martes, 8 de febrero de 2011

Casi un objeto - Cuentos - José Saramago

LA SILLA

La silla empezó a caer, a venirse abajo, a inclinarse, pero no, en el rigor del término, a desatarse. En sentido estricto, desatar signi­fica quitar las sujeciones. Bien, de una silla no se dirá que tiene sujeciones, y, si las tuvie­ra, por ejemplo, unos apoyos laterales para los brazos, se diría que están cayendo los bra­zos de la silla y no que se desatan. Pero es verdad que se desatan lluvias, digo también, o recuerdo más bien, para que no me suceda caer en mis propias trampas: así, si se desatan chaparrones, que es apenas un modo dife­rente de decir lo mismo, ¿no podrían, en resumen, desatarse sillas, incluso no teniendo sujeciones? ¿Al menos como libertad poéti­ca? ¿Al menos por el sencillo artificio de un hablar que se proclama estilo? Acéptese en­tonces que se desaten sillas, aunque sea pre­ferible que se limiten a caer, a inclinarse, a venirse abajo. Sea desatado, sí, quien en esta silla se sentó, o ya no está sentado, sino cayendo, como es el caso, y el estilo aprovecha­rá la variedad de las palabras que, finalmen­te, nunca dicen lo mismo, por más que se quiera. Si dijesen lo mismo, si los grupos se juntasen por homología, entonces la vida po­dría ser mucho más simple, por vía de re­ducción sucesiva, hasta la incluso tampoco simple onomatopeya y, siguiendo por ahí adelante, probablemente hasta el silencio, al que llamaríamos sinónimo general u omni­valente. No es siquiera onomatopeya, o no se puede formar a partir de este sonido articulado (que no tiene la voz humana sonidos puros y por lo tanto inarticulados, a no ser quizá en el canto e, incluso así, convendría oírlo más de cerca), formado en la garganta del desplo­mante o cayente, aunque no estrella, palabras ambas de resonancia heráldica que designan ahora a aquel que se desata, pues no ha parecido correcto juntar a este verbo la desinencia paralela (ant) que completaría la elección y completaría el círculo. De esta manera queda probado que el mundo no es perfecto.
Sí se llamaría perfecta la silla que está cayendo. Sin embargo, cambian los tiempos, cambian las voluntades y las cualidades, lo que fue perfecto ha dejado de serlo, por razones en las que las voluntades no pueden, pero que no serían razones sin que los tiempos las tra­jesen. O el tiempo. Poco importa decir cuán­to tiempo fue, como importa poco describir o simplemente enunciar el estilo de mobiliario que convertiría la silla, por obra de identifi­cación, en miembro de una familia sin duda numerosa, tanto más que, como silla, pertenece, por naturaleza, a un simple subgrupo o ramo colateral, nada que se aproxi­me, en tamaño o función, a esos robustos pa­triarcas que son las mesas, los armarios, los aparadores o chineros o alacenas, o las camas, de las cuales, naturalmente, es mucho más difícil caer, si no imposible, pues es al levan­tarse de la cama cuando se parte una pierna o al echarse y resbalar en la alfombrilla, aunque partirse la pierna no sea precisamente el resul­tado de resbalarse en la alfombrilla. Ni cree­mos que importe decir de qué especie de ma­dera está hecho mueble tan pequeño, que ya por su nombre parece destinado al fin de caer, o será un timo de la estampita lingüístico ese latín cadere, si cadere es latín, aunque debería serlo. Cualquier árbol podrá haber servido, ex­cepto el pino, por haber agotado sus virtudes en las naves de Indias y ser hoy ordinario, el cerezo por combarse fácilmente, la higuera por desgajarse a traición, sobre todo en días calientes y cuando a causa de los higos se va demasiado adelante por la rama; excepto estos árboles por los defectos que tienen y excepto otros por sus abundantes cualidades, como es el caso del palo de hierro, en el cual la carcoma no penetra, pero padece de demasiado peso pa­ra el volumen requerido. Otro que tampoco  viene al caso es el ébano, precisamente porque es tan sólo un nombre diferente del palo de hie­rro, y ya se ha visto lo inconveniente de utilizar sinónimos o que supuestamente lo sean. Mu­cho menos en esta elucubración de cuestiones botánicas que no se preocupa de sinónimos, sino de verificar dos nombres diferentes que la gente ha dado a la misma cosa. Se puede apos­tar que el nombre de palo de hierro fue dado o pensado por aquel que tuvo que transportarlo a la espalda. Apuesta a lo seguro y ganas.
Si fuese de ébano, tendríamos proba­blemente que tildar de perfecta a la silla que está cayendo, y tildar o achacar se dice porque entonces no caería ella, o vendría a ser mucho más tarde, de aquí, por ejemplo, a un siglo, cuando ya no valiese la pena caer. Es posible que otra silla viniese a caer en su lugar, para poder dar la misma caída y el mismo resultado, pero eso sería contar otra historia, no la historia de lo que fue porque está acontecien­do, sí, tal vez, la de lo que viniese a suceder. Lo cierto es bastante mejor, sobre todo cuando se ha esperado mucho por lo dudoso.
Sin embargo, una cierta perfección ha­bremos de reconocer en esta, finalmente, única silla que continúa cayendo. No fue construida a propósito para el cuerpo que en ella se ha venido a sentar desde hace muchos años, pero sí escogida a causa del diseño, por acertar o no contradecir en exceso con el resto de los muebles que están cerca o más lejos, por no ser de pino, o cerezo, o higuera, vistas las razones ya expuestas, y ser de madera habitualmente usada para muebles de calidad y para durar, verbi gratia, caoba. Es ésta una hipótesis que nos dispensa de ir más lejos en la averiguación, por lo demás no deliberada, de la madera que sir­vió para de ella cortar, moldear, modelar, pe­gar, encajar, apretar y dejar secar la silla que es­tá cayendo. Sea pues la caoba y no se hable más de este asunto. A no ser para añadir cuán agra­dable y reposante es, después de bien sentados, y si la silla tiene brazos, y es toda ella de caoba, sentir bajo las palmas de las manos aquella du­ra y misteriosa piel suave de la madera pulida y, si curvo el brazo, el carácter de hombro o ro­dilla o hueso ilíaco que esa curva tiene.
Desgraciadamente la caoba, verbi gra­tia, no resiste a la carcoma como resiste el antes mencionado ébano o palo de hierro. La prueba ha sido hecha por la experiencia de los pueblos y de los madereros, pero cualquiera de noso­tros, animado por un espíritu científico sufi­ciente, podrá hacer su propia demostración usando los dientes en una y en otra madera y juzgando la diferencia. Un canino normal, in­cluso nada preparado para una exhibición de fuerza dental circense, imprimirá en la caoba una excelente y visible marca. No lo hará en el ébano. Quod erat demonstrandum. Por ahí po­dremos estimar las dificultades de la carcoma.
No será hecha ninguna investigación policial, aunque éste fuese justamente el mo­mento propicio, cuando la silla apenas se ha inclinado dos grados, puesto que, para decir toda la verdad, el desplazamiento brusco del centro de gravedad es irremediable, sobre to­do porque no lo vino a compensar un reflejo instintivo y una fuerza que a él obedeciese; sería ahora el momento, se repite, de dar la orden, una severa orden que hiciese remontar todo, desde este instante que no puede ser detenido hasta, no tanto el árbol (o árboles, pues no está garantizado que todas las piezas sean de tablas hermanas), sino hasta el vendedor, el almacenista, la serrería, el estibador, la com­pañía de navegación que trajo de lejos el tron­co cepillado de ramas y raíces. Hasta donde fuese necesario llegar para descubrir la carco­ma original y esclarecer las responsabilidades. Es cierto que se articulan sonidos en la gargan­ta, pero no conseguirán dar esa orden. Apenas dudan, todavía, sin conciencia de dudar, entre la exclamación y el grito, ambos primarios. Está por lo tanto garantizada la impunidad por enmudecimiento de la víctima y por inad­vertencia de los investigadores, que sólo pro forma y rutina vendrán a verificar, cuando la silla acabe de caer y la caída, mientras tanto no fatal, estuviere consumada, si la pata, o pie, fue malévola y aun criminalmente cortada. Se humillará quien tal verificación haga, pues no es menos que humillante usar pistola en el so­baco y tener un trozo de madera carcomida en la mano, desmigándolo debajo de la uña, que para eso no necesitaría ser muy gorda. Y después apartar con el pie la silla rota, sin irritación por lo menos, y dejar caer, también caer, la pata inú­til, ahora que se acabó el tiempo de su utilidad, que precisamente es la de haberse roto.
Fue en algún lugar, si se consiente esta tautología. Fue en algún lugar donde el co­leóptero, perteneciese al género Hilotrupes o Anobium u otro (ningún entomólogo rea­lizó peritaje ni identificación), se introdujo en aquella o en cualquier otra parte de la silla, desde la cual viajó después, royendo, comiendo y evacuando, abriendo galerías a lo largo de las venas más suaves, hasta el lugar ideal de frac­tura, cuántos años después, no se sabe, habien­do sido sin embargo discreto, considerada la brevedad de la vida de los coleópteros, pues muchas habrán sido las generaciones que se alimentaron de esta caoba hasta el glorioso día, noble pueblo, nación valiente. Medite­mos un poco en esta obra pacientísima, esta nueva pirámide de Queops, si éstas son formas de escribir egipcio en español, que los coleóp­teros edificaron sin que de ella se pudiera ver nada desde fuera, pero abriendo túneles que de cualquier manera irían a parar a una cámara mortuoria. No es forzoso que los faraones sean depositados en el interior de montañas de piedra, en un lugar misterioso y negro, con ra­males que primero se abren sobre pozos y per­diciones, allá donde dejarán los huesos, y la carne mientras no haya sido comida, los arqueólogos imprudentes y escépticos que se ríen de las maldiciones, en aquel caso se suele decir egiptólogos, en este caso se deberá decir lusólogos o portugalólogos, cuando les llega su hora. Todavía sobre estas diferencias de lu­gar en el que se hace la pirámide y ese otro donde va a instalarse o es instalado el faraón, apliquemos el cuento y digamos, de acuerdo con las sabias y prudentes voces de nuestros antepasados, que en un sitio se pone el ramo y en otro se vende el vino. No nos extrañemos, por lo tanto, de que esta pirámide, llamada si­lla, rehúse una y otra vez su destino funerario y, por el contrario, todo el tiempo de su caída venga a ser una forma de despedida, constan­temente vuelta al principio, no por pesarle en modo alguno la ausencia, que más tarde será hacia lejanas tierras, sino para la cabal demos­tración y compenetración de lo que sea despe­dida, pues es bien sabido que las despedidas son siempre demasiado rápidas para merecer realmente ese nombre. No hay en ellas ni tiempo ni lugar para el disgusto diez veces destilado hasta la pura esencia, todo es algara­bía y precipitación, lágrima que venía y no tuvo tiempo de mostrarse, expresión que bien querría ser de profunda tristeza o melancolía, como otrora se usó, y finalmente queda en gesto o en mueca, que es evidentemente peor. Cayendo así la silla, sin duda cae, pero el tiempo de caer es todo el que queramos y, mientras miramos este inclinarse que nada detendrá y que ninguno de nosotros irá a detener, ahora ya sabido irremediable, podemos volverlo atrás como el Guadiana, no por medroso, sino por gozoso, que es el modo celestial de gozar, también sin la menor duda merecido. Aprendamos, si es posible, con Santa Teresa de Ávila y  el diccionario, que este gozo es aquella sobrenatural alegría que en el alma de los justos produce la gracia. Mientras vemos la silla caer sería imposible que no estuviéramos nosotros recibiendo esa gracia, pues, espectadores de la caída, no hacemos nada ni lo vamos a hacer para detenerla y asistimos juntos. Con lo cual   queda probada la existencia del alma, por la demostrativa vía de un efecto que, está dicho, precisamente no podríamos experimentar sin  ella. Vuelva pues la silla a su vertical y empiece otra vez a caer mientras volvemos al asunto.
He aquí al Anobium, que éste es el nombre elegido, por algo de noble que hay  en él, un vengador semejante que viene del horizonte de la pradera, montado en su caballo Malacara, y se toma todo el tiempo necesario para llegar, hasta que pasen los créditos por entero y se sepa, si es que ninguno de no­sotros ha visto las carteleras en el vestíbulo de la entrada, que es quien a fin de cuentas realiza esto. He aquí al Anobium, ahora en primer plano, con su cara de coleóptero a la vez carcomida por el viento de lejos y por los grandes soles que todos nosotros sabemos asolan las galerías abiertas en la pata de la si­lla que acaba ahora mismo de partirse, gra­cias a lo cual dicha silla empieza por tercera vez a caerse. Este Anobium, ya ha sido dicho de manera más ligada a las banalidades de la genética y la reproducción, tuvo predeceso­res en la obra de venganza: se llamaron Fred, Tom Mix, Buck Jones, pero éstos son los nombres que quedaron para siempre jamás registrados en la historia épica del Far West y que no deben hacernos olvidar a los coleóp­teros anónimos, aquellos que tuvieron una tarea menos gloriosa, ridícula incluso, como la de haber empezado a atravesar el desierto y muerto en él, o ir pasito a paso por el camino del pantano y ahí resbalar y quedar sucio y maloliente, que es una vejación, castigado con las carcajadas del patio de butacas y los palcos. Ninguno de éstos pudo llegar al ajus­te de cuentas final, cuando el tren pitó tres veces y las pistoleras fueron engrasadas por dentro para salir las armas sin tardanza, ya con los índices enganchados en el gatillo y los pulgares dispuestos a tirar del percutor.
Ninguno de ellos tuvo el premio esperándole en los labios de Mary, ni la complicidad del caballo Rayo que viene por detrás y empuja al cowboy tímido por la espalda entre los bra­zos de la chica, que no espera otra cosa. Todas las pirámides tienen piedras por debajo, los monumentos también. El Anobium vencedor es el último eslabón de la cadena de anóni­mos que le precedió, en cualquier caso no menos felices, pues vivieron, trabajaron y mu­rieron, cada cosa en su momento, y este Ano­bium, que sabemos que cierra el ciclo, morirá en el acto de fecundar, como el zángano. El principio de la muerte.
Maravillosa música que nadie oyó du­rante meses y años, sin descanso, ninguna pau­sa, de día y de noche, a la hora espléndida y asustadora del nacer del sol y en esa otra oca­sión de maravilla que es el adiós luz, hasta ma­ñana, este roer constante, continuo, como un infinito organillo de una sola nota, moliendo, triturando fibra a fibra, y todo el mundo dis­traído entrando y saliendo, ocupado en sus co­sas, sin saber que de ahí saldrá, repetimos, en una hora señalada, con las pistolas en ristre, el Anobium, apuntando al enemigo, a la diana, y acertando o acentrando, que es precisamente acertar en el centro, o pasa a serlo desde ahora, porque alguien tenía que ser el primero. Ma­ravillosa música finalmente compuesta y to­cada por generaciones de coleópteros, para su gozo y nuestro beneficio, como fue el sino de la familia Bach, tanto antes como después de Juan Sebastián. Música no escuchada, y si la hubiese escuchado qué habría hecho, por aquél que sentado en la silla con ella cae y forma en la garganta, por susto o sorpresa, este sonido arti­culado que tal vez no venga a ser grito, aullido, mucho menos palabra. Música que va a callarse, que se ha callado ahora mismo: Buck Jones ve al enemigo cayendo inexorablemente al suelo, bajo la gran y ofuscante luz del sol tejano, guarda en las pistoleras los revólveres y se quita el gran sombrero de alas anchas para enjugar la frente y porque Mary se aproxima corriendo, vestida de blanco, ahora que el peligro ya ha pasado.
Supondría, sin embargo, alguna exage­ración afirmar que todo el destino de los hom­bres se encuentra inscrito en el aparato bucal roedor de los coleópteros. Si fuese así, nos ha­bríamos ido todos a vivir a casas de cristal y hierro, por lo tanto al abrigo del Anobium, pero no al abrigo de todo porque, al final, por al­guna razón existe, y para otra también, ese misterioso mal al que damos nosotros, cance­rosos en potencia, el nombre de cáncer del cristal, y esa tan vulgar herrumbre que, vaya cualquiera a descubrir estos otros misterios, no ataca al ébano pero deshace literalmente lo que sea sólo hierro. Nosotros, hombres, so­mos frágiles, pero, en verdad, tenemos que ayudar a nuestra propia muerte. Es quizá una cuestión de honor nuestro: no quedarnos así, inermes, entregados; dar de nosotros cualquier cosa, o, si no, ¿para qué serviría estar en el mundo? La cuchilla de la guillotina corta, pero ¿quién pone el cuello? El condenado. Las balas de los fusiles perforan, pero ¿quién da el pecho? El fusilado. La muerte tiene esta pecu­liar belleza de ser tan clara como una demos­tración matemática, tan simple como unir con una línea dos puntos, siempre que ésta no exceda el largo de la regla. Tom Mix dispara sus dos revólveres, pero aun así es necesario que la pólvora comprimida en los cartuchos tenga po­der suficiente y sea en cantidad suficiente para que el plomo venza la distancia en su trayectoria ligeramente curva (nada tiene que hacer aquí la regla) y, habiendo cumplido las exigencias de la balística, perfore primero a buena altura el chaleco de paño, después la camisa quizá de franela, a continuación la cami­seta de lana que en invierno calienta y en verano absorbe el sudor, y finalmente la piel, suave y elástica, que primero se recoge suponiendo, si la piel supone, si no supura apenas, que la fuerza de los proyectiles se quebrará allí, y cae­rán por lo tanto las balas por tierra, en el polvo del camino, a salvo el criminal hasta el próxi­mo episodio. No fue sin embargo así. Buck Jones ya tiene a Mary en los brazos y la palabra Fin le nace de la boca y llena la pantalla. Sería el momento para que se levantaran los espec­tadores, despacio, salieran por el pasillo hasta la luz cruda que llega desde la puerta, porque habían ido a la matinée, esforzándose para re­gresar a esta realidad sin aventura, un poco tristes, un poco animosos, y tan mal apuntados a la vida que en la carrera del tiro espera, que hay incluso quien se queda sentado para la segunda sesión: érase una vez.
También ahora se sentó este hombre viejo que primero salió de una sala y atravesó otra, después siguió por un corredor que po­dría ser el pasillo de un cine, pero no lo es, es una dependencia de una casa, no diremos que suya, sino apenas la casa en la que vive, o está viviendo, toda ella por lo tanto no suya, sino su dependencia. La silla aún no ha caído. Con­denada, es como un hombre extenuado, no obstante aun acá del grado supremo de la ex­tenuación: consigue aguantar su propio peso. Viéndola de lejos no parece que el Anobium la haya transformado, él cowboy y minero, él en Arizona y en Jales, en una red laberíntica de galerías, como para perder en ella el juicio. La ve de lejos el viejo que se aproxima y cada vez más de cerca la ve, si es que la ve, que de tantos millares de veces que ahí se ha sentado no la ve ya, y ése es su error, siempre lo fue, no reparar en las sillas en las que se sienta por suponer que todas han de poder lo que sólo él pue­de. San Jorge, santo, vería allí al dragón, pero este viejo es un falso devoto que se manco­munó, de gorra, con los cardenales patriarcas, y todos juntos, él y ellos, in hoc signo vinces. No ve la silla, además ahora viene sonriendo con cándido contentamiento y se acerca a ella sin reparar, mientras esforzadamente el Ano­bium deshace en la última galería las últimas fibras y aprieta sobre las caderas el cinturón de las pistoleras. El viejo piensa que va a descansar digamos media hora, que tal vez dor­mite incluso un poco con esta buena tempera­tura de principios de otoño, que ciertamente no tendrá paciencia para leer los papeles que lleva en la mano. No nos impresionemos. No se trata de una película de terror; con caídas de este estilo se hicieron y se harán excelentes escenas cómicas, gags hilarantes, como los hi­zo Chaplin, todos los tenemos en la memoria, o Pat y Patachón, gana un caramelo quien se acuerde. Y no lo anticipemos, aunque sepa­mos que la silla se va a partir: pero todavía no, primero tiene que sentarse el hombre despa­cio, a nosotros, los viejos, nos marcan las leyes las trémulas rodillas, tiene que posar las ma­nos o agarrar con fuerza los brazos o sujecio­nes de la silla, para no dejar caer bruscamente las nalgas arrugadas y los fondillos del panta­lón en el asiento que le ha soportado todo, como resulta excusado especificar, que todos so­mos humanos y sabemos. Del lado de las tri­pas, aclárese, porque de este viejo hay muchas y también diversas razones, y éstas son anti­guas, para dudar de su humanidad. Mientras tanto está sentado como un hombre.
Aún no se ha recostado. Su peso, gramo más, gramo menos, está igualmente distribui­do en el asiento de la silla. Si no se moviese po­dría permanecer así, a salvo, hasta ponerse el sol, altura en la que el Anobium acostumbra recobrar fuerzas y roer con nuevo vigor. Pero se va a mover, se ha movido, se ha recostado en el respaldo, se ha inclinado incluso un casi nada hacia el lado frágil de la silla. Y ésta se parte. Se parte la pata de la silla, crujió primero, después la desgarró la acción del peso desequilibrado y, de repente, la luz del día entró deslumbrante en la galería de Buck Jones, iluminando el blanco. A causa de la conocida diferencia entre la velocidad de la luz y del sonido, entre la lie­bre y la tortuga, la detonación se oirá más tar­de, sorda, ahogada, como un cuerpo que cae. Demos tiempo al tiempo. No está nadie más en la sala, o habitación, o galería, o terraza, o mientras el sonido de la caída no sea oído, so­mos nosotros los señores de este espectáculo, podemos incluso ejercitar el sadismo que, co­mo de músico y de loco, tenemos felizmente un poco, de una forma, digamos así, pasiva, sólo como quien ve y no conoce o in limine rechaza obligaciones apenas humanitarias de socorrer. A este viejo no.
Va a caer hacia atrás. Ahí va. Aquí, exactamente delante de él, lugar escogido, po­demos ver que tiene el rostro largo, la nariz aguileña y afilada como un gancho que fuese también navaja, y si no se diese el caso de haber abierto la boca en ese instante, tendríamos el derecho, aquel derecho que tiene cualquier testigo ocular, que por eso dice yo vi, de jurar que no tiene labios. Pero la abrió, la abre de susto y sorpresa de incomprensión, y así es po­sible distinguir, aunque con poca precisión, dos rebordes de carne o larvas pálidas que sólo por la diferencia de textura dérmica no se confunden con la otra palidez circundante. La pa­pada se estremece sobre la laringe y demás car­tílagos y todo el cuerpo acompaña la silla hacia atrás, y por el suelo ha rodado hacia un lado, no lejos, porque todos debemos asistir, la pata de la silla partida. Ha esparcido un polvo ama­rillo aglomerado, no mucho en verdad, pero lo suficiente para complacernos con todo esto en imaginar una ampolleta cuya arena estuviera constituida escatológicamente por las deyec­ciones del coleóptero: en donde se ve hasta qué punto sería absurdo meter aquí a Buck Jones y a su caballo Malacara, esto suponiendo que Buck cambió de caballo en la última posada y monta ahora el caballo de Fred. Dejemos sin embargo este polvo que no es ni siquiera azufre, y que bien ayudaría a la escena si lo fuese, ardiendo con esa llama azulada y soltando su apestoso ácido sulfuroso, oh rima. Sería una perfecta manera de aparecer el infierno como tal, mientras la silla del demonio se parte y cae para atrás arrastrando consigo a Satanás, As­modeo y su legión.
El viejo ya no sujeta los brazos de la silla, las rodillas súbitamente no temblorosas obede­cen ahora a otra ley, y los pies que siempre han calzado botas para que no se supiese que son bi­furcados (nadie leyó a tiempo y con atención, todo está ahí, la dama de pata de cabra), los pies ya están en el aire. Asistiremos al gran ejercicio gimnástico, el salto mortal hacia atrás, mucho más espectacular éste, aunque sin público, que los otros vistos en estadios y jamores, desde lo alto de la tribuna, en la época en que las sillas aún eran sólidas y el Anobium una improbable hipótesis de trabajo. Y no hay nadie que fije este momento. Mi reino por una polaroid, gritó Ricardo III, y nadie le ayudó porque la pedía de­masiado pronto. Lo poco que recibimos a cam­bio de ese mucho que es enseñar la fotografía de los hijos, la tarjeta de socio y la verdadera ima­gen de la caída. Ay estos pies en el aire, cada vez más lejos del suelo, ay aquella cabeza cada vez más cerca, ay Santa Comba, no santa de los afligidos, santa patrona de aquel que siempre los afligió. Las hijas del Mondego la muerte oscura todavía por ahora no lloran. Esta caída no es una caída cualquiera de Chaplin, no se puede repetir otra vez, es única y por eso excelente, co­mo cuando estuvieron juntos los hechos de Adán y las gracias de Eva. Y por haber hablado de ella, Eva doméstica y servicial, gobernadora en proporción, benefactora de desempleados si sobrios, honestos y católicos, agujero del mar­tirio, poder medrado y mierdado a la sombra de este Adán que cae sin manzana ni serpiente, ¿dónde estás? Demasiado tiempo te entretienes en la cocina, o al teléfono atendiendo a las hijas de María o a las esclavas del Sagrado Corazón o a las pupilas de Santa Zita, mucha agua desperdi­cias regando las begonias en los tiestos, mucho te distraes, abeja maestra, que no acudes, y, si acudieses, ¿a quién socorrerías? Es tarde. Los santos están de espaldas, silban, se fingen dis­traídos, porque saben muy bien que no hay milagros, que nunca los hubo, y cuando algo de extraordinario ha sucedido en el mundo, su suerte fue estar presentes y aprovecharla. Ni San José, que en su época fue carpintero, y me­jor carpintero que santo, sería capaz de pegar aquella pata de silla a tiempo para evitar la caída, antes que este nuevo campeón de la gim­nástica portuguesa de su salto mortal, y Eva doméstica y gobernanta aparta ahora los tres frasquitos de píldoras y gotas que el viejo tomará, una cada vez, antes, durante y después de la próxima comida.
El viejo ve el techo. Ve apenas, no tiene tiempo de mirar. Agita los brazos y las piernas como un galápago vuelto con la barriga al aire, e inmediatamente a continuación es mucho más un seminarista con botas masturbándose cuando va de vacaciones a casa de sus señores padres que andan en la era. Es sólo eso, y nada más. Suave tierra, y bruta, y simple, para pisar y después decir que todo son piedras, y que na­cemos pobres y pobres felizmente moriremos, y por eso estamos en la gracia del Señor. Cae, viejo, cae. Repara que en este momento tienes los pies más altos que la cabeza. Antes de dar tu salto mortal, medalla olímpica, harás el pino como no fue capaz de hacerlo aquel muchacho en la playa, que intentaba y caía, sólo con un brazo porque el otro se lo había dejado en África. Cae. Sin embargo, no tengas prisa: aún hay mucho sol en el cielo. Podemos incluso, nosotros que asistimos, acercarnos a una ven­tana y mirar fuera, descansadamente, y desde aquí tener una gran visión de ciudades y aldeas, de ríos y planicies, de sierras y sembradíos, y decir al diablo tentador que precisamente es éste el mundo que queremos, pues no es malo que alguien desee lo que es suyo propio. Con los ojos deslumbrados volvemos hacia dentro y es como si no estuvieses: hemos traído dema­siada luz al interior de la habitación y tenemos que esperar a que ésta se habitúe o vuelva afue­ra. Estás, en fin, más cerca del suelo. Y la pata sana y la pata desmochada de la silla han resbalado hacia el frente, todo el equilibrio se ha perdido. Se distinguen los prenuncios de la verdadera caída, el aire se deforma alrededor, los objetos se encogen de susto, van a ser agre­didos, y todo el cuerpo es un retorcimiento crispado, una especie de gato reumático, por eso incapaz de dar en el aire la última vuelta que lo salvaría, con las cuatro patas en el suelo y un golpe suave, de bicho vivísimo. Se ve cuán mal estaba colocada esta silla, sobre lo malo que ya era, pero no sabido, tener el Anobium dentro de sí; peor, realmente, o tan mala es aquella arista, o pico, o canto de mueble que extiende su puño cerrado hacia un punto en el espacio, por el momento todavía libre, todavía aliviado e inocente, en el cual el arco del círcu­lo hecho por la cabeza del viejo irá a interrum­pirse y rebotar, cambiar por un instante de di­rección y después volver a caer, hacia abajo, hacia el fondo, inexorablemente tirado por ese duende que está en el centro de la tierra con billones de cordelitos en la mano, para arriba y para abajo, haciendo abajo lo mismo que aquí encima hacen los hombres de las marionetas, hasta el último tirón más fuerte que nos retira de la escena. No habrá llegado para el viejo aún este momento, pero es evidente que cae para volver a caer otra y última vez. Y ahora ¿qué espacio hay, qué espacio resta entre la arista del mueble, el puño, la lanza en África, y el lado más frágil de la cabeza, el hueso predes­tinado? Podemos medirlo y nos quedaremos asombrados del poquísimo espacio que falta recorrer, repárese, no cabe un dedo, ni eso, mu­cho menos que eso, una uña, una cuchilla de afeitar, un pelo, un simple hilo de gusano de seda o de araña. Aún queda algún tiempo, pero el espacio va a acabarse. La araña ha expelido ahora mismo su último filamento, remata el capullo, la mosca ya está encerrada.
Es curioso este sonido. Claro, de cierta manera claro, para no dejar dudas a los testi­gos que somos, pero apagado, sordo, discre­to, para que no acudan demasiado pronto Eva doméstica y los Caínes, para que todo pase entre lo solitario y lo aislado, como conviene a tanta grandeza. La cabeza, como estaba pre­visto y cumple las leyes de la física, golpeó y rebotó un poco, digamos, toda vez que esta­mos cerca y habíamos acabado de hacer otras mediciones, dos centímetros hacia arriba y hacia un lado. De aquí en adelante la silla ya no importa. No importaría siquiera el resto de la caída, ahora pleonástica. El proyecto de Buck Jones incluía, ya ha sido dicho, una tra­yectoria, preveía un punto. Ahí está.
Cuanto ahora suceda es por la parte de dentro. Dígase antes, sin embargo, que el cuerpo volvió a caer, y la silla acompañante, de la cual no se hablará más o apenas por alu­sión. Es indiferente que la velocidad del sonido iguale súbitamente la velocidad de la luz. Lo que tenía que suceder, sucedió. Eva puede correr ansiosa, murmurando oraciones como nunca se olvida de hacer en las ocasiones ade­cuadas, o esta vez no, si es verdad que los cata­clismos privaron de voz, aunque no de grito, a sus víctimas. Por eso Eva doméstica, agujero de martirio, se arrodilla y hace preguntas, ahora las hace, porque el cataclismo ya se fue, ya ha pasado, y quedan los efectos. No pasa mucho tiempo sin que de todos los rincones vengan subiendo los Caínes, si no es injusto finalmente llamarles así, darles el nombre de un infeliz hombre de quien el Señor desvió su rostro, y por eso humanamente tomó vengan­za de un hermano lameculos e intriguista. Tampoco les llamaremos buitres, aunque se muevan así, o no, o sí: más exacto, desde el doble punto de vista morfológico y caractero­lógico, sería incluirlos en el capítulo de las hienas, y éste es un gran descubrimiento. Con la salvedad importante de que las hienas, al igual que los buitres, son útiles animales que limpian de carne muerta los paisajes de los vivos y por eso se lo tendremos que agradecer, mientras que éstos son al mismo tiempo la hiena y su misma carne muerta, y éste es al fi­nal el gran descubrimiento que se dijo. El perpetuum mobile, al contrario de lo que continúan imaginando los inventores inge­nuos de domingo, los iluminados taumatur­gos del carpinterismo, no es mecánico. Sí es biológico, es esta hiena que se alimenta de su cuerpo muerto y putrefacto y así constantemente se reconstituye en muerte y putrefac­ción. Para interrumpir el ciclo no todo basta, pero la menor cosa bastaría. Algunas veces, si Buck Jones no estuviera ausente del otro lado de la montaña persiguiendo a unos simples y honestos ladrones de ganado, una silla serviría, y un sólido punto de apoyo en el espacio para mover el mundo, como dijo Arquímedes a Hie­rón de Siracusa, y para romper los vasos san­guíneos que los huesos del cráneo creían prote­ger, y en sentido propio se escribe creían porque apenas parecía que los huesos tan próximos al cerebro no fuesen capaces de realizar, por los caminos de ósmosis o simbiosis, una operación mental tan al alcance como es el simple creer. E incluso así, aun interrumpido ese ciclo, ha­brá que estar atentos a lo que en su punto de ruptura puede injertarse, y podrá ser, aquí no por injerto, otra hiena naciendo del flanco pu­rulento como Mercurio del muslo de Júpiter, si comparaciones de este tipo, mitológicas, se consienten. Esta, sin embargo, sería otra histo­ria, quién sabe si ya contada.
Eva doméstica salió de aquí corrien­do, y también gritando y diciendo palabras que no vale la pena registrar, tan semejantes que apenas se diferencian, salvo en el estilo medieval, de aquellas que dijo Leonor Teles cuando le mataron a Andeiro, y además era reina. Este viejo no está muerto. Sólo se ha desmayado, y nosotros podemos sentarnos en el suelo, con las piernas cruzadas, sin ninguna prisa, porque un segundo es un siglo, y antes de que lleguen los médicos y los camilleros, y las hienas con pantalón listado, llorando, una eternidad pasará. Observemos bien. Pálido, pero no frío. El corazón late, el pulso está fir­me, parece que el viejo duerme, y quieren ver que todo esto ha sido al final un gran equívo­co, una monstruosa maquinación para separar el bien del mal, el trigo de la paja, los amigos de los enemigos, los que están a favor apartados de los que están en contra, puesto que Buck Jones habría sido, en toda esta historia de la silla, un vulgar y asqueroso provocador.
Calma, portugueses, escuchad y tened paciencia. Como sabéis, el cráneo es una caja ósea que contiene el cerebro, lo cual viene a ser, a su vez, conforme podemos apreciar en este mapa anatómico en colores naturales, ni más ni menos, que la parte superior de la mé­dula espinal. Esta, que a lo largo del dorso ve­nía constreñida, habiendo encontrado espacio allí, se abrió como una flor de inteligencia. Repárese en que no es gratuita ni desprecia­ble la comparación. Es grande la variedad de flores, y para el caso bastará que nos acordemos, o que se acuerde cada uno de nosotros de aquella que más le guste, y en caso extremo, verbi gratia, aquella con la que más antipati­ce, una flor carnívora, de gustibus et colori­bus non disputandum, supuesto que concor­demos en detestar aquello que a sí mismo se desnaturaliza, aunque, por exigencia de aquel mínimo rigor que siempre debe acompañar a quien enseña y a quien aprende, nos debiése­mos interrogar sobre la justicia de la acusa­ción y, sin embargo, otra vez para que nada quede olvidado, debamos interrogarnos sobre el derecho que tiene una planta a alimentarse dos veces, primero de la tierra y luego de lo que en el aire vuela en la múltiple forma de los insectos, cuando no de las aves. Repare­mos, de pasada, en lo fácil que es paralizarse el juicio, recibir de un lado y de otro informa­ciones, tomarlas por lo que dicen ser y sacrifi­carnos todos los días en el altar de la pruden­cia, nuestra mejor fornicación. Sin embargo, no hemos sido neutrales mientras hemos asis­tido a esta larga caída. Y en puntos de pru­dencia piérdase al menos la suficiente para acompañar, con la debida atención, el movi­miento del puntero que pasea sobre este corte del cerebro.
Reparen, señoras mías y señores míos, en esta especie de puente longitudinal com­puesto por fibras: se llama bóveda y constitu­ye la parte superior del tálamo óptico. Por detrás de ella se ven dos comisuras transversales que obviamente no deben ser confundi­das con las de los labios. Observemos ahora del otro lado. Atención. Esto que sobresale aquí son los tubérculos cuadrigémeos o lobos ópticos (no siendo clase de zoología, la acen­tuación de lobos se hace fuerte en la primera o). Esta parte amplia es el cerebro anterior, y aquí tenemos las célebres circunvoluciones. En este sitio, abajo, está, evidentemente, to­do el mundo lo sabe, el cerebelo, con su parte interna, llamada arbor vitae, que se debe, conviene aclararlo, no vaya a creerse que estamos en la clase de botánica, al pliegue del tejido nervioso en un cierto número de la­minillas que dan origen, a su vez, a pliegues secundarios. Ya hemos hablado de la mé­dula espinal. Repárese en esto que no es un puente, pero que tiene el nombre de puente de Varolio, que parece incluso una ciudad de Italia, no dirán que no. Atrás está la médula alargada. Falta poco para que lleguemos al fi­nal de la descripción, no se pongan nerviosos. La explicación podría ser, naturalmente, mu­cho más lenta y minuciosa, pero para eso nada como la autopsia. Limitémonos, por lo tanto, a indicar la glándula pituitaria, que es un cuerpo glandular y nervioso que nace del pavimento del tálamo o tercer ventrículo. Y, finalmente, concluyendo, informamos que esta cosa de aquí es el nervio óptico, asunto de la más alta importancia, pues con esto na­die osará decir que no ha visto lo que pasó en este lugar.
Y ahora, la pregunta fundamental: ¿pa­ra qué sirve el cerebro, vulgo sesos? Sirve para todo porque sirve para pensar. Pero, atención, no vayamos a caer ahora en la superstición co­mún de que todo cuando llena el cráneo está relacionado con el pensamiento y los senti­dos. Imperdonable engaño, señoras y seño­res. La mayor parte de esta masa contenida en el cráneo no tiene nada que ver con el pensa­miento, no tiene nada que ver con esto. Sólo una cáscara muy fina de sustancia nerviosa, llamada corteza, con cerca de tres milímetros de espesor, y que cubre la parte anterior del cerebro, constituye el órgano de la concien­cia. Repárese, por favor, en la perturbadora semejanza que hay entre lo que llamaremos un microcosmos y lo que llamaremos un ma­crocosmos, entre los tres milímetros de cor­teza que nos permiten pensar y los pocos ki­lómetros de atmósfera que nos permiten respirar, insignificantes unos y otros, y todos, a su vez, en comparación ni siquiera con el tamaño de la galaxia, sino con el simple diá­metro de la tierra. Pasmémonos, hermanos, y oremos al Señor.
El cuerpo todavía está aquí, y estará todo el tiempo que queramos. Aquí, en la ca­beza, en este sitio en el que el pelo aparece despeinado, es donde fue el golpe. A simple vista, no tiene importancia. Una ligerísima equimosis, como de uña impaciente, que la raíz del pelo casi esconde; no parece que por aquí pueda entrar la muerte. En verdad, ya está ahí dentro. ¿Qué es esto? ¿Nos iremos a apiadar del enemigo vencido? ¿Es la muerte una disculpa, un perdón, una esponja, una le­jía para lavar crímenes? El viejo acaba de abrir los ojos y no consigue reconocernos, lo cual sólo a él asombra, pero a nosotros no, porque no nos conoce. Le tiembla la barbilla, quiere hablar, se inquieta por cómo hemos llegado hasta ahí, nos cree autores del atentado. No dirá nada. Por la comisura de la boca entreabierta le corre hacia la barbilla un hilo de saliva. ¿Qué haría la hermana Lucía en este caso, qué haría si estuviese aquí, de rodi­llas, envuelta en su triple olor a moho, faldas e incienso? ¿Enjugaría reverente la saliva o, más reverente aún, se inclinaría del todo ha­cia delante, prosternada, y con la lengua recogería la santa secreción, la reliquia, para guardarla en una ampolla? No lo dirá la his­toria sagrada, no lo dirá, sabemos, la profana, ni Eva doméstica reparará, corazón afligido, en la injuria que el viejo practica babeando sobre el viejo.
Ya se oyen pasos en el corredor, pero te­nemos todavía tiempo. La equimosis se ha vuelto más oscura y el pelo parece erizado sobre ella. Una pasada cariñosa de peine podría componerlo todo en esta superficie que ve­mos. Pero sería inútil. Sobre otra superficie, la de la corteza, se acumula la sangre derramada por los vasos que el golpe seccionó en aquel punto preciso de la caída. Es el hematoma. Es ahí donde en este momento se encuentra el Anobium, preparado para el segundo turno. Buck Jones ha limpiado el revólver y mete nuevas balas en el tambor. Ahí vienen a buscar al viejo. Ese rascar de uñas, ese llanto, es de las hienas, no hay nadie que no lo sepa. Vamos hasta la ventana. ¿Qué me dice de este mes de septiembre? Hace mucho tiempo que no teníamos un tiempo así.


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