MI PRIMER POEMA
Ahora voy a contarles alguna historia de pájaros. En
el lago Budi perseguían a los cisnes con ferocidad. Se acercaban a ellos
sigilosamente en los botes y luego rápido, rápido remaban... Los cisnes, como
los albatros, emprenden difícilmente el vuelo, deben correr patinando sobre el
agua. Levantan con dificultad sus grandes alas. Los alcanzaban y a garrotazos
terminaban con ellos.
Me trajeron un cisne medio muerto. Era una de esas
maravillosas aves que no he vuelto a ver en el mundo, el cisne cuello negro.
Una nave de nieve con el esbelto cuello como metido en
una estrecha media de seda negra. El pico anaranjado y los ojos rojos.
Esto fue cerca del mar, en Puerto Saavedra, Imperial
del Sur.
Me lo entregaron casi muerto. Bañé sus heridas y le
empujé pedacitos de pan y de pescado a la garganta. Todo lo devolvía. Sin
embargo, fue reponiéndose de sus lastimaduras, comenzó a comprender que yo era
su amigo. Y yo comencé a comprender que la nostalgia lo mataba. Entonces,
cargando el pesado pájaro en mis brazos por las calles, lo llevaba al río. El
nadaba un poco, cerca de mí. Yo quería que pescara y e indicaba las piedrecitas
del fondo, las arenas por donde se deslizaban los plateados peces de sur. Pero
él miraba con ojos tristes la distancia.
Así cada día, por más de veinte, lo llevé al río y lo
traje a mi casa. El cisne era casi tan grande como yo. Una tarde estuvo más
ensimismado, nadó cerca de mí, pero no se distrajo con las musarañas con que yo
quería enseñarle de nuevo a pescar. Se estuvo muy quieto y lo tomé de nuevo en
brazos para llevármelo a casa. Entonces, cuando lo tenía a la altura de mi
pecho, sentí que se desenrollaba una cinta, algo como un brazo negro me rozaba
la cara. Era su largo y ondulante cuello que caía. Así aprendí que los cisnes
no cantan cuando mueren.
El verano es abrasador en Cautín. Quema el cielo y el
trigo. La tierra quiere recuperarse de su letargo. Las casas no están
preparadas para el verano, como no lo estuvieron para el invierno. Yo me voy
por el campo y ando, ando. Me pierdo en el cerro Ñielol. Estoy solo, tengo el
bolsillo lleno de escarabajos. En una caja llevo una araña peluda recién
cazada. Arriba no se ve el cielo. La selva está siempre húmeda, me resbalo; de
repente grita un pájaro, es el grito fantasmal del chucao. Crece desde mis pies
una advertencia aterradora. Apenas se distinguen como gotas de sangre los
copihues. Soy sólo un ser minúsculo bajo los heléchos gigantes. Junto a mi boca
vuela una torcaza con un ruido seco de alas. Más arriba otros pájaros se ríen
de mí con risa ronca. Encuentro difícilmente el camino. Ya es tarde.
Mi padre no ha llegado. Llegará a las tres o a las
cuatro de la mañana. Me voy arriba, a mi pieza. Leo a Salgari. Se descarga la
lluvia como una catarata. En un minuto la noche y la lluvia cubren el mundo.
Allí estoy solo y en mi cuaderno de aritmética escribo versos. A la mañana
siguiente me levanto muy temprano. Las ciruelas están verdes. Salto los cerros.
Llevo un paquetito con sal. Me subo a un árbol, me instalo cómodamente, muerdo
con cuidado una ciruela y le saco un pedacito, luego la empapo con la sal. Me
la como. Así hasta cien ciruelas. Ya lo sé que es de masiado.
Como se nos ha incendiado la casa, esta nueva es
misteriosa. Subo al cerco y miro a los vecinos. No hay nadie. Levanto unos
palos. Nada más que unas miserables arañas chicas. En el fondo del sitio está
el excusado. Los árboles junto a él tienen orugas. Los almendros muestran su
fruta forrada en felpa blanca. Sé cómo cazar los moscardones sin hacerles daño,
con un pañuelo. Los mantengo prisioneros un rato y los levanto a mis oídos.
¡Qué precioso zumbido!
Qué soledad la de un pequeño niño poeta, vestido de
negro, en la frontera espaciosa y terrible. La vida y los libros poco a poco me
van dejando entrever misterios abrumadores.
No puedo olvidarme de lo que leí anoche: la fruta del
pan salvó a Sandokán y a sus compañeros en una lejana Malasia.
No me gusta Búfalo Bill porque mata a los indios.
¡Pero qué buen corredor de caballo! ¡Qué hermosas las praderas y las tiendas
cónicas de los pieles rojas!
Muchas veces me han preguntado cuándo escribí mi
primer poema, cuándo nació en mí la poesía.
Trataré de recordarlo. Muy atrás en mi infancia y
habiendo apenas aprendido a escribir, sentí una vez una intensa emoción y tracé
unas cuantas palabras semirrimadas, pero extrañas a mí, diferentes del lenguaje
diario. Las puse en limpio en un papel, preso de una ansiedad profunda, de un
sentimiento hasta entonces desconocido, especie de angustia y de tristeza. Era
un poema dedicado a mi madre, es decir, a la que conocí por tal, a la angelical
madrastra cuya suave sombra protegió toda mi infancia. Completamente incapaz de
juzgar mi primera producción, se la llevé a mis padres. Ellos estaban en el
comedor, sumergidos en una de esas conversaciones en voz baja que dividen más
que un río el mundo de los niños y el de los adultos. Les alargué el papel con
las líneas, tembloroso aún con la primera visita de la inspiración. Mi padre,
distraídamente, lo tomó en sus manos, distraídamente lo leyó, distraídamente me
lo devolvió, diciéndome:
—¿De dónde lo copiaste?
Y siguió conversando en voz baja con mi madre de sus
importantes y remotos asuntos.
Me parece recordar que así nació mi primer poema y que
así recibí la primera muestra distraída de la crítica literaria.
Mientras tanto avanzaba en el mundo del conocimiento,
en el desordenado río de los libros como un navegante solitario. Mi avidez de
lectura no descansaba de día ni de noche. En la costa, en el pequeño Puerto
Saavedra, encontré una biblioteca municipal y un viejo poeta, don Augusto
Winter, que se admiraba de mi voracidad literaria. "¿Ya los leyó?",
me decía, pasándome un nuevo Vargas Vila, un Ibsen, un Rocambole. Como un
avestruz, yo tragaba sin discriminar.
Por ese tiempo llegó a Temuco una señora alta, con
vestidos muy largos y zapatos de taco bajo. Era la nueva directora del liceo de
niñas. Venía de nuestra ciudad austral, de las nieves de Magallanes. Se llamaba
Gabriela Mistral.
Yo la miraba pasar por las calles de mi pueblo con sus
ropones talares, y le tenía miedo. Pero, cuando me llevaron a visitarla, la
encontré buenamoza. En su rostro tostado en que la sangre india predominaba
como en un bello cántaro araucano, sus dientes blanquísimos se mostraban en una
sonrisa plena y generosa que iluminaba la habitación.
Yo era demasiado joven para ser su amigo, y demasiado
tímido y ensimismado. La vi muy pocas veces. Lo bastante para que cada vez
saliera con algunos libros que me regalaba. Eran siempre novelas rusas que ella
consideraba como lo más extraordinario de la literatura mundial. Puedo decir
que Gabriela me embarcó en esa seria y terrible visión de los novelistas rusos
y que Tolstoi, Destines, Chejov, entraron en mi más profunda predilección.
Siguen acompañándome.
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