LA CASA DE LAS TRES
VIUDAS
Una vez me convidaron a una trilla de yeguas. Era un
sitio alto, por las montañas, y quedaba bastante lejos del pueblo. Me gustó la
aventura de irme solo, adivinando los caminos en aquellas serranías. Pensé que,
si me perdía, alguien me daría auxilio. Con mi cabalgadura nos distanciamos de
Bajo Imperial y pasamos estrechamente la barra del río. El Pacífico allí se desencadena
y ataca con intermitencia las rocas y los matorrales del cerro Maule, última
colina, muy alta ella. Luego me desvié por las márgenes del lago Budi. El
oleaje asaltaba con tremendos golpes los pedestales del cerro. Había que
aprovechar aquellos minutos en que una ola se desbarataba y se recogía para
recobrar su fuerza. Entonces atravesábamos apresuradamente el trecho entre el
cerro y el agua, antes de que una nueva ola nos aplastara a mí y a mi
cabalgadura contra el áspero cerro.
Pasado el peligro, hacia el poniente comenzaba la
lámina inmóvil y azul del lago. El arenal de la costa se extendía
interminablemente hacia la desembocadura del lago Toltén, muy lejos de allí.
Estas costas de Chile, a menudo faraónicas y rocosas, se transforman de pronto
en cintas interminables y se puede viajar dos días y noches sobre la arena y
junto a la espuma del mar.
Son playas que parecen infinitas. Forman a lo largo de
Chile como el anillo de un planeta, como una sortija envolvente acosada por el
estruendo de los mares australes: una pista que semeja dar la vuelta por la
costa chilena hasta más allá del Polo Sur.
Por el lado de los bosques me saludaban los avellanos
de ramajes verdeoscuros y brillantes, tachonados a veces por racimos de frutas,
avellanas que parecían pintadas de bermellón, tan rojas son en esa época del
año. Los colosales heléchos del sur de Chile eran tan altos que pasábamos bajo
sus ramas sin tocarlos, yo y mi caballo. Cuando mi cabeza rozaba sus verdes,
caía sobre nosotros una descarga de rocío. A mi lado derecho se extendía el
lago Budi: una lámina constante y azul que limitaba con los lejanos bosques.
Solamente al final vi algunos habitantes. Eran
extraños pescadores. En aquel trecho en que se unen, o se besan, o se agreden
el océano y el lago, quedaban entre dos aguas algunos peces marinos, expulsados
por las aguas violentas. Especialmente codiciadas eran las grandes lisas,
anchos peces plateados que en esos bajíos se debatían extraviados. Los
pescadores, uno, dos, cuatro, cinco, verticales y ensimismados, acechaban el
rastro de los peces perdidos y, de pronto, con un golpe formidable dejaban caer
un largo tridente sobre el agua. Luego levantaban en lo alto aquellas ovaladas
pulpas de plata que temblaban y brillaban al sol antes de morir en el cesto de
los pescadores. Ya atardecía. Había abandonado las riberas del lago y me había
internado buscando el rumbo en las encrespadas estribaciones de los montes.
Oscurecía palmo a palmo. De pronto cruzaba como un ronco susurro el lamento de
un desconocido pájaro selvático. Algún águila o cóndor desde la altura
crepuscular parecía detener sus alas negras, señalando mi presencia,
siguiéndome con pesado vuelo. Aullaban o ladraban o cruzaban el camino veloces
zorros de cola roja, o ignoradas alimañas del bosque secreto.
Comprendí que me había extraviado. La noche y la
selva, que fueron mi regocijo, ahora me amenazaban, me llenaban de pavor. Un
único, solitario viajero se cruzó de repente conmigo en la oscureciente soledad
del camino. Al acercarnos y detenerme vi que era uno más de esos campesinos
desgarbados, de poncho pobre y caballo flaco, que de cuando en cuando emergían
del silencio.
Le conté lo que me pasaba.
Me contestó que ya no llegaría yo aquella noche a la
trilla. El conocía rincón por rincón todo el paisaje; sabía el lugar exacto
donde estaban trillando. Le dije que yo no quería pasar la noche a la
intemperie; le pedí que me diera algún consejo para guarecerme hasta que
amaneciera. Sobriamente me indicó que siguiera por dos leguas un pequeño
sendero derivado del camino. "De lejos va a ver las luces de una casa
grande de madera, de dos pisos", me dijo.
—¿Es un hotel? —le pregunté.
—No, jovencito. Pero lo recibirán muy bien. Son tres
señoras francesas madereras que viven aquí desde hace treinta años. Son muy buenas
con todo el mundo. Lo acogerán a usted.
Agradecí al huaso sus parsimoniosos consejos y él se
alejó trotando sobre el desvencijado caballejo. Yo continué por el estrecho
sendero, como un alma en pena. Una luna virginal, curva y blanca como un
fragmento de uña recién cortada, comenzaba su ascenso por el cielo.
Cerca de las nueve de la noche divisé las
inconfundibles luces de una casa. Apresuré mi caballo antes de que cerrojos y
trancas me vedaran la entrada a aquel milagroso santuario. Pasé las tranqueras
de la propiedad y, esquivando troncos cortados y montañas de aserrín, llegué a
la puerta o pórtico blanco de aquella casa tan insólitamente perdida en
aquellas soledades. Llamé a la puerta, primero suavemente, luego con más
fuerza. Cuando pasaron los minutos y pavorosamente imaginé que no había nadie,
apareció una señora de pelo blanco, delgada y enlutada. Me examinó con ojos
severos y luego entreabrió la puerta para interrogar al intempestivo viajero.
—¿Quién es usted y qué desea? —dijo una voz suave de fantasma.
—Me he perdido en la selva. Soy estudiante. Me
convidaron a la trilla de los Hernández. Vengo muy cansado. Me dijeron que
usted y sus hermanas son muy bondadosas. Sólo deseo dormir en cualquier rincón
y seguir al alba mi camino hacia la cosecha de los Hernández.
—Adelante —me contestó—. Está usted en su casa. Me
llevó a un salón oscuro y ella misma encendió dos o tres lámparas de parafina.
Observé que eran bellas lámparas art nouveau, de opalina y bronces dorados. El
salón olía a húmedo.
Grandes cortinas rojas resguardaban las altas
ventanas. Los sillones estaban cubiertos por una camisa blanca que los
preservaba. ¿De qué?
Aquél era un salón de otro siglo, indefinible e
inquietante como un sueño. La nostálgica dama de cabellera blanca, vestida de luto,
se movía sin que yo viera sus pies, sin que se oyeran sus pasos, tocando sus
manos una cosa u otra, un álbum, un abanico, de aquí para allá, dentro del
silencio.
Me pareció haber caído al fondo de un lago y en sus
honduras sobrevivir soñando, muy cansado. De pronto entraron dos señoras
idénticas a la que me recibió. Era ya tarde y hacía frío. Se sentaron a mi
alrededor, una con leve sonrisa de lejanísima coquetería, la otra mirándome con
los mismos melancólicos ojos de la que me abrió la puerta.
La conversación se fue súbitamente muy lejos de
aquellos campos remotos, lejos también de la noche taladrada por miles de
insectos, croar de ranas y cantos de pájaros nocturnos. Indagaban sobre mis
estudios. Nombré inesperadamente a Baudelaire, diciéndoles que yo había
empezado a traducir sus versos.
Fue como una chispa eléctrica. Las tres damas apagadas
se encendieron. Sus transidos ojos y sus rígidos rostros se transmutaron, como
si se les hubieran desprendido tres máscaras antiguas de sus antiguos rasgos.
—¡Baudelaire! —exclamaron—. Es quizá la primera vez,
desde que el mundo existe, que se pronuncia ese nombre en estas soledades. Aquí
tenemos sus Fleurs du mal. Solamente nosotras podemos leer sus maravillosas
páginas en 500 kilómetros a la redonda. Nadie sabe francés en estas montañas.
Dos de las hermanas habían nacido en Aviñón. La más
joven, francesa también de sangre, era chilena de nacimiento. Sus abuelos, sus
padres, todos sus familiares habían muerto hacía mucho tiempo. Ellas tres se
acostumbraron a la lluvia, al viento, al aserrín del aserradero, al contacto de
un escasísimo número de campesinos primitivos y de sirvientes rústicos.
Decidieron quedarse allí, única casa en aquellas montañas hirsutas.
Entró una empleada indígena y susurró algo al oído de
la señora mayor. Salimos entonces, a través de corredores helados, para llegar
al comedor. Me quedé atónito. En el centro de la estancia, una mesa redonda de
largos manteles blancos se iluminaba con dos candelabros de plata llenos de
velas encendidas. La plata y el cristal brillaban al par en aquella mesa
sorprendente. Me invadió una timidez extrema, como si me hubiera invitado la
reina Victoria a comer en su palacio. Llegaba desgreñado, fatigado y
polvoriento, y aquélla era una mesa que parecía haber estado esperando a un
príncipe. Yo estaba muy lejos de serlo. Más bien debía parecerles un sudoroso
arriero que había dejado a la puerta su tropilla de ganado.
Pocas veces he comido tan bien. Mis anfitrionas eran
maestras de cocina y habían heredado de sus abuelos las recetas de la dulce
Francia. Cada guiso era inesperado, sabroso y oloroso. De sus bodegas trajeron
vinos viejos, conservados por ellas según las leyes del vino de Francia.
A pesar de que el cansancio me cerraba de repente los
ojos, les oía referir cosas extrañas. El mayor orgullo de las hermanas era e
refinamiento culinario; la mesa era para ellas el cultivo de una herencia
sagrada, de una cultura a la que nunca más regresarían, apartadas de su patria
por el tiempo y por mares inmensos. Me mostraron, como burlándose de sí mismas,
un curioso fichero.
—Somos unas viejas maniáticas —me dijo la menor.
Durante 30 años habían sido visitadas por 27 viajeros que llegaron hasta esta
casa remota, unos por negocios, otros por curiosidad, algunos como yo por azar.
Lo nunca visto era que guardaban una ficha relativa a cada uno de ellos, con a
fecha de la visita y el menú que ellas habían aderezado en cada ocasión.
—El menú lo conservamos para no repetir un solo plato,
si alguna vez volvieran esos amigos.
Me fui a dormir y caí en la cama como un saco de
cebollas en un mercado. Al alba, en la oscuridad, encendí una vela, me lavé y
me vestí. Ya clareaba cuando uno de los mozos me ensilló el caballo. No me
atreví a despedirme de las damas gentiles y enlutadas. En el fondo de mí algo
me decía que todo aquello había sido un sueño extraño y encantador y que no
debía despertarme para no romper el hechizo.
Hace ya cuarenta y cinco años de este suceso,
acontecido en el comienzo de mi adolescencia. ¿Qué habrá pasado con aquellas tres
señoras desterradas con sus Fleurs du mal en medio de la selva virgen? ¿Qué
habrá sido de sus viejas botellas de vino, de su mesa resplandeciente iluminada
por 20 bujías? ¿Cuál habrá sido el destino de los aserraderos y de la casa
blanca perdida entre los árboles?
Habrá sobrevenido lo más sencillo de todo: la muerte y
el olvido. Quizá la selva devoró aquellas vidas y aquellos salones que me
acogieron en una noche inolvidable. Pero en mi recuerdo siguen viviendo como en
el fondo transparente del lago de los sueños.
Honor a esas tres mujeres melancólicas que en su
salvaje soledad lucharon sin utilidad ninguna para mantener un antiguo decoro.
Defendían lo que supieron hacer las manos de sus antepasados, es decir, las
últimas gotas de una cultura deliciosa, allá lejos, en el último límite de las
montañas más impenetrables y más solitarias del mundo.
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