Perdido en la ciudad
LA TIMIDEZ
La verdad es que viví muchos de mis primeros años, tal
vez de mis segundos y de mis terceros, como una especie de sordomudo.
Ritualmente vestido de negro desde muy jovencito, como
se visten los verdaderos poetas del siglo pasado, tenía una vaga impresión de
no estar tan mal de aspecto. Pero, en vez de acercarme a las muchachas, a
sabiendas de que tartamudearía o enrojecería delante de ellas, prefería
pasarles de perfil y alejarme mostrando un desinterés que estaba muy lejos de
sentir. Todas eran un gran misterio para mí. Yo hubiera querido morir abrasado
en esa hoguera secreta, ahogarme en ese pozo de enigmática profundidad, pero no
me atrevía a tirarme al fuego o al agua. Y como no encontraba a nadie que me
diera un empujón, pasaba por las orillas de la fascinación, sin mirar siquiera,
y mucho menos sonreír.
Lo mismo me sucedía con los adultos, gente mínima,
empleados de ferrocarriles y de correos y sus "señoras esposas", así
llamadas porque la pequeña burguesía se escandaliza intimidada ante la palabra
mujer. Yo escuchaba las conversaciones en la mesa de mi padre. Pero, al día
siguiente, si tropezaba en la calle a los que habían comido la noche anterior
en mi casa, no me atrevía a saludarlos, y hasta cambiaba de vereda para
esquivar el mal rato.
La timidez es una condición extraña del alma, una
categoría, una dimensión que se abre hacia la soledad. También es un
sufrimiento inseparable, como si se tienen dos epidermis, y la segunda piel
interior se irrita y se contrae ante la vida. Entre las estructuraciones del
hombre, esta calidad o este daño son parte de la aleación que va fundamentando,
en una larga circunstancia, la perpetuidad del ser.
Mi lluviosa torpeza, mi ensimismamiento prolongado
duró más de lo necesario. Cuando llegué a la capital adquirí lentamente amigos
y amigas. Mientras menos importancia me concedieron, más fácilmente les daba mi
amistad. No tenía en ese tiempo gran curiosidad por el género humano. No puedo
llegar a conocer a todas las personas de este mundo, me decía. Y así y todo
surgía en ciertos medios una pálida curiosidad por este nuevo poeta de poco más
de 16 años, muchacho reticente y solitario a quien se veía llegar y partir sin
dar los buenos días ni despedirse. Fuera de que yo iba vestido con una larga
capa española que me hacía semejar un espantapájaros. Nadie sospechaba que mi
vistosa indumentaria era directamente producida por mi pobreza.
Entre la gente que me buscó estaban dos grandes snobs
de la época: Pilo Yáñez y su mujer Mina. Encarnaban el ejemplo perfecto de la
bella ociosidad en que me hubiera gustado vivir, más lejana que un sueño. Por
primera vez entré en una casa con calefacción, lámparas sosegadas, asientos
agradables, paredes repletas de libros cuyos lomos multicolores significaban
una primavera inaccesible. Los Yáñez me invitaron muchas veces, gentiles y
discretos, sin hacer caso a mis diversas capas de mutismo y aislamiento. Me iba
contento de su casa, y ellos lo notaban y volvían a invitarme.
En aquella casa vi por primera vez cuadros cubistas y
entre ellos un Juan Gris. Me informaron que Juan Gris había sido amigo de la
familia en París. Pero lo que más me llamó la atención fue el pijama de mi
amigo. Aprovechaba toda ocasión para mirarlo de reojo, con intensa admiración.
Estábamos en invierno y aquél era un pijama de paño grueso como de tela de
billar, pero de un azul ultramar. Yo no concebía entonces otro color de pijama
que las rayas como de uniformes carcelarios. Este de Pilo Yáñez se salía de
todos los marcos. Su paño grueso y su resplandeciente azul avivaban la envidia
de un poeta pobre que vivía en los suburbios de Santiago. Pero, en verdad,
jamás en cincuenta años he encontrado un pijama como aquél.
Perdí de vista a los Yáñez por muchos años. Ella
abandonó a su marido, y abandonó igualmente las lámparas suaves y los
excelentes sillones por el acróbata de un circo ruso que pasó por Santiago. Más
tarde vendió boletos, desde Australia hasta las islas Británicas, para
colaborar con las exhibiciones del acróbata que la deslumbró. Por último fue Rosa
Cruz o algo parecido, en un campamento místico del sur de Francia.
En cuanto a Pilo Yáñez, el marido, se cambió el nombre
por el de Juan Emar y se convirtió con el tiempo en un escritor poderoso y
secreto. Fuimos amigos toda la vida. Silencioso y gentil pero pobre, así murió.
Sus muchos libros están aún sin publicarse, pero su germinación es segura.
Terminaré sobre Pilo Yáñez o Juan Emar (y volveré
sobre mi timidez) recordando que, durante mi época estudiantil, mi amigo Pilo
se empeñó en presentarme a su padre. "Te conseguirá un viaje a Europa con
toda seguridad", me dijo. En ese momento todos los poetas y pintores
latinoamericanos tenían los ojos atornillados en París. El padre de Pilo era
una persona muy importante, un senador. Vivía en una de esas casas enormes y
feas, en una calle cercana a la plaza de Armaí, y el palacio presidencial, que
era sin duda el sitio donde él hubiera preferido vivir.
Mis amigos se quedaron en la antesala, tras despojarme
de mi capa para que yo hiciera una figura más normal. Me abrieron la puerta de
la sala del senador y la cerraron a mi espalda. Era una sala inmensa, tal vez
había sido en otro tiempo un gran salón de recepciones, pero estaba vacía. Sólo
allá en el fondo, al extremo de la habitación, bajo una lámpara de pie, distinguí
un sillón con el senador encima. Las páginas del periódico que leía lo
ocultaban totalmente como un biombo.
Al dar el primer paso sobre el parquet bruñido y
criminalmente encerado, resbalé como un esquiador. Mi velocidad crecía
vertiginosamente; frenaba para detenerme y solamente lograba dar bandazos y
caer varias veces. Mi última caída fue justo a los pies del senador que me
observaba ahora con fríos ojos, sin soltar el periódico.
Logré sentarme en una sillita a su lado. El gran
hombre me examinó con una mirada de entomólogo fatigado a quien le trajeran un
ejemplar que ya conoce de memoria, una araña inofensiva. Me preguntó vagamente
por mis proyectos. Yo, después de la caída, era todavía más tímido y menos
elocuente de lo que acostumbraba.
No sé lo que le dije. Al cabo de veinte minutos me
alargó una mano chiquitita en signo de despedida. Creí oírle prometer con una
voz muy suave que me daría noticias suyas. Luego volvió a tomar su periódico y
yo emprendí el regreso, a través del peligroso parquet, derrochando las
precauciones que debí haber tenido para entrar en él. Naturalmente que nunca el
senador, padre de mi amigo, me hizo llegar ninguna noticia. Por otra parte, una
revuelta militar, estúpida y reaccionaria por cierto, lo hizo saltar más tarde
de su asiento junto con su interminable periódico. Confieso que me alegré.
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