­pedidos.
Y el muchacho aquél, el elegante, del taller tejedor único dueño, quizás ante el tono convincente de esos hombres, de esos hombres puro sudor y herramientas de trabajo, quizás ante la vista de esas manos que sos­tenían tal vez un fierro en "U", alguna llave en cruz, una barreta, firmó con mano veloz cuanto papel le pusieron adelante los muchachos.
Y siguió el barrio viéndola pasar a la obrerita, de la casa al taller todos los días. Se curó de la tos y sigue alegre, sencilla y buena. Las mujeres amigas de su ma­dre, viejitas buenas, dicen al verla: "Allá va Rosita, la obrerita. Pobrecita".
O suelen comentar, curiosas ellas: "Desde que vio Norma Rae ¡cómo ha cambiado!".
Y Rosa sigue esperando el sábado, su día dilecto, como un pájaro gris, gorrión temprano.

                                                                                                                           Roberto Fontanarrosa


                                                                   Antonio Berni

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