El expresionismo alemán
La gran época del cine alemán comienza en 1919, con la famosa El gabinete del doctor Caligari. Ya se atisban algunas señales que lo anuncian en las primeras versiones de El estudiante de Praga (1913) y El Golem (1914), pero no son más que dos islotes dispersos en medio de una producción no muy relevante.
Caligari nos precipita a un mundo de pura pesadilla que se corresponde con la inestabilidad política del momento: paredes cubiertas de graffiti, casas de ángulos irregulares, telones de fondo chillones donde se destacan masas geométricas abruptas y personajes alucinados... A diferencia de las tranquilizadoras fantasmagorías de Méliés, aquí todo se acomoda bajo el signo de una angustia propiamente metafísica. Ahora bien, aquello que hubiera podido quedar como una experiencia aislada inspirada por el ángel de lo bizarro, habría de ser la fuente de una inmensa corriente que irrigó toda la historia del cine. Por fin existía la prueba de que el cine podía ser otra cosa más que una ilustración de la realidad simplona, y desprenderse del sendero de la literatura y el teatro: había empezado un proceso de recreación, algo torpe pero irreversible. El cine se acercaba al arte abstracto; y no es por azar que tres de los colaboradores del realizador, los decoradores Hermann Warm, Walter Reimann y Walter Rohrig, hubieran aprendido en el Blaue Reiter, en el lugar mismo del así llamado movimiento «expresionista».
Pintura, literatura, teatro y poesía habían sido sucesivamente captados por esta disposición natural del espíritu alemán, consistente en acordar una prioridad sistemática a las ideas y los sentimientos más singulares sobre las impresiones banales recibidas por los sentidos. Tal es el postulado del expresionismo: se trata de separarse a cualquier precio de la naturaleza, de sumergirse en las delicias del fantasma ideográfico, de aislar finalmente (según una expresión de Lotte Eisner) «la expresión más expresiva» del mundo exterior, a través de un filtro distorsionador (o corrector): actividad creativa por excelencia. De allí una serie de deformaciones, de biselados, la apelación a una simbología visual más o menos descifrable, un chapuzón en lo oscuro e indeterminado, el aplastamiento de los personajes por su entorno o la fatalidad, todo cocido en una especie de liturgia silenciosa apropiada para los ritmos del «mudo». Tal es el clima característico de una escuela en la que destacarán, con diversas fortunas, autores como Arthur Robison, Karl Gruñe, Paul Leni, pero sobre todo los dos maestros indiscutibles que fueron Friedrich Wilhelm Murnau y Fritz Lang.
Murnau fue el poeta del expresionismo; Lang, su arquitecto. A los subsuelos vertiginosos y las nieblas románticas del primero responde el cemento armado y el rigor glacial del segundo; mundo vacilante y tenebroso en uno de ellos, cerrado y destinado a la asfixia en el otro. Ambos exportarán su genio al extranjero con similares cuotas de éxito.
A la zaga del expresionismo, pero todavía muy influenciado por él, se sitúa el Kammerspielfilm, «cine de cámara» de características psicológicas e intimistas. Más tarde, los realizadores buscarán el camino en aquello que llaman la «nueva objetividad». Tal es el caso de G.W. Pabst, que la exploración de los bajos fondos de la realidad. En los albores de los años 30, el expresionismo alemán estaba prácticamente muerto. Sus últimos (y gloriosos) estertores fueron M. el vampiro de Dusseldorf y El ángel azul. La llegada de Hitler al poder acabó con una inspiración juzgada demasiado decadente. Pero el relevo ya estaba asegurado: en Rusia, por el excentrismo; en Francia, por el realismo poético; en Estados Unidos por el género fantástico y el film noli. Francis Courtade sigue el rastro hasta Orson Welles y Federico Fellini..
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