sábado, 15 de enero de 2011

Primer Congreso Internacional de escritores por la libertad de la cultura

INTERVENCIÓN EN EL PRIMER CONGRESO INTERNACIONAL DE ESCRITORES POR
LA LIBERTAD DE LA CULTURA

PARÍS, 1935   (I)
Bertolt Brecht

Compañeros, aun sin querer decir nada particularmente nuevo, querría decir algo a propósito de la lucha contra las fuerzas que hoy intentan sofocar en la sangre y en el estiércol la cultura occidental o aquello que de la cultura ha quedado luego de un siglo de explotación. Querría llamar vuestra aten­ción sobre un único punto, sobre el cual, a mi juicio, es necesa­ria la máxima claridad si se quiere combatir a aquellas fuerzas eficazmente, y sobre todo, a fondo.
A los escritores que en su propia persona, o en la de otros, experimentan las atrocidades fascistas y están aterrados, la ex­periencia y el terror no les confieren necesariamente la capacidad de combatirlas. Alguno puede pensar que baste con descri­bir aquellas atrocidades, sobre todo si para describirlas se tiene un gran talento literario y una cólera auténtica. Verdaderamen­te tales descripciones son muy importantes. Se cometen atrocidades. Y esto no debe ser. Se golpea a los seres humanos. Y esto no debe suceder. ¿Para qué continuar discutiendo? Alzarse y de­tener el brazo del que maltrata. Compañeros, es necesario discutir.
Nos alzaremos, quizás. No es muy difícil. Pero después vie­ne el momento de detener aquel brazo. Y esto es ya más difícil. La cólera existe, el enemigo está individualizado. Pero ¿cómo hacerlo caer? El escritor puede decir: mi tarea es la de denun­ciar la injusticia; le toca al lector hacer el resto. Pero en este caso el lector cumplirá una curiosa experiencia. Se advertirá que la cólera, como también la compasión, es algo cuantita­tivo, algo que existe y puede manifestarse en una o en otra cantidad. Y peor aún, que se manifiesta en la medida en que es necesaria. Algunos compañeros me han dicho: cuando por primera vez hemos hecho saber que nuestros amigos eran muer­tos se alzó un grito de horror y una gran ayuda. Cientos eran los muertos.
Pero cuando los muertos fueron miles y la destrucción no tenía fin, sobrevino el silencio y sólo escasa fue la ayuda. Y así: "cuando los cielitos se multiplican se vuelven invisibles. Cuando los sufrimientos se vuelven insoportables no se oyen más gritos. Se mata un hombre: y el que mira pierde las fuerzas. Es natural que sea así. Cuando los crímenes vienen como la lluvia ninguno más grita ¡basta!".
Pues es así. ¿Cómo comportarse, entonces? ¿No hay modo de impedir que el hombre se distraiga de las atrocidades?. ¿Por qué se distrae? Se distrae cuando no descubre ninguna posibi­lidad de intervenir. El hombre no se detiene junto al dolor de otro hombre si no puede darle ayuda. Se puede defender de un golpe si se sabe cuándo cae, dónde cae y por qué cae, con qué fin. Y si se puede defender del golpe, si hay una posibilidad cualquiera, aunque mínima, entonces se puede tener compasión de la víctima. Y esa compasión se la puede sentir también si aquella posibilidad no existe, pero no por mucho tiempo y de todos modos no por todo el tiempo durante el cual los golpes continúan cayendo sobre la víctima. Entonces ¿por qué cae el golpe? ¿Por qué se tira al mar la cultura como si fuese lastre (es decir, aquéllo que de la cultura ha quedado)?; ¿por qué la vida de millones de hom­bres, de la mayor parte de los hombres ha sido tan empobre­cida, despojada y, en parte o del todo, anulada?
Algunos de entre nosotros tienen una respuesta a esta pregun­ta. Responden así: por brutalidad. Creen asistir a una pavorosa erupción en una parte cada vez más amplia de la humanidad, a un temible proceso de incognoscible origen, que de improviso aparece; que quizás —se espera-— igualmente de improviso des­aparecerá; al impetuoso emerger de bárbaros instintos bestiales largamente reprimidos o adormecidos.
Cuantos responden así saben naturalmente que tal respuesta no basta. Y se dan cuenta solos que a la brutalidad no puede conferírsele el aspecto de una fuerza bestial, de invencibles po­tencias infernales. Hablan, pues, de imperfecta educación de la estirpe humana. Algo que ha estado descuidado o que en la pri­sa, no ha sido cumplido. Es necesario recuperarlo. A la brutali­dad debemos oponer el bien. Debemos hacer un llamado a las grandes palabras, al conjuro que ya otras veces ha sido útil, a los conceptos insuperables —el amor a la libertad, la dignidad, la justicia-- cuya eficacia está históricamente garantizada. Y he­los aquí pronunciar el gran conjuro. ¿Qué sucede? A la acusa­ción de ser brutal, el fascismo responde con el fanático elogio de la brutalidad. Imputado de ser fanático, responde con el elo­gio del fanatismo. Convicto de lesa razón, pone alegremente bajo proceso a la razón misma. Y luego también el fascismo en­cuentra que la educación ha sido imperfecta. Se promete grandes cosas de la posibilidad de influenciar las mentes y reforzar los corazones... A la brutalidad de sus subterráneos destinados a la tortura agrega la de las escuelas, los periódicos, el teatro. Educa a toda la nación y todo el día. No tiene mucho que ofre­cer a la gran mayoría, entonces tiene mucho que educar. No da de comer, entonces debe educar en la autodisciplina. No puede poner orden en su producción y tiene necesidad de guerras; debe pues educar el coraje físico. Tiene necesidad de víctimas y enton­ces debe educar para el sacrificio. También éstos son ideales, me­tas requeridas a los hombres; y algunos de éstos son incluso altos ideales, altas metas.
Ahora, nosotros sabemos bien para qué sirven estos ideales, quién es el que educa y a quién aquella educación debe servir;-no a aquéllos que han sido educados. ¿Y nuestros ideales? También aquéllos de nosotros que en la brutalidad, en la bar­barie, descubren el mal mayor, hablan, como hemos visto, so­lamente de educación, solamente de intervenciones sobre el es­píritu, de todos modos, de ningún otro género de intervención. Hablan de educación en el bien. Pero el bien no vendrá de la exigencia del bien, del bien en cualquier circunstancia, aun en las peores circunstancias; así como la brutalidad no ha llegado de la brutalidad.
Personalmente no creo en la brutalidad por la brutalidad. Es necesario proteger a la humanidad de la acusación de estar por la brutalidad independientemente del hecho de que ella sea un buen negocio. Es una espirituosa distorsión la de mi amigo Feuchtwanger2 cuando afirma que la vulgaridad viene antes que el interés personal. Se equivoca. La brutalidad no viene de la brutalidad sino de los negocios que sin ella no se pueden hacer más.
En el pequeño país del cual vengo hay una situación menos terrible que en muchos otros países. Pero cada semana se des­truyen 5.000 cabezas de ganado de la mejor calidad. Es una fea cosa, pero no es una manifestación de una imprevista sed de sangre. Si fuese así, la cosa sería menos deshonesta. La des­trucción de ganado y la destrucción de cultura no se originan en instintos bárbaros. En ambos casos se destruye una parte de bie­nes producidos no sin fatiga, porque se han vuelto un peso. Fren­te al hambre que impera en los cinco continentes medidas simi­lares son indudablemente crímenes, pero no tienen absolutamente nada que ver con las tendencias malignas. En la mayor parte de los países del mundo existen hoy situaciones sociales tales que los crímenes de cualquier especie son altamente pre­miados mientras que el ejercicio de la virtud cuesta muy caro. "El hombre bueno es indefenso y el indefenso es apaleado hasta la muerte. Pero con la brutalidad se puede tener todo. La vulgaridad se programa así misma por diez mil años. El bien tiene necesidad en cambio de una guardia de corps; y no la encuentra".
Guardémonos de pedirla a los hombres. Hagamos de modo, también nosotros, de no pedir nada imposible. No nos expongamos a lanzar también nosotros llamados a la humanidad para que haga cosas sobrehumanas o sea para que soporte con el ejer­cicio de elevadas virtudes situaciones terribles que ciertamente pueden ser cambiadas pero que al fin no lo serán. No hablemos solamente por la cultura.
Téngase piedad de la cultura, pero antes que nada, téngase piedad de los hombres. La cultura es salvada cuando los hombres son salvados.
¡No nos dejemos arrastrar a la afirmación de que los hom­bres existan para la cultura y no la cultura para los hombres! ¡Esto recordaría demasiado la costumbre de los grandes merca­dos donde los hombres existen para el ganado de matanza y no el ganado de matanza para los hombres! Compañeros, ¡pen­semos en la raíz del mal!
Una gran enseñanza, que sobre nuestro planeta todavía muy joven penetra cada vez más en grandes masas de hombres, afir­ma que la raíz de todos los males son nuestras relaciones de propiedad. Esta enseñanza, simple como todas las grandes en­señanzas, ha penetrado en aquellas masas de hombres que más su­fren por las actuales relaciones de propiedad y por los bárbaros métodos con los cuales aquellas relaciones son defendidas. Se ha puesto en práctica en un país que representa un sexto de la su­perficie terrestre, donde los oprimidos y los que nada tienen han tomado el poder. Allá no hay más destrucción de bienes ali­menticios ni destrucción de cultura.
Muchos de nosotros, escritores que han experimentado las crueldades del fascismo y están espantados, no han comprendido todavía esta enseñanza, no han descubierto todavía la raíz de la brutalidad que los aterra. Corren siempre el riesgo de consi­derar las crueldades del fascismo como crueldades no necesarias. Conservan las relaciones de propiedad porque creen que para defenderlas no son necesarias las crueldades del fascismo. Pero para mantener las relaciones de propiedad existentes aquellas crueldades son necesarias. En esto los fascistas no mienten. En esto ellos dicen la verdad. Aquéllos de entre nuestros amigos que frente a las crueldades del fascismo están aterrados tanto como nosotros, pero quieren mantener inmutables las relaciones de propiedad o permanecen indiferentes frente a su conservación no pueden conducir en forma lo bastante resuelta y por todo el tiempo necesario la lucha contra la barbarie desbordante, por­que no pueden sugerir ni promover las condiciones sociales que hacen superfina la barbarie. Aquéllos, en cambio, que buscando la raíz del mal se han encontrado con las relaciones de propie­dad, han descendido cada vez más profundamente, a través de un infierno de atrocidades cada vez más profundas, hasta que han llegado allí donde una pequeña parte de la humanidad ha­bía anclado el propio dominio despiadado: en aquella propie­dad de cada individuo en particular que sirve a la explotación del prójimo y que es defendida con las uñas y con los dientes, al precio del abandono de una cultura que no se ofrece más en su defensa o que no es más capaz, al precio del abandono puro y simple de todas las leyes de la convivencia humana por las cuales la humanidad tan largamente y con desesperado coraje ha combatido.
Compañeros  ¡hablemos de las relaciones de propiedad!
Esto quería decir a propósito de la lucha contra la desbor­dante barbarie, a fin de que esto fuera dicho aquí también y para que también yo lo haya dicho.


(Traducción Raúl Delanze.)


(I) El Primer Congreso Internacional de Escritores por la Libertad de la Cultura es la primer gran manifestación de unidad antifascista de escritores e intelectuales, de acuerdo a la línea de los Frentes Populares; trae a Occidente la fórmula del realismo socialista lanzada el año precedente en el congreso de escritores soviéticos, y se convierte en el modelo de muchos otros congre­sos nacionales .e internacionales y "Frentes de la Cultura" que lo siguieron. Tuvo lugar en París del 21 al 25 de junio de 1935, con la participación de escritores de 38 países. Es útil ubicarlo históricamente: el año anterior, tras la tentativa fascista del 6 de febrero en París, se había producido el famoso encuentro entre socialistas y comunistas. En agosto, socialistas y comunistas italianos en el exilio convienen la unidad de acción, en setiembre la URSS es admitida en la Sociedad de las Naciones y, con la revisión de la política exterior soviética se produce el acercamiento entre Francia y la URSS. Once días antes de la apertura del Congreso, Trotsky es expulsado de Francia por el gobierno Daladier. Una ojeada a la nómina de participantes en el Con­greso, depara algunas sorpresas: entre los franceses, Barbusse (que escribía so­bre el Congreso en L'Humanité), André Gide (que había estado el año anterior con Malraux en Berlín para pedir la libertad de Dimitrov, pero que al año siguiente rompería con los comunistas); Malraux; Louis Aragón (que ya tres años antes en el Congreso de Karkhov había comenzado su separación de los surrealistas); Julien Benda, Jean Cassou y Paul Nisan; entre los so­viéticos, además de Ehrenburg radicado en París (y que la víspera del Con­greso fue abofeteado por Bretón en el boulevard Montparnasse por calificar de "pederástica" la actividad de los surrealistas), Alexis Tolstoi, Isaac Babel (que morirá más adelante en prisión), N. Koltsov y Boris Pasternak. Además, Heinrich Mann, Max Brod, Regler, Anna Seghers, Waldo Frank, entre los alemanes (y el entonces casi desconocido Robert Musíl); y Aldous Huxley, Michael Gold, John Strachey, Eugenio d'Ors. Y por supuesto, Brecht. El texto de su intervención, con el título de "Una constatación necesaria para la lucha contra la barbarie", fue originalmente publicado en Praga, en el Tsfeue Deutsche Blátter del 6 de agosto de 1935 y reproducido en el cuaderno Nº 15 de las Versuche (29/37), Berlín 1957.















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