martes, 1 de febrero de 2011

Casi un objeto - José Saramago

Cuento: "Cosas" - 1º Parte

La puerta, alta y pesada, al cerrarse, raspó el dor­so de la mano derecha del funcionario y dejó un arañazo profundo, rojo, casi sin sangrar. La piel había quedado desgarrada, no por igual, levantada en algunos puntos desde luego dolo­rosos, porque el saliente o aspereza agresor, naturalmente, no había mantenido una presión continua y el arrastre de contacto que haría del arañazo herida abierta, con los labios separados y un correr rápido y extendido de sangre. Antes de entrar en el pequeño gabinete donde cum­pliría su turno, que empezaría dentro de diez minutos y que se prolongaría durante cinco horas seguidas, el funcionario se dirigió al ser­vicio médico (sm) para un tratamiento rápido: en sus funciones tenía que atender al público, y una lesión de tan feo aspecto no debía ser exhibida. Mientras desinfectaba la herida el en­fermero, informado de las circunstancias del accidente, dijo que era el tercer caso ese día. Causado por la misma puerta.
Con un pincel pasó sobre el arañazo un líquido incoloro que secó rápidamente, tomando el color de la piel. Y no sólo el color, la textu­ra opaca que no dejaba adivinar lo que había sucedido. Sólo mirando de muy cerca se po­dría distinguir la sobreposición. A la vista no había señal de herida.
—Mañana ya puede retirar la película. Doce horas son suficientes.
El enfermero se mostraba preocupado.
—¿Sabe lo que pasa con el sofá? —pre­guntó—. El grande, el de la sala de espera.
—No. Acabo de llegar, para el turno de la tarde.
—Ha sido preciso traerlo aquí. Está en la sala de al lado.
—¿Por qué?
—La razón exacta no la sabemos. El médi­co lo observó inmediatamente, pero no dio un diagnóstico. Ni necesitaba hacerlo. Un ciudadano usuario fue a quejarse de que el sofá calentaba demasiado. Y tenía razón. Yo mismo lo verifiqué.
—Algún defecto de fabricación.
—Sí. Probablemente. La temperatura está demasiado alta. En otras circunstancias, y fue también lo que el médico dijo, sería un caso de fiebre.
—Bien. No es novedad. Hace dos años supe de un caso igual. Un amigo mío tuvo que devolver a la fábrica un abrigo casi nuevo. Era imposible soportarlo puesto.
—¿Y qué pasó después?
—Después, nada. La fábrica le entregó otro a cambio. No volvió a haber razón de queja.
Miró el reloj: todavía diez minutos. ¿Sería posible? Estaba dispuesto a jurar que en el momento en que se había arañado faltaban precisamente los mismos diez minutos. O había fallado esta vez su hábito de consultar el reloj al entrar en el edificio.
—¿Puedo ver el sofá?
El enfermero abrió una puerta translúcida:
—Está ahí.
El sofá era grande, de cuatro cuerpos, ya con señales de uso, pero en buen estado general.
—¿Quiere probar? —preguntó el enfer­mero.
El funcionario se sentó.
—¿Qué le parece?
—Es muy desagradable, en verdad. ¿Vale la pena el tratamiento?
—Le estoy aplicando inyecciones cada hora. Por el momento no noto diferencia. Y es el momento de otra inyección.
Preparó la jeringuilla, aspiró en su inte­rior el contenido de una gran ampolla y clavó rápidamente la aguja en el sofá.
—¿Y si no se pone bueno? —preguntó el funcionario.
—El médico dirá. Éste es el tratamiento específico. Cuando no resulta, caso perdido, vuelve a la fábrica.
Bien. Voy a mi trabajo. Gracias.
En el pasillo vio otra vez la hora. Con­tinuaban faltando diez minutos. ¿Estaría parado el reloj? Lo acercó al oído: el tic tac sonaba con nitidez, aunque un poco amortiguado, pero las manecillas no se movían. Comprendió que iba a llegar muy atrasado. Detestaba eso. Es cierto que el público no se vería perjudicado, ya que el com­pañero a quien tendría que sustituir no podía abandonar el gabinete mientras él no llegase. Antes de empujar la puerta, echó una nueva mirada al reloj: lo mismo. Al oírlo entrar, el com­pañero se levantó, dijo algunas palabras a las personas que aguardaban detrás de la ventanilla, del lado de fuera, y la cerró. Era el reglamento. La sustitución de los funcionarios se hacía con brevedad, pero siempre a puerta cerrada.
—Viene tarde.
—Creo que sí. Disculpe.
—Pasan quince minutos de la hora. Voy a tener que comunicarlo.
—Sin duda. Mi reloj se ha parado. Ha sido por su causa. Pero lo que es extraño es que continúa funcionando.
—¿Continúa funcionando?
—¿No lo cree? Véalo.
Miraron los dos el reloj.
—Realmente es extraño.
—Mire las manecillas. No se mueven. Pero se oye el tic tac.
—Sí, se oye. No comunicaré el retraso, pero me parece que debe informar a la superioridad de lo que sucede con su reloj.
—Evidentemente.
—Ha habido bastantes casos extraños en estas últimas semanas.
—El gobierno está atento y sin duda va a tomar medidas.
Alguien golpeó en la placa lechosa de la ventanilla. Los dos funcionarios firmaron el registro de salida y entrada.
—Cuidado con la puerta principal —avisó el que se quedaba.
—¿Se ha arañado? Entonces ha sido el tercero hoy.
—¿Y se ha enterado de la fiebre del sofá?
—Todos lo saben.
—Es extraño, ¿verdad?
—Sí, aunque no sea raro. Hasta el lunes.
—Buen fin de semana.
Abrió la ventanilla. Había apenas tres personas esperando. Pidió disculpas, como determinaba el reglamento, y recibió de la primera —un hombre alto, bien vestido, de media edad— la tarjeta de identificación. La introdu­jo en el verificador, analizó las señales luminosas que aparecieron y devolvió la tarjeta:
—Muy bien. ¿Qué desea? Por favor, sea breve.
Eran también frases que el reglamento estipulaba. El cliente respondió sin dudar:
—Seré breve. Deseo un piano.
—Actualmente no hay muchos pedidos de ese objeto. Dígame si es indispensable.
—¿Hay dificultades excepcionales?
—Sólo las de materias primas. ¿Para cuándo lo quiere?
—Dentro de quince días.
—Casi sería más fácil darle la luna ahora mismo. Un piano exige material muy califi­cado, de alta calidad, o rareza, si prefiere que me exprese así.
—Ese piano es para un regalo de cum­pleaños. ¿Entiende?
—Claro. Podría, sin embargo, haber venido a hacer su pedido antes.
—No me fue posible. Le recuerdo que soy un ciudadano usuario de las primeras prioridades.
Al mismo tiempo que decía estas palabras el usuario abrió la mano derecha, con la palma hacia arriba, mostrando una C verde tatuada en la piel. El funcionario miró la letra, después la pantalla que conservaba aún las señales verificadas y movió la cabeza afirmativamente:
—He tomado buena nota. Tendrá su piano dentro de quince días.
—Muchas gracias. ¿Quiere que lo pague todo o basta una señal?
—Basta una señal.
El usuario sacó la cartera del bolsillo y puso el dinero necesario encima del mostrador, Los billetes eran rectángulos de material fino y flexible, de color único pero con tonalidades diferentes, como diferentes eran también los pequeños rostros emblemáticos que los distinguían. El funcionario los contó. Cuando los reunía para guardarlos en la caja, uno de ellos se enrolló súbitamente y le apretó un dedo. El cliente dijo:
—Me pasó lo mismo hoy. La fábrica de moneda debería ser más rigurosa en la fabricación de sus billetes.
—¿Ha presentado un escrito?
—Naturalmente, como era mi deber.
—Muy bien. Los servicios de inspección podrán confrontar las dos participaciones, la suya y la mía. Aquí tiene los documentos. El día señalado diríjase al servicio de entregas. Pero como su prioridad es C, creo que el piano le será llevado a casa.
—Así ha sucedido siempre con mis pedi­dos. Buenas tardes.
—Buenas tardes.
Cinco horas después, el funcionario esta­ba otra vez ante la puerta principal. Extendió la mano derecha hacia el picaporte, calculó bien la distancia y, con un movimiento rapidísimo, abrió la puerta y pasó al otro lado, a salvo. La puerta, con un sonido apagado que parecía un suspiro, obedeció al amortiguador y se cerró muy despa­cio. Era casi de noche. Trabajar en el segundo turno daba algunas satisfacciones: clientela supe­rior, suministros de calidad, y la posibilidad de quedarse en la cama más tiempo por la mañana, aunque en invierno, con los días cortos, fuese un poco deprimente salir del interior bien ilu­minado al crepúsculo, demasiado temprano y también demasiado tarde. Pero ahora, a pesar de que el cielo estuviese anormalmente cubierto, hacía una buena temperatura de fines de verano y era agradable el pequeño paseo.
No vivía lejos. No daba siquiera tiempo a ver la ciudad transformarse para sus horas nocturnas. Algunas centenas de metros que recorría a pie, con lluvia o con sol, porque los conductores de taxi no estaban autorizados a hacer recorridos tan cortos y ningún itinerario de autobús tenía parada en su calle. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y sintió la carta que se había olvidado de echar en el buzón cuando había salido de casa hacia el servicio de requerimientos especiales (sre) donde trabajaba. Mantuvo la carta sujeta, para no olvidarse otra vez, y bajó las escaleras del pasaje subterráneo por el cual llegaría al otro lado de la avenida. Detrás iban dos mujeres conversando:
—No te imaginas cómo se quedó mi marido esta mañana. Y yo, pero él notó prime­ro lo que había sucedido.
—No es para menos, realmente.
—Nos quedamos los dos con la boca abierta, mirándonos uno al otro.
—¿Pero durante la noche ninguno de vosotros oyó ruido?
—Nada. Ni él ni yo.
Las voces se perdieron. Las mujeres habían torcido por un túnel que seguía en otra dirección. El funcionario murmuró: «¿De qué estarían hablando?» Y eso le hizo pensar en el modo como había transcurrido su día, en su mano dere­cha que sujetaba la carta dentro del bolsillo, en el arañazo profundo que la puerta le había hecho, en el sofá con fiebre, en el reloj que continuaba trabajando, pero con las manecillas paradas diez minutos antes de la hora de entrar a trabajar. Y el billete que se le había enrollado en el dedo. Siempre había habido incidentes de ese género, no muy graves, apenas incómodos, aunque en ciertos períodos con aburrida frecuencia. A pesar de los esfuerzos del gobierno (g) nunca había sido posible acabar con ellos y, verdaderamente, nadie esperaba que eso se consiguiese. Hubo épocas en las que el proceso de fabricación había alcanza­do un grado tal de perfección que los defectos llegaron a volverse rarísimos, al punto que el gobierno (g) entendió que no era conveniente quitar a los ciudadanos usuarios (por lo menos a los de las prioridades A, B y C) el gusto cívico y el placer de la reclamación. La propia seguri­dad del régimen fabril lo aconsejaba. Fueron por eso dadas a las fábricas instrucciones para dis­minuir las normas de exigencia. A pesar de todo, no eran esas órdenes las responsables de una auténtica epidemia de mala calidad en la fabri­cación que se había producido hacía dos meses. Como funcionario del servicio de requerimien­tos especiales (sre), estaba en buena situación para saber que el gobierno había revocado hacía más de un mes las órdenes e impuesto patrones de calidad óptima. Sin resultado. De los casos que podía recordar, este de la puerta era ciertamente el más inquietante. No se trataba de un objeto cualquiera, de un simple utensilio, incluso un mueble, como el sofá de la entrada, sino de una pieza de grandes dimensiones. El sofá tampoco era pequeño. No obstante, se trataba de un mueble de interior, mientras que la puerta era ya parte del edificio, si no la más importante de él. En efecto, es la puerta la que transforma un espacio apenas limitado en un espacio cerrado. El gobier­no (g) había acabado por nombrar una comisión encargada de estudiar los acontecimientos y pro­poner medidas. El mejor equipo de ordenadores había sido puesto a las órdenes de ese grupo de peritos, que incluía, además de especialistas en electrónica, a las mejores autoridades en los campos de la sociología, de la psicología y de la anatomía, indispensables en estos casos. El despacho que había creado la comisión fijaba el plazo de quince días para la presentación de informes y propuestas. Aún faltaban diez días y era evidente que la situación empeoraba.
Empezó a caer una lluvia que era casi pol­vo de agua, imponderable, aérea. A distancia el funcionario vio el buzón en el que debería echar la carta. Pensó: «No puedo olvidarme otra vez.» Un gran camión cubierto giró en la esquina cer­cana, pasó a su lado. Tenía escrito en grandes letras: «Alfombras y moquetas.» Allí iba un sue­ño que nunca conseguiría realizar: enmoquetar su casa. Tal vez algún día, si todo fuese bien. El camión terminó de pasar. El buzón había desa­parecido. El funcionario supuso que se había desorientado, que había cambiado de dirección mientras pensaba en la moqueta, atraído por las letras. Miró en torno, sorprendido, pero también sorprendido por no sentirse asustado. Apenas una inquietud vaga, tal vez nerviosismo, como quien está ante un problema de raciocinio cuya solu­ción se escapa por poco. No había ningún buzón ni vestigio del mismo. Se aproximó al sitio don­de debería estar, donde hacía tantos años lo veía, con aquel cuerpo cilíndrico pintado de azul y su abertura rectangular, boca permanentemen­te abierta, muda, sólo entrada a un estómago. La tierra en la que el buzón había estado asentado estaba un poco revuelta y aún seca. Un policía se aproximó corriendo:
—¿Ha asistido a la desaparición? —pre­guntó.
—No. Pero ha sido por poco. Si no hu­biese sido porque pasó un camión delante de mí, lo habría visto.
El policía tomaba notas en un cuaderno. Después lo cerró, empujó con el pie un pedrusco que había salido de la cavidad a la acera y dijo, con el tono de quien apenas reflexiona en voz alta:
—Si hubiese estado mirando, quién sabe si el buzón habría desaparecido.
Y se apartó, al mismo tiempo que tocaba la funda de la pistola.
El funcionario del servicio de requerimientos especiales (sre) dio la vuelta a toda la manzana, hasta donde sabía que existía otro buzón. Éste no había desaparecido. Metió rápidamente la carta, la oyó caer en la saca interior y volvió por el mismo camino. Pensó: «¿Y si este buzón también desaparece? ¿Adonde irá mi car­ta?» No era ésta la que le preocupaba (se trataba de un asunto sencillo, de rutina), sino el pro­blema, por así decir, metafísico. Compró en el quiosco el periódico de la noche, que dobló y metió en el bolsillo. Ahora llovía un poco más. En el lugar del cual había desaparecido el buzón había una pequeña poza de agua. Una mu­jer, resguardada bajo un paraguas, iba con una carta. Sólo en el último momento reparó en la situación.
—¿Y el buzón? —preguntó.
—No está —respondió el funcionario. La mujer, furiosa:
            —No pueden hacer esto. Quitar de aquí el buzón sin avisar primero a los habitantes. Deberíamos presentar todos una reclamación. Y dio la vuelta, afirmando, con amplios gestos, que al día siguiente se quejaría.
La finca en la que vivía el funcionario estaba cerca. Abrió la puerta con muchas precauciones, al mismo tiempo que se reprendía a sí mismo: «¿Iré a tener ahora miedo a las puer­tas?» Accionó el interruptor de la luz de la escalera y se dirigió al ascensor. Colgado en la puerta había mi letrero: «Averiado.» Se molestó, irritado, no tanto por tener que subir a pie (vivía en un piso bajo, el segundo), sino porque en el quinto tra­mo de la escalera faltaban tres peldaños desde hacía una semana, lo cual le obligaba a ciertos cuidados y a algún esfuerzo. Los servicios de abastecimientos corrientes (sac) estaban funcionando mal. En otras circunstancias hubiese dicho que se trataba de incompetencia de la dirección. O quizá demasiados pedidos para atender. O falta de personal. O falta de materia prima. Pero aho­ra el motivo sería otro, y no quería pensar en él. Subió la escalera sin prisa, preparándose men­talmente para la pequeña acrobacia que tenía que realizar: saltar el vano correspondiente a la ausen­cia de los tres escalones, de abajo arriba, más difícil por lo tanto, y la fuerza de los pulsos y la extensión de la pierna. Entonces vio que no eran tres los peldaños que faltaban, sino cuatro. Se reprendió una vez más, ahora por la mala memo­ria, y, tras algunas tentativas fracasadas, consiguió alcanzar el escalón superior.
Vivía solo y soltero. Se hacía su propia comida, mandaba lavar fuera la ropa, le gustaba su empleo. En términos generales se consideraba un hombre satisfecho. Era difícil no serlo: el país excelentemente administrado, las funciones bien repartidas, el gobierno capaz y con gran experiencia en transformación industrial. En cuanto a esos problemas más recientes, también acabarían por ser resueltos. Como era toda­vía temprano para cenar, se sentó a leer el periódico, lo que hacía siempre, por lo demás, formulando inconscientemente la misma justificación inútil o, mejor, sin conciencia de la inutilidad de la misma. En la primera página había una nota oficiosa del gobierno (nog) acer­ca de las deficiencias verificadas en los últimos tiempos en diversos objetos, utensilios, máqui­nas e instalaciones. Se prometía remedio en breve para la situación, considerada no alar­mante, y se refería nuevamente al trabajo de la comisión nombrada, a la que se había agregado ahora un especialista en parapsicología. No se hacía ninguna alusión a desapariciones.
Dobló el periódico cuidadosamente y lo puso sobre una mesa baja, a sus pies. Miró la hora en el reloj de pared: aún faltaban algunos minutos para el inicio de la emisión de televisión. La regularidad de su cotidianidad se había visto afectada por los acontecimientos, sobre todo por la desaparición del buzón, que le ha­bía hecho perder algún tiempo. En general tenía tiempo de leer todo el periódico, preparar una cena sencilla e instalarse frente al televisor para oír las noticias y comer. Después llevaba a la coci­na el plato, el vaso y los cubiertos, y volvía al sillón confortable donde se quedaba tranqui­lamente, ora mirando ora dormitando, hasta el final de la emisión. Se preguntó a sí mismo qué haría hoy, y no pensó en buscar respuesta. Extendió la mano y encendió el aparato: oyó un silbido, la pantalla se fue iluminando poco a poco hasta aparecer la carta de ajuste, un com­plicado sistema de rayas verticales, horizontales y oblicuas, de superficies claras y oscuras. Se quedó mirando, distraídamente, como hipno­tizado por la fijeza de la imagen. Encendió un cigarrillo (nunca fumaba en el trabajo, no esta­ba permitido) y se sentó otra vez. Le vino el recuerdo del reloj de pulsera y lo miró: conti­nuaba parado y ya no se conseguía oír el tic tac. Soltó pausadamente la correa negra, colocó el reloj encima de la mesa, al lado del periódico, y suspiró profundamente. Un chasquido fuer­te le hizo volver la cabeza rápidamente. «Algún mueble», pensó. Y en ese exacto instante, en un lapso de tiempo inferior a un segundo, la car­ta de ajuste desapareció y en su lugar, como un relámpago, surgió la cara de un niño, con los ojos muy abiertos. Se hundió hacia el fondo, hacia atrás, hacia la lejanía, muy lejos, hasta transformarse en un simple punto luminoso, palpitante, en el centro de la pantalla negra. Inmediatamente a continuación reapareció la carta de ajuste, ligeramente trémula, ondulante, como una imagen reflejada en el agua. El funcio­nario se pasó la mano por la cara, perplejo. Cogió el teléfono, marcó el servicio de informaciones de la televisión (sitv) y, cuando le atendieron, preguntó:
—Por favor. ¿Qué interferencia ha sido ésa que ha aparecido hace un minuto en la carta de ajuste?
Una voz de hombre respondió seca­mente:
—No ha habido ninguna interferencia.
—Disculpe, pero la he visto perfecta­mente.
—No tenemos ninguna información que dar.
Colgaron el teléfono. «Debo haber hecho mal. Todo esto debe estar relacionado», murmuró. Fue a sentarse frente al receptor, en el cual la carta de ajuste había vuelto a su hipnótica inmovilidad. Se oyó una sucesión de chasqui­dos más fuertes. No fue capaz de localizarlos. Parecían al mismo tiempo muy cerca y muy lejos, debajo de sí mismo o en cualquier parte de la finca. Se levantó otra vez y abrió la venta­na: ya no llovía. No era, por lo demás, tiempo de lluvia. Debía de haber habido alguna avería en el material del servicio de adecuación me­teorológica (sam): en los meses de verano no llovía nunca. Desde la ventana veía claramente el lugar donde había estado clavado el buzón. Respiró llenando los pulmones, miró el cielo ahora limpio y barrido, ya con estrellas, las más brillantes, aquellas que resistían a la iluminación del centro de la ciudad. La emisión empezaba en ese momento. Volvió a la silla. Quería oír las noticias con las que el programa empezaba siem­pre. Una locutora con sonrisa artificial y tensa anunció el programa de la noche e inmediata­mente se oyeron los arpegios que preludiaban las noticias. Después, un locutor de cara escuá­lida anunció una nota oficiosa del gobierno (nog). Era más reciente que la del periódico. Decía: «El gobierno informa a todos los ciu­dadanos usuarios que los defectos e incongruen­cias de ciertos objetos, utensilios, máquinas e instalaciones (abreviados oumis), últimamente verificados en mayor número, están siendo jui­ciosamente estudiados por la comisión nom­brada, que cuenta ahora con la colaboración de un parapsicólogo. Los ciudadanos usuarios deben rechazar los rumores, las habladurías, la manipulación. Deben mantener la serenidad, incluso en el caso de que ocurran desaparicio­nes de los referidos oumis: objetos, utensilios, máquinas o instalaciones. Se recomienda la más rigurosa vigilancia. Ningún oumi (objeto, uten­silio, máquina o instalación) debe, en lo futuro, ser mirado distraídamente. El gobierno consi­dera indispensable sorprender cualquier oumi: objeto, utensilio, máquina o instalación, en el momento de desaparecer. El ciudadano usuario que dé informaciones completas o detenga el proceso de desaparición de oumis, será consi­derado benemérito y ascendido a la prioridad C, si estuviera clasificado en prioridad más baja. El gobierno cuenta con el apoyo y la confianza de todos.» Hubo más noticias, pero ninguna que interesase tanto. El resto del programa tampo­co era muy atractivo, a no ser un reportaje en directo sobre la fabricación de alfombras. Despechado, como si hubiese sido personal­mente ofendido, apagó el receptor: clasifica­do en la prioridad H (abrió la mano derecha y vio la letra verde), tendría que ahorrar durante mucho tiempo antes de conseguir el dinero sufi­ciente para comprar la alfombra con la que so­ñaba hacía tantos años. Sabía muy bien cómo se fabricaban las alfombras. Consideraba incluso un insulto la presentación de reportajes como ése, llevado a hogares que no tenían nada que poner encima del suelo desnudo.





                                                              Eduard Munch

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