El joven provinciano
INFANCIA Y POESÍA
Comenzaré por decir, sobre los días y años de mi
infancia, que mi único personaje inolvidable fue la lluvia. La gran lluvia
austral que cae como una catarata del Polo, desde los cielos del Cabo de Hornos
hasta la frontera. En esta frontera, o Far West de mi patria, nací a la vida, a
la tierra, a la poesía y a la lluvia.
Por mucho que he caminado me parece que se ha perdido
ese arte de llover que se ejercía como un poder terrible y sutil en mi
Araucanía natal. Llovía meses enteros, años enteros. La lluvia caía en hilos
como largas agujas de vidrio que se rompían en los techos, o llegaban en olas
transparentes contra las ventanas, y cada casa era una nave que difícilmente
llegaba a puerto en aquel océano de invierno.
Esta lluvia fría del sur de América no tiene las
rachas impulsivas de la lluvia caliente que cae como un látigo y pasa dejando
el cielo azul. Por el contrario, a lluvia austral tiene paciencia y continúa,
sin término, cayendo desde el cielo gris.
Frente a mi casa, la calle se convirtió en un inmenso
mar de lodo. A través de la lluvia veo por la ventana que una carreta se ha
empantanado en medio de la calle. Un campesino, con manta de castilla negra,
hostiga a los bueyes que no pueden más entre la lluvia y el barro.
Por las veredas, pisando en una piedra y en otra,
contra frío y lluvia, andábamos hacia el colegio. Los paraguas se los llevaba
el viento. Los impermeables eran caros, los guantes no me gustaban, los zapatos
se empapaban. Siempre recordaré los calcetines mojados junto al brasero y
muchos zapatos echando vapor, como pequeñas locomotoras. Luego venían las
inundaciones, que se llevaban las poblaciones donde vivía la gente más pobre,
junto al río. También la tierra se sacudía, temblorosa. Otras veces, en la
cordillera asomaba un penacho de luz terrible: el volcán Llaima despertaba.
Temuco es una ciudad pionera, de esas ciudades sin
pasado, pero con ferreterías. Como los indios no saben leer, las ferreterías
ostentan sus notables emblemas en las calles: un inmenso serrucho, una olla
gigantesca, un candado ciclópeo, una cuchara antártica. Más allá, las
zapaterías, una bota colosal.
Si Temuco era la avanzada de la vida chilena en los
territorios del sur de Chile, esto significaba una larga historia de sangre.
Al empuje de los conquistadores españoles, después de
trescientos años de lucha, los araucanos se replegaron hacia aquellas regiones
frías. Pero los chilenos continuaron lo que se llamó "la pacificación de
la Araucanía", es decir, la continuación de una guerra a sangre y fuego,
para desposeer a nuestros compatriotas de sus tierras. Contra los indios todas
las armas se usaron con generosidad: el disparo de carabina, el incendio de sus
chozas, y luego, en forma más paternal, se empleó la ley y el alcohol. El
abogado se hizo también especialista en el despojo de sus campos, el juez los
condenó cuando protestaron, el sacerdote los amenazó con el fuego eterno. Y,
por fin, el aguardiente consumó el aniquilamiento de una raza soberbia cuyas
proezas, valentía y belleza, dejó grabadas en estrofas de hierro y de jaspe don
Alonso de Ercilla en su Araucana.
Mis padres llegaron de Parral, donde yo nací. Allí, en
el centro de Chile, crecen las viñas y abunda el vino. Sin que yo lo recuerde,
sin saber que la miré con mis ojos, murió mi madre doña Rosa Basoalto. Yo nací
el 12 de julio de 1904, y un mes después, en agosto, agotada por la
tuberculosis, mi madre ya no existía.
La vida era dura para los pequeños agricultores del
centro del país. Mi abuelo, don José Angel Reyes, tenía poca tierra y muchos
hijos. Los nombres de mis tíos me parecieron nombres de príncipes de reinos
lejanos. Se llamaban Amóos, Oseas, Joel, Abadías. Mi padre se llamaba
simplemente José del Carmen. Salió muy joven de las tierras paternas y trabajó
de obrero en los diques del puerto de Talcahuano, terminando como ferroviario
en Temuco.
Era conductor de un tren lastrero. Pocos saben lo que
es un tren lastrero. En la región austral, de grandes vendavales, las aguas se
llevarían los rieles si no se les echara piedrecillas entre los durmientes. Hay
que sacar en capachos el lastre de las canteras y volcar la piedra menuda en
los carros planos. Hace cuarenta años la tripulación de un tren de esta clase
tenía que ser formidable. Venían de los campos, de los suburbios, de las
cárceles. Eran gigantescos y musculosos peones. Los salarios de la empresa eran
miserables y no se pedían antecedentes a los que querían trabajar en los trenes
lastreros. Mi padre era el conductor del tren. Se había acostumbrado a mandar y
a obedecer. A veces me llevaba con él. Picábamos piedra en Boroa, corazón
silvestre de la frontera, escenario de los terribles combates entre españoles y
araucanos.
La naturaleza allí me daba una especie de embriaguez.
Me atraían los pájaros, los escarabajos, los huevos de perdiz. Era milagroso
encontrarlos en las quebradas, empavonados, oscuros y relucientes, con un color
parecido al del cañón de una escopeta. Me asombraba la perfección de los insectos.
Recogía las "madres de la culebra". Con este nombre extravagante se
designaba al mayor coleóptero, negro, bruñido y fuerte, el titán de los
insectos de Chile. Estremece verlo de pronto en los troncos de los maquis y de
los manzanos silvestres, de los copihues, pero yo sabía que era tan fuerte que
podía pararme con mis pies sobre él y no se rompería. Con su gran dureza
defensiva no necesitaba veneno.
Estas exploraciones mías llenaban de curiosidad a los
trabajadores. Pronto comenzaron a interesarse en mis descubrimientos. Apenas se
descuidaba mi padre se largaban por la selva virgen y con más destreza, más
inteligencia y más fuerza que yo, encontraban para mí tesoros increíbles. Había
uno que se llamaba Monge. Según mi padre, un peligroso cuchillero. Tenía dos
grandes líneas en su cara morena. Una era la cicatriz vertical de un cuchillazo
y la otra su sonrisa blanca, horizontal, llena de simpatía y de picardía. Este
Monge me traía copihues blancos, arañas peludas, crías de torcazas, y una vez
descubrió para mí lo más deslumbrante, el coleóptero del copihue y de la luma.
No sé si ustedes lo han visto alguna vez. Yo sólo lo vi en aquella ocasión. Era
un relámpago vestido de arco iris. El rojo y el violeta y el verde y el
amarillo deslumbraban en su caparazón. Como un relámpago se me escapó de las
manos y se volvió a la selva. Ya no estaba Monge para que me lo cazara. Nunca
me he recobrado de aquella aparición deslumbrante. Tampoco he olvidado a aquel
amigo. Mi padre me contó su muerte. Cayó del tren y rodó por un precipicio. Se
detuvo el convoy, pero, me decía mi padre, ya sólo era un saco de huesos.
Es difícil dar una idea de una casa como la mía, casa
típica de la frontera, hace sesenta años.
En primer lugar, los domicilios familiares se
intercomunicaban. Por el fondo de los patios, los Reyes y los Ortegas, los
Canda y los Masón se intercambiaban herramientas o libros, tortas de
cumpleaños, ungüentos para fricciones, paraguas, mesas y sillas.
Estas casas pioneras cubrían todas las actividades de
un pueblo.
Don Carlos Masón, norteamericano de blanca melena,
parecido a Emulo, era el patriarca de esta familia. Sus hijos Masón eran
profundamente criollos. Don Carlos Masón tenía código y biblioteca. No era un
imperialista, sino un fundador original. En esta familia, sin que nadie tuviera
dinero, crecían imprentas, hoteles, carnicerías. Algunos hijos eran directores
de periódicos y otros eran obreros en la misma imprenta. Todo pasaba con el
tiempo y todo el mundo quedaba tan pobre como antes. Sólo los alemanes mantenían
esa irreductible conservación de sus bienes, que los caracterizaba en la
frontera.
Las casas nuestras tenían, pues, algo de campamento. O
de empresas descubridoras. Al entrar se veían barricas, aperos, monturas, y
objetos indescriptibles.
Quedaban siempre habitaciones sin terminar, escaleras
inconclusas. Se hablaba toda la vida de continuar la construcción. Los padres
comenzaban a pensar en la universidad para sus hijos.
En la casa de don Carlos Masón se celebraban los
grandes festejos.
En toda comida de onomástico había pavos con apio,
corderos asados al palo y leche nevada de postre. Hace ya muchos años que no
pruebo la leche nevada. El patriarca de pelo blanco se sentaba en la cabecera
de la mesa interminable, con su esposa, doña Micaela Canda. Detrás de él había
una inmensa bandera chilena, a la que se le había adherido con un alfiler una
minúscula banderita norteamericana. Esa era también la proporción de la sangre.
Prevalecía la estrella solitaria de Chile.
En esta casa de los Masón había también un salón al
que no nos dejaban entrar a los chicos. Nunca supe el verdadero color de los
muebles porque estuvieron cubiertos con fundas blancas hasta que se los llevó
un incendio. Había allí un álbum con fotografías de la familia. Estas fotos
eran más finas y delicadas que las terribles ampliaciones iluminadas que
invadieron después la frontera.
Allí había un retrato de mi madre. Era una señora
vestida de negro, delgada y pensativa. Me han dicho que escribía versos, pero
nunca los vi, sino aquel hermoso retrato.
Mi padre se había casado en segundas nupcias con doña
Trinidad Canda Marverde, mi madrastra. Me parece increíble tener que dar este
nombre al ángel tutelar de mi infancia. Era diligente y dulce, tenía sentido de
humor campesino, una bondad activa e infatigable.
Apenas llegaba mi padre, ella se transformaba sólo en
una sombra suave como todas las mujeres de entonces y de allá.
En aquel salón vi bailar mazurcas y cuadrillas.
Había en mi casa también un baúl con objetos
fascinantes. En el fondo relucía un maravilloso loro de calendario. Un día que
mi madre revolvía aquella arca sagrada yo me caí de cabeza adentro para
alcanzar el loro. Pero cuando fui creciendo la abría secretamente. Había unos
abanicos preciosos e impalpables.
Conservo otro recuerdo de aquel baúl. La primera
novela de amor que me apasionó. Eran centenares de tarjetas postales, enviadas
por alguien que las firmaba no sé si Enrique o Alberto y todas dirigidas a
María Thielman. Estas tarjetas eran maravillosas. Eran retratos de las grandes
actrices de la época con vidriecitos engastados y a veces cabellera pegada.
También había castillos, ciudades y paisajes lejanos. Durante años sólo me
complací en las figuras. Pero, a medida que fui creciendo, fui leyendo aquellos
mensajes de amor escritos con una perfecta caligrafía. Siempre me imaginé que
el galán aquél era un hombre de sombrero hongo, de bastón y brillante en la
corbata. Pero aquellas líneas eran de arrebatadora pasión. Estaban enviadas
desde todos los puntos del globo por el viajero. Estaban llenas de frases
deslumbrantes, de audacia enamorada. Comencé yo a enamorarme también de María
Thielman. A ella me la imaginaba como una desdeñosa actriz, coronada de perlas.
Pero ¿cómo habían llegado al baúl de mi madre esas cartas? Nunca pude saberlo.
A la ciudad de Temuco llegó el año 1910. En este año
memorable entré al liceo, un vasto caserón con salas destartaladas y
subterráneos sombríos. Desde la altura del liceo, en primavera, se divisaba el
ondulante y delicioso río Cautín, con sus márgenes pobladas por manzanos
silvestres. Nos escapábamos de las clases para meter los pies en el agua fría
que corría sobre las piedras blancas.
Pero el liceo era un terreno de inmensas perspectivas
para mis seis años de edad. Todo tenía posibilidad de misterio. El laboratorio
de Física, al que no me dejaban entrar, lleno de instrumentos deslumbrantes, de
retortas y cubetas. La
biblioteca, eternamente cerrada. Los hijos de los pioneros no gustaban de la sabiduría.
Sin embargo, el sitio de mayor fascinación era el subterráneo. Había allí un
silencio y una oscuridad muy grandes. Alumbrándonos con velas jugábamos a la
guerra. Los vencedores amarraban a los prisioneros a las viejas columnas.
Todavía conservo en la memoria el olor a humedad, a sitio escondido, a tumba,
que emanaba del subterráneo del liceo de Temuco.
Fui creciendo. Me comenzaron a interesar los libros.
En las hazañas de Búfalo Bill, en los viajes de Salgari, se fue extendiendo mi
espíritu por las regiones del sueño. Los primeros amores, los purísimos, se
desarrollaban en cartas enviadas a Blanca Wilson. Esta muchacha era la hija del
herrero y uno de los muchachos, perdido de amor por ella, me pidió que le
escribiera sus cartas de amor. No recuerdo cómo serían estas cartas, pero tal
vez fueron mis primeras obras literarias, pues, cierta vez, al encontrarme con
la colegiala, ésta me preguntó si yo era el autor de las cartas que le llevaba
su enamorado. No me atreví a renegar de mis obras y muy turbado le respondí que
sí. Entonces me pasó un membrillo que por supuesto no quise comer y guardé como
un tesoro. Desplazado así mi compañero en el corazón de la muchacha, continué
escribiéndole a ella interminables cartas de amor y recibiendo membrillos.
Los muchachos en el liceo no conocían ni respetaban mi
condición de poeta. La frontera tenía ese sello maravilloso de Far West sin
prejuicios. Mis compañeros se llamaban Schnakes, Schlers, Hausers, Smiths,
Taitos, Seranis. Eramos iguales entre los Aracenas y los Ramírez y los Reyes.
No había apellidos vascos. Había sefarditas: Albalas, Francos. Había
irlandeses: Me Gyntis. Polacos: Yanichewkys. Brillaban con luz oscura los
apellidos araucanos, olorosos a madera y agua: Melivilus, Catrileos.
Combatíamos, a veces, en el gran galpón cerrado, con
bellotas de encina. Nadie que no lo haya recibido sabe lo que duele un
bellotazo. Antes de llegar al liceo nos llenábamos los bolsillos de armamentos.
Yo tenía escasa capacidad, ninguna fuerza y poca astucia. Siempre llevaba la
peor parte. Mientras me entretenía observando la maravillosa bellota, verde y
pulida, con su caperuza rugosa y gris, mientras trataba torpemente de
fabricarme con ella una de esas pipas que luego me arrebataban, ya me había
caído un diluvio de bellotazos en la cabeza. Cuando estaba en el segundo año se
me ocurrió llevar un sombrero impermeable de color verde vivo. Este sombrero
pertenecía a mi padre; como su manta de castilla, sus faroles de señales verdes
y rojas que estaban cargados de fascinación para mí y apenas podía los llevaba
al colegio para pavonearme con ellos... Esta vez llovía implacablemente y nada
más formidable que el sombrero de hule verde que parecía un loro. Apenas llegué
al galpón en que corrían como locos trescientos forajidos, mi sombrero voló
como un loro. Yo lo perseguía y cuando lo iba a cazar volaba de nuevo entre los
aullidos más ensordecedores que escuché jamás. Nunca lo volví a ver.
En estos recuerdos no veo bien la precisión periódica
del tiempo. Se me confunden hechos minúsculos que tuvieron importancia para mí
y me parece que debe ser ésta mi primera aventura erótica, extrañamente
mezclada a la historia natural. Tal vez el amor y la naturaleza fueron desde
muy temprano los yacimientos de mi poesía.
Frente a mi casa vivían dos muchachas que de continuo
me lanzaban miradas que me ruborizaban. Lo que yo tenía de tímido y de
silencioso lo tenían ellas de precoces y diabólicas. Esa vez, parado en la
puerta de mi casa, trataba de no mirarlas. Tenían en sus manos algo que me
fascinaba. Me acerqué con cautela y me mostraron un nido de pájaro silvestre,
tejido con musgo y plumillas, que guardaba en su interior unos maravillosos
huevecillos de color turquesa. Cuando fui a tomarlo una de ellas me dijo que
primero debían hurgar en mis ropas. Temblé de terror y me escabullí
rápidamente, perseguido por las jóvenes ninfas que enarbolaban el incitante
tesoro. En la persecución entré por un callejón hacia el local deshabitado de
una panadería de propiedad de mi padre. Las asaltantes lograron alcanzarme y
comenzaban a despojarme de mis pantalones cuando por el corredor se oyeron los
pasos de mi padre. Allí terminó el nido. Los maravillosos huevecillos quedaron
rotos en la panadería abandonada, mientras, debajo del mostrador, asaltado y
asaltantes conteníamos la respiración.
Recuerdo también que una vez, buscando los pequeños
objetos y los minúsculos seres de mi mundo en el fondo de mi casa, encontré un
agujero en una tabla del cercado. Miré a través del hueco y vi un terreno igual
al de mi casa, baldío y silvestre. Me retiré unos pasos porque vagamente supe
que iba a pasar algo. De pronto apareció una mano. Era la mano pequeñita de un
niño de mi edad. Cuando me acerqué ya no estaba la mano y en su lugar había una
diminuta oveja blanca.
Era una oveja de lana desteñida. Las ruedas con que se
deslizaba se habían escapado. Nunca había visto yo una oveja tan linda. Fui a
mi casa y volví con un regalo que dejé en el mismo sitio: una piña de pino,
entreabierta, olorosa y balsámica que yo adoraba.
Nunca más vi la mano del niño. Nunca más he vuelto a
ver una ovejita como aquélla. La perdí en un incendio. Y aún ahora, en estos
años, cuando paso por una juguetería, miro furtivamente las vitrinas. Pero es
inútil. Nunca más se hizo una oveja como aquélla.
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