Perdido en la ciudad
LAS CASAS DE
PENSIÓN
Después de muchos años de Liceo, en que tropecé
siempre en el mes de diciembre con el examen de matemáticas, quedé exteriormente
listo para enfrentarme con la universidad, en Santiago de Chile. Digo
exteriormente, porque por dentro mi cabeza iba llena de libros, de sueños y de
poemas que me zumbaban como abejas.
Provisto de un baúl de hojalata, con el indispensable
traje negro del poeta, delgadísimo y afilado como un cuchillo, entré en la
tercera clase del tren nocturno que tardaba un día y una noche interminables en
llegar a Santiago.
Este largo tren que cruzaba zonas y climas diferentes,
y en el que viajé tantas veces, guarda para mí aún su extraño encanto.
Campesinos de ponchos mojados y canastos con gallinas, taciturnos mapuches,
toda una vida se desarrollaba en el vagón de tercera. Eran numerosos los que
viajaban sin pagar, bajo los asientos. Al aparecer el inspector se producía una
metamorfosis. Muchos desaparecían y algunos se ocultaban debajo de un poncho
sobre el cual de inmediato dos pasajeros fingían jugar a las cartas, sin que al
inspector le llamara la atención esta mesa improvisada.
Entretanto el tren pasaba, de los campos con robles y
araucarias y las casas de madera mojada, a los álamos del centro de Chile, a
las polvorientas construcciones de adobe. Muchas veces hice aquel viaje de ida
y vuelta entre la capital y la provincia, pero siempre me sentí ahogar cuando
salía de los grandes bosques, de la madera maternal. Las casas de adobe, las
ciudades con pasado, me parecían llenas de telarañas y silencio. Hasta ahora
sigo siendo un poeta de la intemperie, de la selva fría que perdí desde
entonces.
Venía recomendado a una casa de pensión de la calle
Maruri 513. No olvido este número por ninguna razón. Olvido todas las fechas y
hasta los años, pero ese número 513 se me quedó galvanizado en la cabeza, donde
lo metí hace tantos años, por temor de no llegar nunca a esa pensión y
extraviarme en la capital grandiosa y desconocida. En la calle nombrada me
sentaba yo al balcón a mirar la agonía de cada tarde, el cielo embanderado de
verde y carmín, la desolación de los techos suburbanos amenazados por el
incendio del cielo.
La vida de aquellos años en la pensión de estudiantes
era de un hambre completa. Escribí mucho más que hasta entonces, pero comí
mucho menos. Algunos de los poetas que conocí por aquellos días sucumbieron a
causa de las dietas rigurosas de la pobreza. Entre éstos recuerdo a un poeta de
mi edad, pero mucho más alto y más desgarbado que yo, cuya lírica sutil estaba
llena de esencias e impregnaba todo sitio en que era escuchada. Se llamaba
Romeo Murga.
Con este Romeo Murga fuimos a leer nuestras poesías a
la ciudad de San Bernardo, cerca de la capital. Antes de que apareciéramos en
el escenario, todo se había desarrollado en un ambiente de gran fiesta: la
reina de los Juegos Florales con su corte blanca y rubia, los discursos de los
notables del pueblo y los conjuntos vagamente musicales de aquel sitio; pero,
cuando yo entré y comencé a recitar mis versos con la voz más quejumbrosa del
mundo, todo cambió: el público tosía, lanzaba chirigotas y se divertía
muchísimo con mi melancólica poesía. Al ver esta reacción de los bárbaros,
apresuré mi lectura y dejé el sitio a mi compañero Romeo Murga. Aquello fue
memorable. Al ver entrar a aquel quijote de dos metros de altura, de ropa
oscura y raída, y empezar su lectura con voz aún más quejumbrosa que la mía, el
público en masa no pudo ya contener su indignación y comenzó a gritar:
"¡Poetas con hambre! Váyanse! No echen a perder la fiesta".
De la pensión de la calle Maruri me retiré como un
molusco que sale de su concha. Me despedí de aquel caparazón para conocer el mar,
es decir, el mundo. El mar desconocido eran las calles de Santiago, apenas
entrevistas mientras caminaba entre la vieja escuela universitaria y la
despoblada habitación de la pensión de familia.
Yo sabía que mis hambres atrasadas aumentarían en esta
aventura. Las señoras de la pensión, remotamente ligadas a mi provincia, me
auxiliaron alguna vez con alguna papa o cebolla misericordiosas. Pero no había
más remedio: la vida, el amor, la gloria, la emancipación me reclamaban. O así
me parecía.
La primera pieza independiente que tuve la alquilé en
la calle Argüelles, cercana al Instituto de Pedagogía. En una ventana de esa
calle gris se asomaba un letrero: "Se alquilan habitaciones". El
dueño de la casa ocupaba los cuartos frontales. Era, un hombre de pelo canoso,
de noble apariencia, y de ojos que me parecieron extraños. Era locuaz y
elocuente. Se ganaba la vida como peluquero de señoras, ocupación a la que no
le daba importancia. Sus preocupaciones, según me explicó, concernían más bien
al mundo invisible, al más allá.
Saqué mis libros y mis escasas ropas, de la maleta y
el baúl que viajaban conmigo desde Temuco, y me tendí en la cama a leer y
dormir, ensoberbecido por mi independencia y por mi pereza.
La casa no tenía patio, sino una galería a la que
asomaban incontables habitaciones cerradas. Al explorar los vericuetos de la
mansión solitaria, por la mañana del día siguiente, observé que en todas las
paredes y aun en el retrete surgían letreros que decían más o menos la misma
cosa: "Confórmate. No puedes comunicarte con nosotros. Estás muerta".
Advertencias inquietantes que se prodigaban en cada habitación, en el comedor,
en los corredores, en los saloncitos.
Era uno de esos inviernos fríos de Santiago de Chile.
La herencia colonial de España le dejó a mi país la incomodidad y el
menosprecio hacia los rigores naturales. (Cincuenta años después de lo que
estoy contando, Uya Ehrenburg me decía que nunca sintió tanto frío como en
Chile, él que llegaba desde las calles nevadas de Moscú.) Aquel invierno había
empavonado los vidrios. Los árboles de la calle tiritaban de frío. Los caballos
de los antiguos coches echaban nubes de vapor por los hocicos. Era el peor
momento para vivir en aquella casa, entre oscuras insinuaciones del más allá.
El dueño de casa, coiffeur pour dames y ocultista, me
explicó con serenidad, mientras me miraba profundamente con sus ojos de loco:
—Mi mujer, la Chanto, murió hace cuatro meses. Este
momento es muy difícil para los muertos. Ellos siguen frecuentando los mismos
sitios en que vivían. Nosotros no los vemos, pero ellos no se dan cuenta de que
no los vemos. Hay que hacérselo saber para que no nos crean indiferentes y para
que no sufran por ello. De ahí que yo le haya puesto a la Charito esos letreros
que le harán más fácil comprender su estado actual de difunta.
Pero el hombre de la cabeza gris me creía tal vez
demasiado vivo. Comenzó a vigilar mis entradas y salidas, a reglamentar mis
visitas femeninas, a espiar mis libros y mi correspondencia. Entraba yo
intempestivamente a mi habitación y encontraba al ocultista explorando mi
exiguo mobiliario, fiscalizando mis pobres pertenencias.
Tuve que buscar en pleno invierno, dando tumbos por
las calles hostiles, un nuevo alojamiento donde albergar mi amenazada
independencia. Lo encontré a pocos metros de allí, en una lavandería. Saltaba a
la vista que aquí la propietaria no tenía nada que ver con el más allá. A
través de patios fríos, con fuentes de agua estancada que el musgo acuático
recubría de sólidas alfombras verdes, se alargaban unos jardines desamparados.
En el fondo había una habitación de cielo raso muy alto, con ventanas trepadas
sobre el dintel de las altas puertas, lo cual agrandaba a mis ojos la distancia
entre el suelo y el techo. En esa casa y en esa habitación me quedé.
Hacíamos los poetas estudiantiles una vida
extravagante. Yo defendí mis costumbres provincianas trabajando en mi
habitación, escribiendo varios poemas al día y tomando interminables tazas de
té, que me preparaba yo mismo. Pero, fuera de mi habitación y de mi calle, la
turbulencia de la vida de los escritores de la época tenía su especial
fascinación. Estos no concurrían al café, sino a las cervecerías y a las
tabernas. Las conversaciones y los versos iban y venían hasta la madrugada. Mis
estudios se iban resintiendo.
La empresa de ferrocarriles proveía a mi padre, para
sus labores a la intemperie, de una capa de grueso paño gris que nunca usó. Yo
la destiné a la poesía. Tres o cuatro poetas comenzaron a usar también capas
parecidas a la mía, que cambiaba de mano. Esta prenda provocaba la furia de las
buenas gentes y de algunos no tan buenos. Era la época del tango que llegaba a
Chile no sólo con sus compases y su rasgueante "tijera", sus
acordeones y su ritmo, sino también con un cortejo de hampones que invadieron
la vida nocturna y los rincones en que nos reuníamos. Esta gente del hampa,
bailarines y matones, creaban conflictos contra nuestras capas y existencias.
Los poetas nos batíamos con firmeza.
Por aquellos días adquirí la amistad inesperada de una
viuda indeleble, de inmensos ojos azules que se velaban tiernamente en recuerdo
de su recientemente fallecido esposo. Este había sido un joven novelista,
célebre por su hermosa Apostura.
Juntos habían integrado una memorable pareja, ella con
su cabellera color de trigo, su cuerpo irreprochable y sus ojos ultramarinos, y
él muy alto y atlético. El novelista había sido aniquilado por una tuberculosis
de aquellas que llamaban galopantes. Después he pensado que la rubia compañera
puso también su parte de Venus galopante, y que la época pre penicilínica, más
la rubia fogosa, se llevaron de este mundo al marido monumental en un par de
meses.
La bella viuda no se había despojado aún para mí de
sus ropajes oscuros, sedas negras y violetas que la hacían aparecer como una
fruta nevada envuelta en corteza de duelo. Esa corteza se deslizó una tarde
allá en mi cuarto, al fondo de la lavandería, y pude tocar y recorrer la entera
fruta de nieve quemante. Estaba por consumarse el arrebato natural cuando vi
que bajo mis ojos ella cerraba los suyos y exclamaba: "¡Oh, Roberto,
Roberto!", suspirando o sollozando. (Me pareció un acto litúrgico. La
vestal invocaba al dios desaparecido antes de entregarse a un nuevo rito.) Sin
embargo, y a pesar de mi juventud desamparada, esta viuda me pareció excesiva.
Sus invocaciones se hacían cada vez más urgentes y su corazón fogoso me
conducía lentamente a un aniquilamiento prematuro. El amor, en tales dosis, no
está de acuerdo con la desnutrición. Y mi desnutrición se volvía cada día más dramática.
que increible historia la verdad
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