LOS TRES ÚLTIMOS DÍAS DE FERNANDO PESSOA
28 de noviembre de 1935
1
Antes tengo que afeitarme, dijo él, no quiero ir al hospital con esta barba, se lo ruego, vaya a llamar al barbero, vive en la esquina, es el señor Manacés.
Pero es que no hay tiempo, señor Pessoa, replicó la portera, el taxi está ya en la puerta, sus amigos han llegado y ya están esperándolo en el recibidor.
No importa, respondió, todavía queda tiempo.
Se arrellanó en la pequeña butaca donde el señor Manacés acostumbraba a afeitarlo y se puso a leer las poesías de Sá-Carneiro.
El señor Manacés entró y le dio las buenas noches. Señor Pessoa, dijo, me han dicho que se encuentra bien, espero que no trate de nada grave.
Le colocó una toalla alrededor del cuello y empezó a enjabonarlo. Cuénteme algo, dio Pessoa, usted, señor Manacés, conoce muchas anécdotas interesantes y ve a mucha gente en su establecimiento, cuénteme algo.
Pessoa se puso un traje oscuro que se había hecho confeccionar hacía poco, se anudó la pajarita, se colocó las gafas. No hacía frío, pero fuera estaba lloviendo. Por eso se puso su gabardina amarilla, cogió una pluma y una libreta y empezó a bajar las escaleras.
En mitad de las escaleras se encontró con sus amigos Francisco Gouveia y Armando Teixeira Rebelo. Tenían una expresión preocupada y sostenían en las manos sus paraguas goteantes. Vamos contigo, dijeron al unísono. Pessoa esbozó una sonrisa distraída. Sentía un agudo dolor en el costado derecho que le impedía ser cordial. Los dos amigos le ofrecieron el brazo para ayudarlo bajar, pero él no lo aceptó y se sujetó a la baranda. En el vestíbulo vio al señor Moitinho de Almeida, su jefe, que estaba cuchicheando con el taxista. Yo también voy, señor Pessoa, dijo con premura el señor Moitinho de Almeida, prefiero ir yo también, no puedo dejarlo marchar así.
No se moleste, señor Moitinho de Almeida, respondió Pessoa con un susurro, ya tengo dos amigos que me acompañan, no se moleste.
Pero el señor Moitinho de Almeida parecía estar decidido, le abrió la puerta delantera, Pessoa entró junto al taxista y sus tres acompañantes se acomodaron en el asiento de atrás.
Mientras iba en el coche, miró despaciosamente por la ventanilla la cúpula de la basílica de la Estrela. Era hermosa, aquella basílica, con su inmensa cúpula barroca y la fachada ornamentada. Era allí, delante mismo, en el jardín, donde muchos años antes se citaba con Ophélia Queiroz, su único gran amor. En el banco del jardín de la Estrela se intercambiaban tímidos besos y solemnes promesas de amarse para siempre.
Pero mi vida ha sido más fuerte que yo y que mi amor, musitó Pessoa, perdóname, Ophélia, pero yo debía escribir, debía sólo escribir, no podía hacer otra cosa, y ahora todo ha concluido.
El taxi pasó delante del Parlamento y después enfiló la Calçada do Combro. En aquella zona había vivido un tiempo, muchos años antes, en una habitación de alquiler. La propietaria era doña Maria das Virtudes, se acordaba perfectamente, era una señora de sesenta años, de pecho abundante y pelo teñido de rubio, que por las noches lo invitaba a beber su licor de cerezas y a participar en sus sesiones de espiritismo. Se ponía en contacto con su difunto marido, el brigada Pereira, y mantenía largas conversaciones con él sobre las guerras de África y sobre el precio de los pimientos. Después bebían un vasito de ginjinha, comían una guinda y Pessoa se despedía diciendo: Buenas noches, doña Maria das Virtudes, y que tenga felices sueños. Se retiraba a su alcoba. En aquellas noches estaba en contacto con Bernardo Soares y escribía en su lugar El libro del desasosiego. Se despertaba al amanecer para ver las gradaciones de las luces que cambiaban sobre Lisboa y las anotaba en un pequeño cuaderno forrado en piel que le había mandado su madre desde Sudáfrica.
Cuando llegaron a Rua Luz Soriano los hizo para un policía. No se puede pasar, dijo el policía, la calle se encuentra ocupada por un acto nacionalista, hay una banda y todas esas cosas, hoy la ciudad está de fiesta.
El señor Moitinho de Almeida se asomó por la ventanilla. Soy el señor Moitinho de Almeida, dijo con autoridad, tenemos que llegar hasta la clínica de Sao Luís dos Franceses, llevamos a un enfermo.
El policía se quitó la gorra y se rascó la cabeza. Mire, señor, dijo, les permito que hagan un pequeño desvío, es dirección prohibida, pero dadas las circunstancias pueden hacerlo, giren aquí por la derecha, después cojan a la izquierda y se encontrarán en el Barrio Alto. Pessoa sonrió porque lo había reconocido. Era Coelho Pacheco, un raro heterónimo suyo, uno que había escrito poesía en una sola ocasión, creando un poema oscuro y visionario, de estilo neogótico. ¿Qué hacía Coelho Pacheco disfrazado de policía? Quizá lo hubiera mandado el Maestro para que le preparara el buen camino. Pessoa levantó una mano y le hizo una señal esotérica. También Coelho Pacheco le hizo una señal esotérica, y el taxi cogió la primera calle a la derecha.
En la recepción del hospital había una enfermera que cabeceaba. El señor Moitinho de Almeida le habló, preguntó por el médico de guardia, dijo que se trataba de un caso urgente.
Pessoa se sentó en un sillón y empezó a soñar. Veía retazos de su infancia y oía la voz de su abuela Dionisia que había muerto en un manicomio. Fernando, le decía su abuela, tú serás como yo, de tal palo tal astilla, y durante toda tu vida me tendrás como compañía, porque la vida es una locura y tú sabrás cómo vivir la locura.
Acompáñeme, dijo el médico, y lo cogió del brazo sosteniéndolo. Lo condujo hasta una salita donde había una camilla y un fuerte olor a desinfectante. Desnúdese, ordenó el médico. Pessoa se desnudó. Túmbese, ordenó el médico. Pessoa se tumbó. El médico empezó la revisión, palpándole el cuerpo. Cuando llegó a la altura del hígado, Pessoa emitió un gemido. ¿Desde cuándo se encuentra mal?, preguntó el médico. Desde esta tarde, respondió Pessoa. ¿Y qué síntomas ha notado?, preguntó el médico. Fuertes dolores, respondió Pessoa, y un vómito verde.
El médico llamó a la enfermera y le dijo que acomodara al paciente en la habitación número cuatro. Después cogió la hoja de registro y escribió en el parte clínico: “Cirrosis hepática.”
Pessoa saludó a sus amigos. El señor Moitinho de Almeida quería quedarse, pero Pessoa lo despidió con amabilidad. A los otros dos les dio un rápido abrazo. Dejadme, queridos amigos, dijo, es posible que esta noche y mañana reciba alguna visita, nos veremos pasado mañana.
La habitación era una estancia modesta, con una cama de hierro, un armario blanco y una pequeña mesa. Pessoa se metió en la cama, encendió la luz de la mesilla de noche, reclinó la cabeza sobre la almohada y se pasó una mano por el costado derecho. Por fortuna, ahora los dolores se habían atenuado, la enfermera le llevó un vaso de agua y unas gasas, después dijo: Perdóneme, pero debo ponerle una eyección, se la ha recetado el médico.
Pessoa pidió una dosis de láudano, que era un somnífero que acostumbraba tomar cuando, como Bernardo Soares, no conseguía dormirse. La enfermera se lo llevó y Pessoa se lo bebió. Me llamo Catarina, dijo la enfermera, cuando necesite algo toque el timbre y acudiré inmediatamente.
2
¿Qué hora es?, preguntó Pessoa.
Es casi medianoche, respondió Alvaro de Campos, la mejor hora para encontrarse contigo, es la hora de los fantasmas.
¿Por qué has venido?, preguntó Pessoa.
Porque si vas a marcharte hay algunas cosas de las que tenemos que hablar, respondió Alvaro de Campos, yo no sobreviré a tu muerte, partiré contigo, antes de sumergirnos en la oscuridad tenemos que hablar de algunas cosas.
Pessoa se incorporó sobre las almohadas, bebió un trago de agua y preguntó: ¿Qué estas tramando?
Querido mío, respondió Alvaro de Campos, noto con placer que no me llamas ingeniero ni me tratas de usted, que te diriges a mí con familiaridad.
Claro, respondió Pessoa, tú has entrado en mi vida, me has sustituido a mí, eres tú quien hizo que acabara mi relación con Ophélia.
Lo hice por tu bien, replicó Alvaro de Campos, aquella muchachita emancipada no le convenía a un hombre de tu edad, ese matrimonio habría sido un error. Y además, mira, todas aquellas cartas de amor son ridículas, creo que todas las cartas de amor son ridículas, en fin, te protegí del ridículo, espero que me estés agradecido.
Yo la amaba, susurró Pessoa.
Con un amor ridículo, replicó Alvaro de Campos.
Sí, claro, es posible, respondió Pessoa, pero ¿y tú?
¿Yo?, dijo Campos. Yo, bueno, a mí me queda la ironía, he escrito un soneto que nunca te he mostrado, habla de un amor que te incomodará, porque está dedicado a un jovencito, un jovencito al que amé y que me amó en Inglaterra, resumiendo, a partir de este soneto nacerá la leyenda de tus amores reprimidos, y algunos críticos se frotarán las manos.
¿Has amado de verdad a alguien?, susurró Pessoa.
He amado de verdad a alguien, respondió en voz baja Campos.
Entonces yo te absuelvo, dijo Pessoa, te absuelvo, creía que en tu vida sólo habías amado la teoría.
No, dijo Campos acercándose a la cama, también he amado la vida, y si en mis odas futuristas y furibundas nada me he tomado en serio, si en mis poesías nihilistas todo lo he destruido, hasta a mí mismo, has de saber que en mi vida yo también he amado, con consciente dolor.
Pessoa levantó una mano e hizo una señal esotérica. Dijo: Te absuelvo, Alvaro, ve con los dioses sempiternos, si has tenido amores, si has tenido solo un amor, estás absuelto, porque eres un ser humano, es tu humanidad la que te absuelve.
¿Puedo fumar?, preguntó Campos.
Pessoa hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Campos sacó del bolsillo una pitillera de plata y cogió un cigarrillo, lo colocó en una larga boquilla de marfil y lo encendió. Sabes, Fernando, dijo, siento nostalgia de cuando era un poeta decadente, de la época en que hice aquel viaje en trasatlántico por los mares de Oriente, ah, entonces habría sido capaz de escribir versos a la luna, y, te lo aseguro, por la noche, en la cubierta, cuando había bailes a bordo, la luna era tan plenamente escenográfica, tan plenamente mía. Pero en aquel tiempo yo era un estúpido, ironizaba sobre la vida, no sabía gozar de la vida que me había sido concedida, y así perdí la oportunidad, y mi vida se ha disipado.
¿Y después?, preguntó Pessoa.
Después empecé a querer descifrar la realidad, como si la realidad fuera descifrable, y llegó la desazón. Y con la desazón, el nihilismo, después ya no he creído en nada, ni siquiera en mí mismo. Y hoy estoy aquí, en la cabecera de tu cama, como un trapo inútil, he hecho las maletas para ir a ninguna parte, y mi corazón es un recipiente vacío. Campos fue hacia la mesa y aplastó la colilla en un platito de porcelana. Bien, querido Fernando, dijo, necesitaba decirte estas cosas ahora que quizás estemos a punto de separarnos, tengo que irme, vendrán también los otros a verte, lo sé, y a ti ya no te queda demasiado tiempo, adiós.
Campos se puso la capa sobre los hombros, se ajustó el monóculo en el ojo derecho, hizo un rápido gesto de despedida con la mano, abrió la puerta, se paró un instante y repitió: Adiós, Fernando. Y después susurró: Tal vez no todas las cartas de amor sean ridículas. Y cerró la puerta.
3
¿Qué hora era? Pessoa no lo sabía. ¿Era de noche? ¿Había llegado ya el día? Vino la enfermera y le puso otra inyección. Pessoa ya no notaba el dolor en el costado derecho. Ahora se encontraba en un estado de extraña paz, como si una niebla hubiera descendido sobre él.
Los otros, pensó, ahora vendrían los otros. Naturalmente, quería saludarlos a todos antes de marcharse. Pero un encuentro le tenía preocupado, el encuentro con el Maestro Caeiro: porque Caeiro venía desde el Ribatejo y tenía una salud precaria. ¿Cómo vendría a Lisboa, tal vez en una calesa? Es verdad que Caeiro ya estaba muerto, pero todavía estaba vivo, permanecería eternamente vivo en aquella casa encalada del Ribatejo desde donde contemplaba con ojo implacable el transcurrir de las estaciones, la lluvia invernal y la canícula del verano.
Oyó que llamaban a la puerta y dijo: Adelante.
Alberto Caeiro llevaba una chaqueta de pana con el cuello de piel. Era un hombre del campo y se veía en su ropa.
Ave, Maestro, dijo Pessoa, morituri te salutant. Caeiro se acercó al pie de la cama y se cruzó de brazos. Mi querido Pessoa, dijo, he venido para decir una cosa, ¿me permite que le haga una confesión?
Se lo permito, replicó Pessoa.
Pues bien, dijo Caeiro, cuando a usted le despertaba durante las noches un Maestro desconocido que le dictaba sus versos, que le hablaba del alma, pues bien, ha de saber que ese maestro era yo, era yo quien se ponía en contacto con usted del Más Allá.
Lo suponía, mi amado Maestro, dijo Pessoa, suponía que se trataba de usted.
Sin embargo, tengo que pedirle disculpas por haberle provocado tantos insomnios, dijo Caeiro, noches y noches en que usted no ha dormido y ha permanecido escribiendo como si estuviera en trance, siento remordimientos por haberle causado tantas molestias, por haber ocupado su alma.
Usted ha contribuido a mi obra, respondió Pessoa, usted ha guiado mi mano, me ha provocado insomnios, es verdad, pero para mí han sido noches fecundas, porque ha sido durante la noche cuando ha nacido mi obra literaria, la mía es una obra nocturna.
Caeiro se quitó la chaqueta y la colgó en la cabecera de la cama. Pero no es ésta la única cosa que quería decirle, susurró, hay un secreto que quisiera confesarle, antes de que las distancias interestelares nos separen, pero no sé cómo decírselo.
Pues dígamelo con toda normalidad, dijo Pessoa, como me diría cualquier otra cosa.
Verá, respondió Caeiro, yo soy tu padre. Hizo una pausa, se alisó sus escasos cabellos rubios y continuó: Yo he desempeñado el papel de su padre, de su verdadero padre, Joaquim de Seabra Pessoa, que murió de tisis cuando usted era un niño. Pues bien, yo he ocupado su lugar.
Pessoa sonrió. Lo sabía, dijo, siempre le he considerado mi padre, incluso en mis sueños ha sido usted siempre mi padre, no tiene nada que reprocharse, Maestro, créame, para mí usted ha sido un padre, aquel me ha dado la vida interior.
Y sin embargo yo siempre he llevado una existencia sencilla, replicó Caeiro, he vivido brevemente en una casa de campo en compañía de una tía abuela, he hablado sólo del tiempo que pasa, de las estaciones, de los rebaños.
Sí, confirmó Pessoa, pero para mí usted ha sido un ojo y una voz, un ojo que describe, una voz que enseña a los discípulos, como Milarepa o Sócrates.
Yo soy un hombre casi sin instrucción, dijo Caeiro, mi vida ha sido muy sencilla, se lo repito, en cambio usted ha tenido una vida intensa, ha asumido las vanguardias europeas, ha inventado el Sensacionismo y el Interseccionismo, ha sido asiduo de los cafés literarios de la capital, mientras que yo pasaba mis veladas haciendo solitarios con las caretas a la luz de una lámpara de petróleo, ¿cómo es posible que me haya convertido en su padre y su Maestro?
La vida es indescifrable, respondió Pessoa, nunca hay que preguntar, nunca hay que creer, todo está oculto.
Sí, continuó Caeiro, pero insisto, ¿cómo es posible que me haya convertido en su padre y su Maestro?
Pessoa se incorporó sobre las almohadas. Respiraba con dificultad y la habitación ondulaba ante sus ojos.
Verá, querido Caeiro, respondió, el hecho es que yo necesitaba un guía y un coagulante, no sé si me explico, de otro modo mi vida se hubiera hecho mil pedazos, gracias a usted he encontrado una cohesión, en realidad soy yo quien lo eligió a usted como padre y Maestro.
Entonces le voy a dar un regalo que le he traído, dijo Caeiro, son unos pocos versos escritos en prosa, que jamás publicaré, ahora que usted me abandona se los diré de viva voz, son el testimonio de mi afecto por usted. Caeiro sacó una hoja del bolsillo, acercó el papel a sus ojos, porque era miope, y leyó: “En estos largos años siempre he contemplado la luna, pero con la mirada nítida he seguido a mi hijo y discípulo, para que mi mirada pudiera ser su mirada, para que la colina que traza mi horizonte pudiera ser su horizonte modesto y magnífico”.
Es un poema bellísimo, dijo Pessoa, se lo agradezco, Maestro Caeiro, me lo llevaré conmigo al Más Allá.
Usted ha escrito tantas poesías por mí, continuó Alberto Caeiro, yo también quería despedirlo con el homenaje de una persona que siempre lo ha admirado.
Pessoa cerró los ojos un instante. Cuando volvió a abrirlos la habitación estaba desierta. Tocó el timbre para llamar a la enfermera. ¿Qué día es hoy?, preguntó.
Es la noche del veintiocho de noviembre de mil novecientos treinta y cinco, respondió la enfermera. ¿Necesita alguna cosa?
No, gracias, respondió Pessoa, sólo necesito descansar.
Antonio Tabucchi nació en Pisa, Italia, en 1943. Conocido sobre todo por sus trabajos sobre el escritor portugués Fernando Pessoa, enseña Lengua y Literatura Portuguesa en la Universidad italiana de Siena, interés que le viene desde su juventud cuando, de viaje por París, encontró el poemario Tabacaria del poeta portugués.
Fernando Pessoa
Antonio Tabucchi
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