(..) “La última frase del subjefe le daba vueltas en la cabeza, El secreto de la abeja no existe, pero nosotros lo conocemos, no existe, pero lo conocemos, lo
conocemos, lo conocemos. Vio caer una máscara y percibió que detrás había otra exactamente igual, comprendía que las máscaras siguientes serían fatalmente idénticas a las que hubiesen caído, es verdad que el secreto de la abeja no existe, pero ellos lo conocen. No podría hablar de esta su perturbación a Marta y a Marcial porque no lo entenderían, y no lo entenderían porque no habían estado allí con él, en la parte de fuera del mostrador, oyendo a un subjefe de departamento explicar qué es el valor de cambio y el valor de uso, probablemente el secreto de la abeja reside en crear e impulsar en el cliente estímulos y sugestiones suficientes para que los valores de uso se eleven progresivamente en su estimación, paso al que seguirá en poco tiempo la subida de los valores de cambio, impuesta por la argucia del productor a un comprador al que le fueron retirando poco a poco, sutilmente, las defensas interiores que resultaban de la conciencia de su propia personalidad, esas que antes, si es que alguna vez existió un antes intacto, le proporcionaron, aunque fuera precariamente, una cierta posibilidad de resistencia y autodominio. La culpa de esta laboriosa y confusa explanación es toda de Cipriano Algor que, siendo lo que es, un simple alfarero sin carné de sociólogo ni preparación de economista, se ha atrevido, dentro de su rústica cabeza, a correr detrás de una idea, para acabar reconociéndose, como resultado de la falta de un vocabulario
adecuado y por las graves y patentes imprecisiones en la propiedad de los términos utilizados, incompetente para trasladarla a un lenguaje suficientemente científico que tal vez nos facilitara, por fin, comprender lo que él había querido decir en el suyo. Quedará para los recuerdos de Cipriano Algor este otro momento de desconcierto de vida y de desacierto en la comprensión de ella, cuando, habiendo ido un día al departamento de compras del Centro para hacer la más simple de las preguntas, de allí regresó con la más compleja y oscura de las respuestas, y tan tenebrosa y oscura era, que nada era más natural que perderse en los laberintos de su propio cerebro. Al menos queda salvada la intención. En su defensa Cipriano Algor siempre podrá alegar que hizo todo lo que estaba al alcance de su condición de alfarero para intentar desentrañar el sentido oculto de la sibilina frase del subjefe sonriente, y si incluso para él mismo era evidente que no lo había conseguido, al menos dejó bien claro a quien detrás viniese que, por el camino que él había tomado, no se llegaba a ninguna parte.
Estas cosas son para quien sabe, pensó Cipriano Algor, sin conseguir callar
su desasosiego interior. En todo caso, decimos nosotros, otros hicieron menos y presumieron de más”. (…)
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