Perdido en la ciudad
GRANDES NEGOCIOS
Siempre los poetas hemos pensado que poseemos grandes
ideas para enriquecernos, que somos genios para proyectar negocios, aunque
genios incomprendidos. Recuerdo que impulsado por una de esas combinaciones
florecientes vendí a mi editor de Chile, en el año 1924, la propiedad de mi
libro Crepusculario, no para una edición, sino para la eternidad. Creí que me
iba a enriquecer con esa venta y firmé la escritura ante notario. El tipo me
pagó quinientos pesos, que eran algo menos de cinco dólares por aquellos días.
Rojas Giménez, Alvaro Hinojosa, Homero Arce, me esperaban a la puerta de la
notaría para darnos un buen banquete en honor de este éxito comercial. En
efecto, comimos en el mejor restaurant de la época, "La Bahía", con
suntuosos vinos, tabacos y licores. Previamente nos habíamos hecho lustrar los
zapatos y lucían como espejos. Hicieron utilidades con el negocio: el
restaurant, cuatro lustrabotas y un editor. Hasta el poeta no llegó la
prosperidad.
Quien decía tener ojo de águila para todos los
negocios era Alvaro Hinojosa. Nos impresionaba con sus grandiosos planes que,
de ponerse en práctica, harían llover dinero sobre nuestras cabezas. Para
nosotros, bohemios desastrados, su dominio del inglés, su cigarrillo de tabaco
rubio, sus años universitarios en Nueva York, garantizaban el pragmatismo de su
gran cerebro comercial.
Cierto día me invitó a conversar muy secretamente para
hacerme partícipe y socio de una formidable tentativa dirigida a conquistar
nuestro enriquecimiento inmediato. Yo sería su socio al cincuenta por ciento
con sólo aportar unos pocos pesos que recibiría de algún lado. El pondría el
resto. Aquel día nos sentíamos capitalistas sin Dios ni ley, decididos a todo.
—¿De qué mercancía se trata? —le pregunté con timidez
al incomprendido rey de las finanzas.
Alvaro cerró los ojos, arrojó una bocanada de humo que
se desenvolvía en pequeños círculos, y finalmente contestó con voz sigilosa:
—¡Cueros!
—¿Cueros? —repetí asombrado.
—De lobo de mar. Para ser preciso, de lobo de mar de
un solo pelo.
No me atreví a averiguar más detalles. Ignoraba que
las focas, o lobos marinos, pudieran tener un solo pelo. Cuando los contemplé
sobre una roca, en las playas del sur, les vi una piel reluciente que brillaba
al sol, sin advertir asomo alguno de cabellera sobre sus perezosas barrigas.
Cobré mis haberes con la velocidad del rayo, sin pagar
lo que debía de alquiler, ni la cuota del sastre, ni el recibo del zapatero, y
puse mi participación monetaria en las manos de mi socio financista.
Fuimos a ver los cueros. Alvaro se los había comprado
a una tía suya, sureña, que era dueña de numerosas islas improductivas. Sobre
los islotes de desolados roqueríos los lobos marinos acostumbraban practicar
sus ceremonias eróticas. Ahora estaban ante mis ojos, en grandes atados de
cueros amarillos, perforados por las carabinas de los servidores de la tía
maligna. Subían hasta el techo los paquetes de cueros en la bodega alquilada
por Alvaro para deslumbrar a los presuntos compradores.
—¿Y qué haremos con esta enormidad, con esta montaña
de cueros? —le pregunté encogidamente.
—Todo el mundo necesita cueros de esta clase. Ya
verás. —Y salimos de la bodega, Alvaro despidiendo chispas de energía, yo
cabizbajo y callado.
Alvaro iba de aquí para allá con un portafolio, hecho
de una de nuestras auténticas pieles de "lobo marino de un solo pelo",
portafolio que rellenó de papeles en blanco para darle apariencia comercial.
Nuestros últimos centavos se fueron en los anuncios de prensa. Que un magnate
interesado y comprensivo los leyera, y bastaba. Seríamos ricos. Alvaro, muy
atildado, quería confeccionarse media docena de trajes de tela inglesa. Yo,
mucho más modesto, albergaba, entre mis sueños por satisfacer, el de adquirir
un buen hisopo o brocha para afeitarme, ya que el actual iba camino de una
calvicie inaceptable.
Por fin se presentó el comprador. Era un talabartero
de cuerpo robusto, bajo de estatura, con ojos impertérritos, muy parco de
palabras, y con cierto alarde de franqueza que a mi juicio se aproximaba a la
grosería. Alvaro lo recibió con protectora displicencia y le señaló una hora,
tres días después, apropiada para mostrarle nuestra fabulosa mercancía. En el
curso de esos tres días, Alvaro adquirió espléndidos cigarrillos ingleses y
algunos puros cubanos "Romeo y Julieta", que colocó de manera visible
en el bolsillo exterior de su chaqueta, cuando llegó la hora de esperar al
interesado. En el suelo habíamos esparcido las pieles que revelaban mejor
estado.
El hombre concurrió puntualmente a la cita. No se sacó
el sombrero y apenas nos saludó con un gruñido. Miró desdeñosamente y con
rapidez las pieles extendidas en el piso. Luego paseó sus ojos astutos y
férreos por los estantes atiborrados. Levantó una mano regordeta y una uña
dudosa para señalar un atado de pieles, uno de aquellos que estaban más arriba
y más lejos. Justamente donde yo había arrinconado las pieles más
despreciables.
Alvaro aprovechó el momento culminante para ofrecerle
uno de sus auténticos cigarros habanos. El mercachifle lo tomó rápidamente, le
dio una dentellada a la punta y se lo encasquetó en las fauces. Pero continuó
imperturbable, indicando el atado que deseaba inspeccionar.
No había más remedio que mostrárselo. Mi socio trepó
por la escalera y, sonriendo como un condenado a muerte, bajó con el grueso
envoltorio. El comprador, interrumpiéndose para sacarle humo y más humo al puro
de Alvaro, revisó una por una todas las pieles del paquete.
El hombre levantaba una piel, la frotaba, la doblaba,
la escupía y en seguida pasaba a otra, que a su vez era rasguñada, raspada,
olfateada y dejada caer. Cuando al cabo terminó su inspección, paseó de nuevo
su mirada de buitre por las estanterías colmadas con nuestras pieles de lobo de
mar de un solo pelo y, por último, detuvo sus ojos en la frente de mi socio y
experto en finanzas. El momento era emocionante.
Entonces dijo con voz firme y seca una frase inmortal,
al menos para nosotros.
—Señores míos, yo no me caso con estos cueros —y se
marchó para siempre, con el sombrero puesto como había entrado, fumando el
soberbio cigarro de Alvaro, sin despedirse, matador implacable de todos
nuestros ensueños millonarios.
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