El joven provinciano
EL ARTE DE LA
LLUVIA
Así como se desataban el frío, la lluvia y el barro de
las calles, es decir, el cínico y desmantelado invierno del sur de América, el
verano también llegaba a esas regiones, amarillo y abrasador. Estábamos
rodeados de montañas vírgenes, pero yo quería conocer el mar. Por suerte mi
voluntarioso padre consiguió una casa prestada de uno de sus numerosos
compadres ferroviarios. Mi padre, el conductor, en plenas tinieblas, a las
cuatro de la noche (nunca he sabido por qué se dice las cuatro de la mañana)
despertaba a toda la casa con su pito de conductor. Desde ese minuto no había
paz, ni tampoco había luz, y entre velas cuyas llamitas se doblegaban por causa
de las rachas que se colaban por todas partes, mi madre, mis hermanos Laura y
Rodolfo y la cocinera corrían de un lado a otro enrollando grandes colchones
que se transformaban en pelotas inmensas envueltas en telas de yute que eran
apresuradamente corridas por las mujeres. Había que embarcar las camas en el
tren. Estaban calientes todavía los colchones cuando partían a la estación
cercana. Enclenque y febe por naturaleza, sobresaltado en mitad del sueño, yo
sentía náuseas y escalofríos. Mientras tanto los trajines seguían, sin terminar
nunca, en la casa. No había cosa que no se llevaran para ese mes de vacaciones
de pobres. Hasta los secadores de mimbre, que se ponían sobre los braseros
encendidos para secar las sábanas y la ropa perpetuamente humedecida por el
clima, eran etiquetados y metidos en la carreta que esperaba los bultos.
El tren recorría un trozo de aquella provincia fría
desde Temuco hasta Carahue. Cruzaba inmensas extensiones deshabitadas sin
cultivos, cruzaba los bosques vírgenes, sonaba como un terremoto por túneles y
puentes. Las estaciones quedaban aisladas en medio del campo, entre aromos y
manzanos floridos. Los indios araucanos con sus ropas rituales y su majestad
ancestral esperaban en las estaciones para vender a los pasajeros corderos,
gallinas, huevos y tejidos. Mi padre siempre compraba algo con interminable
regateo. Era de ver su pequeña barba rubia levantando una gallina frente a una
araucana impenetrable que no bajaba en medio centavo el precio de su
mercadería.
Cada estación tenía un nombre más hermoso, casi todos
heredados de las antiguas posesiones araucanas. Esa fue la región de los más
encarnizados combates entre los invasores españoles y los primeros chilenos,
hijos profundos de aquella tierra.
Labranza era la primera estación, Boroa y Ranquilco la
seguían. Nombres con aroma de plantas salvajes, y a mí me cautivaban con sus
sílabas. Siempre estos nombres araucanos significaban algo delicioso: miel
escondida, lagunas o río cerca de un bosque, o monte con apellido de pájaro.
Pasábamos por la pequeña aldea de Imperial donde casi fue ejecutado por el
gobernador español el poeta don Alonso de Ercilla. En los siglos XV y XVI aquí
estuvo la capital de los conquistadores. Los araucanos en su guerra patria
inventaron la táctica de tierra arrasada. No dejaron piedra sobre piedra de la
ciudad descrita por Ercilla como bella y soberbia.
Y luego la llegada a la ciudad fluvial. El tren daba
sus pitazos más alegres, oscurecía el campo y la estación ferroviaria con
inmensos penachos de humo de carbón, tintineaban las campanas y se olía ya el
curso ancho, celeste y tranquilo, del río Imperial que se acercaba al océano.
Bajar los bultos innumerables, ordenar la pequeña familia y dirigirnos en
carreta tirada por bueyes hasta el vapor que bajaría por el río Imperial, era
toda una función dirigida por los ojos azules y el pito ferroviario de mi
padre. Bultos y nosotros nos metíamos en el barquito que nos llevaba al mar. No
había camarotes. Yo me sentaba cerca de proa. Las ruedas movían con sus paletas
la corriente fluvial, las máquinas de la pequeña embarcación resoplaban y
rechinaban, la gente sureña taciturna se quedaba como muebles inmóviles dispersos
por la cubierta.
Algún acordeón lanzaba su lamento romántico, su
incitación al amor. No hay nada más invasivo para un corazón de quince años que
una navegación por un río ancho y desconocido, entre riberas montañosas, en el
camino del misterioso mar.
Bajo Imperial era sólo una hilera de casas de techos
colorados. Estaba situado sobre la frente del río. Desde la casa que nos
esperaba y, aún antes, desde los muelles desvencijados donde atracó el
vaporcito, escuché a la distancia el trueno marino, una conmoción lejana. El
oleaje entraba en mi existencia.
La casa pertenecía a don Horacio Pacheco, agricultor
gigantón que, durante ese mes de nuestra ocupación de su casa, iba y llevaba
por las colinas y los caminos intransitables su locomóvil y su trilladora. Con
su máquina cosechaba el trigo de los indios y de los campesinos, aislados de la
población costera. Era un hombrón que de repente irrumpía en nuestra familia
ferroviaria hablando con voz estentórea y cubierto de polvo y paja cereales.
Luego, con el mismo estruendo, volvía a sus trabajos en las montañas. Fue para
mí un ejemplo más de las vidas duras de mi región austral.
Todo era misterioso para mí en aquella casa, en las
calles maltrechas, en las desconocidas existencias que me rodeaban, en el
sonido profundo de la marina lejanía. La casa tenía lo que me pareció un
inmenso jardín desordenado, con una glorieta central menoscabada por la lluvia,
glorieta de maderos blancos cubiertos por las enredaderas. Salvo mi
insignificante persona nadie entraba jamás en la sombría soledad donde crecían
las yedras, las madreselvas y mi poesía. Por cierto que había en aquel jardín
extraño otro objeto fascinante: era un bote grande, huérfano de un gran
naufragio, que allí en el jardín yacía sin olas ni tormentas, encallado entre
las amapolas.
Porque lo extraño de aquel jardín salvaje era que por
designio o por descuido había solamente amapolas. Las otras plantas se habían
retirado del sombrío recinto. Las había grandes y blancas como palomas,
escarlatas como gotas de sangre, moradas y negras, como viudas olvidadas. Yo
nunca había visto tanta inmensidad de amapolas y nunca más las he vuelto a ver.
Aunque las miraba con mucho respeto, con cierto supersticioso temor que sólo
ellas infunden entre todas las flores, no dejaba de cortar de cuando en cuando
alguna cuyo tallo quebrado dejaba una leche áspera en mis manos y una ráfaga de
perfume inhumano. Luego acariciaba y guardaba en un libro los pétalos de seda
suntuosos. Eran para mí alas de grandes mariposas que no sabían volar.
Cuando estuve por primera vez frente al océano quedé
sobrecogido. Allí entre dos grandes cerros (el Huilque y el Maule) se
desarrollaba la furia del gran mar. No sólo eran las inmensas olas nevadas que
se levantaban a muchos metros sobre nuestras cabezas, sino un estruendo de
corazón colosal, la palpitación del universo.
Allí la familia disponía sus manteles y sus teteras.
Los alimentos me llegaban enarenados a la boca, lo que no me importaba mucho.
Lo que me asustaba era el momento apocalíptico en que mi padre nos ordenaba el
baño de mar de cada día. Lejos de las olas gigantes, el agua nos salpicaba a mi
hermana Laura y a mí con sus latigazos de frío. Y creíamos temblando que el
dedo de una ola nos arrastraría hacia las montañas del mar. Cuando ya con los dientes
castañeteando y las costillas amoratadas, nos disponíamos mi hermana y yo,
tomados de la mano, a morir, sonaba el pito ferroviario y mi padre nos ordenaba
salir del martirio.
Contaré otros misterios del territorio aquél. Uno eran
los percherones y otro la casa de las tres mujeres encantadas.
Al extremo del villorrio se alzaban unas casas
grandes. Eran establecimientos posiblemente de curtiembres. Pertenecían a unos
vascos franceses. Casi siempre estos vascos manejaban en el sur de Chile las
industrias del cuero. La verdad es que no sé bien de qué se trataba. Lo único
que me interesaba era ver cómo salían de los portones, a cierta hora del
atardecer, unos grandes caballos que atravesaban el pueblo.
Eran caballos percherones, potros y yeguas de estatura
gigantesca. Sus grandes crines caían como cabelleras sobre los altísimos lomos.
Tenían patas inmensas también cubiertas de ramos de pelambre que, al galopar,
ondulaban como penachos. Eran rojos, blancos, rosillos, poderosos. Así habrían
andado los volcanes si pudieran trotar y galopar como aquellos caballos
colosales. Como una conmoción de terremoto caminaban sobre las calles
polvorientas y pedregosas. Relinchaban roncamente haciendo un ruido subterráneo
que estremecía la tranquila atmósfera. Arrogantes, inconmensurables y
estatuarios, nunca he vuelto a ver caballos como ésos en mi vida, a no ser
aquellos que vi en China, tallados en piedra como monumentos tumbales de la
dinastía Ming. Pero la piedra más venerable no puede dar el espectáculo de
aquellas tremendas vidas animales que parecían, a mis ojos de niño, salir de la
oscuridad de los sueños para dirigirse a otro mundo de gigantes.
En realidad, aquel mundo silvestre estaba lleno de
caballos. Por las calles, jinetes chilenos, alemanes o mapuches, todos con
ponchos de lana negra de castilla, subían o bajaban de sus monturas. Los
animales flacos o bien tratados, escuálidos u opulentos, se quedaban allí donde
los jinetes los dejaban, rumiando hierbas de las veredas y echando vapor por
las narices. Estaban acostumbrados a sus amos y a la solitaria vida de poblado.
Volvían más tarde, cargados con bolsas de comestibles o de herramientas, hacia
las intrincadas alturas, subiendo por pésimos caminos o galopando infinitamente
por la arena junto al mar. De cuando en cuando salía de una agencia de empeño o
de una taberna sombría algún jinete araucano que, con dificultad, montaba a su
inmutable caballo y que luego tomaba el camino de regreso a su casa entre los
montes, tambaleando de lado a lado, borracho hasta la inconsciencia. Al mirarlo
comenzar y continuar su camino, me parecía que el centauro alcoholizado iba a
caer al suelo cada vez que se ladeaba peligrosamente, pero me equivocaba:
siempre volvía a erguirse para luego inclinarse otra vez doblándose hacia el
otro lado y siempre recuperándose pegado a la montura. Así continuaría montado
sobre el caballo por kilómetros y kilómetros, hasta undirse en la salvaje
naturaleza como un animal vacilante, oscuramente invulnerable.
Muchos veranos más volvimos, con las mismas ceremonias
domésticas, a la región fascinante. Fui creciendo, leyendo, enamorándome y
escribiendo al paso del tiempo, entre los amargos inviernos de Temuco y el
misterioso estío de la costa.
Me acostumbré a andar a caballo. Mi vida fue
haciéndose más alta y espaciosa por las rutas de empinada arcilla, por caminos
de curvas imprevistas. Me salían al encuentro los vegetales enmarañados, el
silencio o el sonido de los pájaros selváticos, el estallido súbito de un árbol
florido, cubierto con un traje escarlata como un inmenso arzobispo de las
montañas, o nevado por una batalla de flores desconocidas. O de cuando en
cuando también, inesperada, la flor del copihue, salvaje, indomable,
irreductibles, colgando de los matorrales como una gota fresca de sangre. Fui
habituándome al caballo, a la montura, a los duros y complicados aperos, a las
crueles espuelas que tintineaban en mis talones. Se comenzó por infinitas
playas o montes enmarañados una comunicación entre mi alma, es decir, entre mi
poesía y la tierra más solitaria del mundo. De esto hace muchos años, pero esa
comunicación, esa revelación, ese pacto con el espacio han continuado
existiendo en mi vida.
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