martes, 1 de febrero de 2011

Casi un objeto - José Saramago

Cuento: "Cosas" - 3º parte


Sin mirar, se frotó la mano derecha con la izquierda y tuvo un sobresalto al sentir una impresión pegajosa y tibia. Incluso antes de mirar, comprendió que era sangre. Pero ¿cómo era posible que sangrase de esa manera la pe­queña herida que la puerta del sre le había hecho? Encendió la luz y miró: tenía el dorso de la mano en carne viva: toda la piel que la pe­lícula regeneradora cubría había desaparecido. Medio atontado aún por el sueño y desorienta­do con el accidente imprevisto, se precipitó al baño, donde guardaba algunos productos de farmacia para tratamientos de urgencia. Abrió el armario y cogió un frasco. La sangre goteaba rá­pida sobre el suelo o en el interior de la manga de la chaqueta, según los movimientos. Parecía tratarse de una hemorragia seria. Abrió el fras­co, empapó el pincel que estaba en un estuche separado y, cuando se preparaba para aplicar el líquido biológico, tuvo el presentimiento de que iba a cometer un error. ¿Y si después sucedía lo mismo? Volvió a guardar el frasco, salpicándo­lo todo alrededor de sangre. No había vendas en la casa. Era un material que prácticamente había dejado de ser usado, igual que las com­presas y las tiritas, a partir de la comercialización del líquido biológico regenerativo. Corrió al dormitorio, abrió el cajón donde tenía las camisas y rasgó de una de ellas una larga tira. Auxilián­dose con los dientes, consiguió envolver la mano y apretar con fuerza. Al cerrar el cajón, vio el resto del bocadillo. Se inclinó para cogerlo, juntó los pedazos y, sentado en la cama, comió despacio, ya sin hambre, sólo por una especie de obligación que no quería discutir.
Cuando tragaba el último bocado fue cuando notó la mancha oscura que la sombra de un mueble casi escondía. Se aproximó, intrigado, pensando confusamente que, cuando por fin pudiese comprar la moqueta, todas esas imperfecciones del suelo desaparecerían. La mancha roja se había visto sorprendida (podía jurarlo) en lo que parecía ser un movimiento interrumpido. El funcionario extendió la punta del pie y la volvió. Ya sabía lo que iba a encon­trar: del otro lado era la película que le había sido untada en el dorso de la mano, y lo rojo era la sangre, la sangre que había forrado por dentro la piel allí pegada. Entonces pensó que lo más probable era que nunca pudiese llegar a comprar la moqueta. Cerró la puerta de la habitación y se dirigió a la sala de estar. Parecía sereno, sosegado, pero dentro de sí el pánico giraba, por el momento todavía despacio, como un pesado disco armado de púas extensibles que no tardarían en herirle. Encendió la televisión y, mientras el aparato se calentaba, fue hasta la ventana que había dejado abierta desde por la mañana y así había permanecido todo el día. La tarde tocaba a su fin. Había mucha gente en la calle, pero nadie hablaba, no había grupos. Las personas parecían caminar al azar, sin destino, se limitaban a extender los brazos y a mostrar la mano derecha. Visto desde arriba, en aquel silencio, el espectáculo podría dar ganas de reír: los brazos subían y bajaban, las manos, blancas, con las manchas verdes de las letras, hacían un movimiento rápido y después caían, para repe­tirse el movimiento íntegro algunos pasos más adelante. Eran como dementes con una idea fija en la alameda de un manicomio.
El funcionario volvió al aparato de tele­visión (tv). Sentadas a una mesa que era el arco de un círculo había cinco personas con aspecto grave. Incluso antes de conseguir distinguir las palabras, las primeras, notó que la imagen esta­ba siendo constantemente interrumpida y con ella el sonido. Era el locutor que hablaba:
—...mos con nosotros especialis... logía, seguridad industrial, operacionalidad biológi­ca, pro... vir... ad...
Durante casi media hora la pantalla del televisor relampagueó, soltó palabras entrecor­tadas, a veces una frase que podía estar completa sin dar, no obstante, la seguridad de que lo estu­viera. El funcionario se quedó ahí, sin tener la cer­teza él mismo de querer saber lo que estaría siendo dicho, sino porque se había habituado a estar sentado en frente del televisor (tv), y por ahora no podía hacer otra cosa. Si alguna vez llegaba a poder. Quería ver al gobierno (g) enseñar la mano, no porque el acto tuviese importancia, remediase los males de la ciudad o fuese a probar cualquier especie de inocencia, si era de eso de lo que se trataba, sino quizá por la rareza de ver tantas prioridades A y B juntas. Entonces la imagen se fijó durante algunos segundos más, el sonido se mantuvo firme y una voz desde el televisor dijo:
—...parece que está probado que no ha habido desapariciones durante el día. El día se distingue tan sólo por deficiencias de funcionamiento, por irregularidades, por averías en general. Todas las desapariciones se han pro­ducido durante la noche.
El locutor preguntó:
—¿Qué cree que se debe hacer durante el período nocturno?
El entrevistado:
—En mi opinión...
La imagen desapareció, el sonido se apa­gó, ahora definitivamente. La televisión había dejado de funcionar. El gobierno no mostraría las manos a la ciudad.
El funcionario volvió al dormitorio. Como ya esperaba (pero no sabría decir por qué lo esperaba), el pedazo de película regenerado­ra no se encontraba en el mismo sitio. Lo tocó otra vez con la punta del zapato, casi incons­ciente de su gesto. Entonces oyó, en el interior de su cerebro, repetirse las palabras del locutor: «¿Qué cree que se debe hacer durante el perío­do nocturno?» Sí, ¿qué se debía hacer durante la noche? No se oían estallidos ahora. Todo el edificio crujía ininterrumpidamente, como si estuviese siendo estirado por dos voluntades en direcciones contrarias. El funcionario rasgó otra tira de la camisa, envolvió mejor y con más fuer­za la mano, sacó del cajón todo el dinero que poseía. Aunque hiciese calor, se puso el abri­go: por la noche el tiempo debía refrescar y él no volvería a casa mientras el día no naciese. «Todas las desapariciones se habían produci­do durante la noche.» Fue a la cocina, se hizo otro bocadillo que metió en un bolsillo, paseó los ojos por toda la casa y salió.
En el descansillo, antes de dirigirse al ascensor, gritó hacia arriba, por el hueco de la escalera:
—¿Hay alguien?
Nadie respondió. Toda la finca parecía oscilar y crujía. «¿Y si el ascensor no funciona? ¿Cómo voy a salir de aquí?» Se vio saltando a la calle desde la ventana de su segundo piso, y res­piró hondo, con alivio, cuando la puerta de corredera se abrió normalmente y la luz se encen­dió. Receloso, apretó el botón. El ascensor dudó, como si se resistiese al impulso eléctrico que reci­bía, y después, despacio, con sacudidas lentas, bajó hasta la planta baja. La puerta se atascó al ser movida, apenas dejó espacio para que se introdujera y pudiese pasar el cuerpo y, a mitad del movimiento, se distendió bruscamente, encajonándolo. El disco pesado del pánico, que giraba ya rápidamente, se convirtió en vértigo. De súbito, como si renunciase o le bastase la amenaza, la puerta cedió y se dejó abrir. El fun­cionario corrió hasta la calle. Era noche cerrada ya, pero las farolas se mantenían apagadas. Pa­saban bultos en silencio, raras eran las personas que levantaban ahora las manos. Pero en un lugar o en otro aún había quien encendía un meche­ro o una linterna de bolsillo para inspeccionar. El funcionario volvió a la entrada del edificio. Necesitaba salir, no aguantaba sentir la finca encima de sí, pero alguien acabaría por exigirle que enseñase la mano y la tenía vendada, san­grando. Podían creer que la venda era un disfraz, una tentativa para ocultar la palma de la mano so pretexto de una herida. Sintió un escalofrío de miedo. Pero el crujido del edificio se vol­vía más fuerte. Algo iba a suceder. Olvidado de la mano durante un segundo, saltó a la calle. Le dieron unas ganas casi irreprimibles de correr, pero se acordó de lo que le había sucedido por la tarde y, con la mano en ese estado (otra vez se acordó de la mano, y ahora hasta el final), com­prendió hasta qué punto su situación era pe­ligrosa. Esperó en la oscuridad un momento en el que hubiese menos figuras y menos mecheros y linternas encendiéndose y apagándose, y enton­ces, pegado a la pared, se apartó. Recorrió toda la calle en la que vivía sin que nadie le interpela­se. Cobró valor. Levantar el brazo se había vuelto absurdo en una ciudad en la que no había alum­brado público y las personas, fatigadas de una vigilancia sin resultado, desistían, poco a poco, de exigir la verificación de la palma de las manos.
Pero el funcionario no había contado con la policía (p). Al volver una esquina que daba a una gran plaza, tropezó con una patrulla. Intentó retroceder, pero fue sorprendido su movimiento por el haz de una linterna. Le man­daron detenerse. Si intentaba huir, sería hombre muerto. Se aproximó a la patrulla.
—Enseñe la mano.
El haz luminoso de la linterna incidió sobre el paño blanco.
—¿Qué es eso?
—Me herí en el dorso de la mano y tuve que ponerme una venda.
Los tres policías le rodearon.
—¿Una venda? ¿Qué cuento es ése?
¿Cómo podría explicar que el líquido biológico le había arrancado la piel que se movía ahora en la oscuridad de su habitación? (Se movía ¿hacia dónde?)
—¿Por qué no puso líquido biológico en la herida? Si es que tiene ahí alguna herida —masculló uno de los policías.
—La tengo, sí señor, pero si quito la ven­da la sangre no para.
—Bien. Acabemos con esta conversa­ción. Enseñe la mano.
—Pero...
—Enseñe la mano o le pegamos un tiro aquí mismo.
El policía más próximo, con violencia, metió los dedos por debajo de la venda y tiró brutalmente. La sangre pareció dudar y, en seguida, bajo la luz violenta de la linterna, aflo­ró en toda la superficie desollada. El policía volvió hacia arriba la palma de la mano y la letra quedó a la vista.
—Puede seguir.
—Por favor, ayúdenme a sujetar la ven­da otra vez —imploró el funcionario.
Reacio, refunfuñando: «Esto no es un hospital», uno de los policías accedió. Y después:
—Sería preferible que se quedara en casa.
El funcionario, apenas reprimiendo las lágrimas de dolor y de autoconmiseración, murmuró:
—Pero mi casa...
—Pues sí —respondió el policía—. Va­yase ya.
Al otro lado de la plaza había algunas luces. Dudó. ¿Seguir hacia allí, con el riesgo de encontrar en cualquier momento personas que le obligasen a mostrar la palma de la mano? Se estremeció de dolor, de miedo, de angustia. La herida ya era mayor. ¿Qué hacer? ¿Ir andan­do por la oscuridad, como tantos otros, a tientas, tropezando? ¿O volver a casa? Había perdido el entusiasmo de cazador cívico con el que había salido por la mañana. Apareciese lo que apare­ciese, si es que era posible ver algo en medio de la oscuridad, no intervendría, no llamaría a nadie para testimoniar o ayudar. Salió de la pla­za por una calle larga con dos hileras de árboles que hacían más espesas las tinieblas. Por allí nadie le exigiría que mostrase la mano. Pasaba gente rápidamente, pero la rapidez no signifi­caba que tuviesen dónde estar o supiesen adonde ir. Andar deprisa era apenas, en todos los senti­dos, una fuga.
A los dos lados de la calle los edificios crujían y estallaban. Se acordaba de que al fon­do, en un cruce, había un monumento con bancos todo alrededor. Iría a sentarse allí un momento, a pasar el tiempo, tal vez toda la no­che: no tenía a donde ir, ¿qué haría? Nadie tenía a donde ir. Aquella calle, como todas las demás, era un caudal de gente. Se diría que la población de la ciudad había aumentado. Se estremeció al pensar en eso. Y no se sorprendió cuando veri­ficó que el monumento había desaparecido también. Estaban ahí todavía los bancos y había algunas personas sentadas. Entonces el funcio­nario se acordó de su mano herida y dudó. De la oscuridad salieron otras personas que ocuparon todo el espacio vacío. No podía sentarse.
No quería sentarse. Volvió a la izquier­da, hacia una calle que había sido estrecha, pero que tenía ahora largas y profundas aberturas a los lados, verdaderos fosos donde antes había habido fincas. Tuvo la impresión de que si fue­se de día todos aquellos espacios aparecerían como perspectivas enfiladas unas en las otras, hacia el norte y hacia el sur, hacia el naciente y hacia el poniente, hasta los límites de la ciudad, si tal nombre aún tenía justificación. Eso le dio una idea: salir de la ciudad, ir hacia los alrede­dores, hacia el campo abierto, donde no había edificios que desaparecían, automóviles que se disipaban por centenares, cosas que cambia­ban de lugar y después dejaban de estar allí y no estaban en ninguna parte. En el espacio que ocupaban quedaba apenas el vacío y de vez en cuando algunos muertos. Se llenó de ánimo: por lo menos huiría de la pesadilla que sería pasar una noche así, entre amenazas invisibles, andando de un lado para otro. Con la luz del día quizá por fin se encontrase el remedio a la situación. El gobierno (g) estaría sin duda estudiando el asunto. Había habido otros casos antes, aunque menos graves, y siempre se había encontrado solución. Nada de desesperaciones. El buen orden volvería a la ciudad. Una crisis, una simple crisis y nada más.
En las proximidades de la calle donde vivía había aún algunas farolas encendidas. En esta ocasión no las evitó: se sentía seguro, confiado, a quien le interceptase le explicaría sosegadamente la historia de su sufrimiento, le mostraría lo claro que era que todo eso forma­ba parte de la misma conspiración contra la seguridad y el bienestar de la ciudad. No fue necesario. Nadie le exigió que mostrase la palma de la mano. Las pocas calles iluminadas estaban cubiertas de gente. Difícilmente se conseguía atravesar. Y en una de ellas, subido encima de un camión, un sargento del ejército de tierra (et) leía una proclama o aviso:
—Se previene a todos los ciudadanos usuarios que, por orden del estado mayor gene­ral de las fuerzas armadas (emgfa), será bombardeado, a partir de las siete de la mañana, por los medios de artillería (a) y de aviación (a), el sec­tor este de la ciudad, como primera medida de represalia. Los ciudadanos usuarios que viven en el sector que se bombardeará ya han sido eva­cuados de sus casas, encontrándose alojados en instalaciones gubernamentales debidamente vigiladas. Serán indemnizados de todas sus pér­didas materiales y de todas las incomodidades morales que esta orden inevitablemente causa­rá. El gobierno (g) y el estado mayor general de las fuerzas armadas (emgfa) garantizan a los ciu­dadanos usuarios que el plan elaborado de contraataque será llevado a sus últimas conse­cuencias. Dadas las circunstancias, y habiéndose revelado infructífera la consigna de orden «vigi­lancia y mano abierta», esa consigna de orden es sustituida por esta otra: vigilar y atacar.
El funcionario suspiró de alivio. No ten­dría ya que enseñar la mano. Le entró un alma nueva en el pecho. Se fortaleció el renacimien­to del valor que había sentido media hora antes. Y allí mismo decidió dos cosas: que pasaría por su casa para buscar los prismáticos y que con ellos iría fuera de la ciudad, hacia el lado este, a asistir al bombardeo. Se unió a las conversacio­nes que habían empezado apenas el sargento concluyó la lectura del aviso:
—Es una idea.
—¿Cree que dará resultado?
—Seguro, el gobierno (g) no está dur­miendo. Y, como represalia, no se podría encontrar una mejor.
—Esta vez será de verdad un buen ejem­plo. Es una pena que no haya sucedido antes.
—¿Qué tiene en la mano?
—El  líquido  biológico  no  actuó  y aumentó la herida.
—Sé de otro caso igual.
—Yo también. Me han dicho que en los hospitales ha sido una calamidad.
—Probablemente yo fui el primer caso.
—El gobierno (g) indemnizará a todo el mundo.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Buenas noches. Mañana será mejor.
—Mañana será mejor. Buenas noches.
El funcionario se apartó contento. Su calle continuaba a oscuras, pero eso no le per­turbó. La levísima, imponderable claridad que venía de las estrellas era suficiente para orien­tarse y, como allí no había árboles, la oscuridad no era demasiado densa. Encontró su calle dife­rente: faltaban algunos edificios más. Pero no el suyo. Continuaba, probablemente otros escaIones habrían desaparecido. Mientras tanto, aunque el ascensor no funcionase, encontraría la manera de llegar al segundo piso. Quería los prismáticos, quería el desquite de asistir al bombardeo de un sector entero de la ciudad, el sector este, como el sargento había dicho. Pasó entre los dinteles de la puerta que había desapareci­do y se encontró en el vacío. Al contrario de la finca que había visto por la mañana, quedaba de ésta apenas la fachada, como una cáscara hue­ca. Levantó la cabeza y vio por encima el cielo y las raras estrellas de esa noche. Sintió una furia grande. Ningún miedo, apenas una furia grande y saludable. Odio. Una rabia de matar. Sobre la tierra había unos bultos blancos, cuerpos completamente desnudos. Se acordó de lo que había oído por la mañana en el quiosco: «Ni los anillos tenían.» Se aproximó. Tal como esperaba, conocía a todos los muertos: eran al­gunos vecinos de su mismo edificio. Habían preferido no salir de casa y ahora estaban muer­tos. Desnudos. El funcionario puso la mano sobre el pecho de una mujer: aún estaba tibio. La desaparición se había producido, probable­mente, cuando él había llegado a la calle. En silencio, o tan sólo entre crujidos y estallidos, como los había oído por todas partes mientras había estado en casa. Si no se hubiese detenido a oír al sargento, si no se hubiese quedado des­pués conversando, quizá allí hubiese un cuerpo más, el suyo. Miró de frente, hacia el espacio que el edificio había dejado, y vio moverse otro edificio más allá, disminuir de altura rápidamente, como una hoja de papel oscuro recortado, que un fuego invisible desde el cielo fuese royendo o carcomiendo. En menos de un minuto el edi­ficio desapareció. Y como más allá había un espacio mayor, se formó una especie de corre­dor todo derecho en dirección este. «Incluso sin prismáticos», murmuró el funcionario, temblando de miedo y odio, «lo he de ver».
La ciudad era muy grande. Durante el resto de la noche el funcionario caminó ha­cia el este. No había peligro de perderse. Hacia aquel lado el cielo clareaba muy despacio. Y a las siete, ya amanecido, empezaría el bombar­deo. El funcionario se sentía abrumado por la fatiga, pero feliz. Cerraba con fuerza el puño izquierdo, gozaba de antemano el castigo terri­ble que iba a caer sobre la cuarta parte de la estructura material de la ciudad. Sobre las cosas que allí había, sobre los oumis. Reparó en que centenas, millares de personas caminaban en la misma dirección. Todos habían tenido la mis­ma buena idea. A las cinco ya había llegado a campo abierto. Mirando hacia atrás veía la ciudad, con su recorte irregular, algunos edificios que parecían más altos sólo porque habían desaparecido los que los flanqueaban, exactamente como un perfil de ruinas, aunque en rigor no hubiese ruinas, pero sí ausencias. Vueltas hacia la ciudad, decenas de piezas de artillería formaban un semicírculo. Aún no había aviones en eI aire. Llegarían exactamente a las siete, no nece­sitaban llegar antes. A trescientos metros de las piezas de artillería, una fila de soldados impedía que las personas se aproximasen. El funciona­rio se vio metido entre la multitud. Le inundó el despecho. Se había cansado para llegar has­ta allí, no tenía casa a la cual pudiese regresar cuando el bombardeo acabase y no conseguiría ver el espectáculo, tener el desquite, la venganza, el gozo. Miró en torno. Había personas encima de cajones. Una buena idea que él no había tenido. Pero, por detrás, tal vez a un kilómetro, había una línea de colinas con árboles. Lo que perdería en distancia lo ganaría en altura. Le pareció una idea a seguir.
Atravesó la multitud, cada vez más rala en aquella dirección, y todo el espacio abierto que lo separaba de las colinas. Apenas unas pocas personas se dirigían también hacia allí. Y hacia la colina que estaba frente a él, nadie. El cielo tenía un color gris, casi blanco, pero el sol aún no había nacido. El terreno subía poco a poco. Abajo la multitud era cada vez mayor. Entre la artillería y el límite de la ciudad se ins­talaba ahora una fila de ametralladoras pesadas. Ay de los oumis que fuesen hacia ese lado. El funcionario sonrió: el castigo sería ejemplar. Lamentó no estar en el ejército. Le gustaría sen­tir en el pulso, incluso en su mano herida, qué importaba eso, el vibrar del arma causado por los disparos, el temblor de todo el cuerpo, que no sería entonces de miedo, sino de furor y ale­gría justiciera. La sensación física de todo eso fue tan intensa que tuvo que detenerse. Pensó en volver atrás, para estar más cerca. Pero com­prendió que nunca podría estar tan cerca como desearía, que en medio de la multitud poco acabaría por ver, y continuó su camino. Se aproxi­maba ya a los árboles. Por allí no había nadie. Se sentó en el suelo, con la espalda vuelta hacia unos arbustos cuyas flores le rozaban los hom­bros. De los sectores laterales de la ciudad continuaban afluyendo ríos de gente. Nadie había querido perderse el espectáculo. ¿Cuántos ciudadanos habría allí? Centenas de millares. Tal vez la ciudad entera. El campo era sólo una mancha negra que se extendía rápidamente, que empezaba ahora a transbordar en dirección a las colinas. El funcionario temblaba de nerviosis­mo. Iría a ser, por fin, una gran victoria. Debía de faltar ya poco para las siete. ¿Dónde estaría su reloj? Se encogió de hombros: tendría un reloj todavía mejor, más perfecto, construido con materiales más cualificados. Vista desde allí, la ciudad era irreconocible. Pero todo sería rehecho a su tiempo. Primero el castigo.
Fue en ese instante cuando oyó voces detrás de sí. Una voz de hombre y una voz de mujer. No conseguía entender lo que decían. Quizá una pareja de enamorados a los que la proximidad del bombardeo había excitado sexualmente. Pero las voces eran tranquilas. Y, de súbito, nítidamente, el hombre dijo:
—Esperamos un poco más.
Y la mujer:
—Hasta el último momento.
El funcionario sintió que los cabellos se le erizaban. Los oumis. Miró ansioso hacia la planicie. Vio que las personas continuaban aproximándose como hormigueros negros y qui­so conquistar aquella gloria, la precedencia C. Rodeó silenciosamente el macizo de arbustos, después se agachó, casi a rastras por detrás de un grupo de árboles muy juntos. Esperó un poco y finalmente se levantó, despacio, y obser­vó. El hombre y la mujer estaban desnudos. Había visto esa noche otros cuerpos así, pero éstos estaban vivos. Rehusaba aceptar lo que tenía ante los ojos, deseaba que fuesen ya las sie­te, que el bombardeo empezase. Por entre las ramas veía gente de la ciudad que se aproxima­ba rápidamente. Tal vez estuviesen ya al alcance de la voz. Gritó:
—¡Venid! ¡Aquí hay oumis!
El hombre y la mujer se volvieron de un salto y corrieron hacia él. Nadie más le había oído y no hubo tiempo para una segunda llamada.
Sintió las manos del hombre en torno al cuello, y las manos de la mujer sobre la boca, apretan­do. Y antes todavía tuvo tiempo de ver (como ya sabía) que las manos que lo iban a matar no tenían ninguna letra, eran lisas, sin nada más que la pureza natural de la piel.
El hombre y la mujer desnudos arras­traron el cuerpo hacia el interior del bosque. Otros hombres y otras mujeres, también des­nudos, aparecieron y rodearon el cadáver. Cuan­do se apartaron, el cuerpo continuaba extendido en el suelo, también completamente desnudo. Ni siquiera los anillos, si los había tenido. Ni siquiera la venda. De la herida en el dorso de la mano corrió un poco de sangre, que en seguida se estancó y empezó a secarse.
Entre el bosque y la ciudad no había ya espacio libre, toda la población había ido a asis­tir a la gran acción militar de represalia. A lo lejos se oía un zumbido: los aviones se aproxi­maban. Los relojes que aún funcionaban iban a dar las siete, o a marcarlas silenciosamente en la esfera. El oficial que comandaba la artillería sostenía el micrófono para dar la orden de fuego. Centenas de millares de personas, un millón, casi no respiraban de ansiedad. Pero ningún tiro llegó a ser disparado. En el preciso instante en el que el oficial iba a gritar: «¡Fuego!», el micrófono le huyó de las manos. Inexplicablemente los aviones hicieron una curva cerrada y vol­vieron atrás. Ésta fue apenas la primera señal. Un silencio absoluto se extendió sobre la plani­cie. Y de repente la ciudad desapareció. En su lugar, hasta perderse de vista, surgió otra mul­titud de mujeres y hombres, desnudos, salidos de lo que había sido la ciudad. Desaparecieron las piezas de artillería y todas las demás armas, y los militares se quedaron desnudos, rodeados por los hombres y por las mujeres que antes habían sido ropas y armas. En el centro, la inmen­sa mancha oscura de la población de la ciudad. Pero también ésta, en el instante sucesivo, se metamorfoseó y multiplicó. La planicie se volvió súbitamente clara cuando el sol nació.
Fue entonces cuando del bosque salieron todos los hombres y mujeres que allí se habían escondido desde que la revuelta había comen­zado, desde el primer oumi desaparecido. Y uno de ellos dijo:
—Ahora es necesario reconstruirlo todo.
Y una mujer dijo:
—No teníamos otro remedio, puesto que las cosas éramos nosotros. No volverán los hom­bres a ser puestos en el lugar de las cosas.




                                                  Eduard Munch - "El grito"

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