lunes, 16 de enero de 2012

Cuentos que me apasionaron - Ernesto Sábato

HUSSEIN EL COJO Y AXUXA LA HERMOSA – ROBERTO ARLT

Flotaba en la sala de Abluciones una luz oscura y fresca. Allí se detuvo Hussein el Cojo. Junto a la fuente que bajo las constelaciones del artesonado desgranaba una orquídea de espuma.
Abstraído, miró un instante el copo que rebotaba en lo alto de la vara de agua; luego, con el ceño endurecido por un pensamiento cruel, levantó los ojos.
Sobre el lobulado arco de cedro de la entrada principal, veíase una panoplia de terciopelo, y en el terciopelo, bordado en oro, dos versículos del Corán:

Sin embargo, la hora está próxima,
vuelvo a decir que está próxima.
Otra vez vuelvo a decir que se te acerca,
que está próxima.

Tales palabras, por contener un presagio amenazante, intrigaban a los visitantes de Hussein. Cuando alguien insinuaba su curiosidad, el joven comerciante sonreía, pero sus ojos llameaban y cambiaba de conversación, porque él no era nativo de Dimisch esh Sham, sino que hacía varios años había abandonado el Magrebh.
No quedaba duda. Aquellos versículos estaban destinados a fortificar un propósito secreto, y todas las mañanas, Hussein, antes de salir de su finca para dirigirse al bazar, entraba a la sala y los leía.
Cumplido esa mañana el ritual, el joven se alejó por el jardín y entró al sendero que bajo los nogales conducía a la ciudad.
Era día de mercado.
Hasta lo azul del horizonte la tierra de los caminos estaba removida por el ganado. Pastores kurdos, embozados en sus mantos negros, empujaban los rebaños hacia la ciudad. También pasaban los beduinos de pies desnudos, encaramados en raídos camellos y blancos grupos de mujeres con el rostro cubierto. Iban a llorar al cementerio de Macabaret Bab es Saris, porque era martes.
Sin embargo, Hussein, mirándose pensativo la punta amarilla de sus babuchas, no reparaba en el tumulto, acrecentado a medida que se acercaba a las murallas de la ciudad. Cojeando, seguía tras de dos campesinas. Las mujeres, embozadas, cargaban a las espaldas esteras de carbón. Pero Hussein no las veía ni tampoco miraba al costado de las palmeras las ruedas de esclavas que le guiñaban los ojos y   le ofrecían quesos o ramos de rosas.
 El joven mercader estaba preocupado. Tenía la impresión que una mano misteriosa había lustrado el oro de los versículos en la sala de las abluciones, y que la advertencia que intrigaba a sus visitantes estaba próxima a cumplirse. Repitió:
-Sí, la hora debe estar próxima.
Justamente terminaba de pronunciar estas palabras bajo el arco rojo de la puerta de Bab el Amara, cuando una de las campesinas cargadas de carbón, que marchaba delante de él, se desplomé sobre las piedras, quedando como muerta.
Un camello que avanzaba a su encuentro se despatarró espantado. Trataba de meterse bajo los toldos verdes que protegían del sol a los puestos de los cambistas. Por fin, su conductor lo sosegó a crueles bastonazos, y Hussein pudo acercarse. También los granujas que se soleaban en la puerta de Bab el Amara acudieron como moscas a la miel.
La muchacha, caída de pecho al sol, con sus pantalones listados de franjas anaranjadas, el chaleco abotonado hasta la garganta y ajorcas de corales en las manos, era una campesina de El Ghuta.
Tendría trece años. Su madre, de rodillas en las piedras, con las piernas envueltas en pieles de cabra, le levantaba la cabeza aliviándola de la carga de carbón, liada con espadañas a la espalda. Los traficantes, en redor, graznaban como pájaros.
Evidentemente, las dos mujeres venían a comerciar al Suk el Tawil y la muchacha había caído agotada por la fatiga.
La madre terminó de quitarle la carga de carbón y el paño que le velaba el rostro. Los vendedores de miel, los encantadores de serpientes, los cambistas y limosneros negros de la Puerta descubrieron que la criatura desvanecida, a pesar de estar cubierta de tierra hasta el caracol de las orejas, era hermosa. Debía ser hija de árabe por la pureza de su perfil, la separación de los arcos de las cejas y la boca pequeña. El cabello, de tan renegrido, parecía de azul acero.
Que era hermosa lo comprendió el mercader desde el primer momento.
Semejante a un diamandista aquilatando una piedra preciosa, Hussein fijaba el brillo rutilante de sus ojos en la muchacha, al tiempo que se tomaba entre los largos dedos el mentón, la boca y las mejillas.
En tanto, la campesina rociaba el rostro de su hija con agua. Por fin, la muchacha abrió los párpados y miró en redor con despavoridos ojos verdes. Su pudor se reveló en el gesto de querer cubrirse el rostro.
Hussein no demoró más su determinación.
Apartando a los traficantes e indígenas, se acercó a la madre arrodillada en las guijas y la saludó ritualmente:
-Salam Alekum.
La campesina estaba tan aturdida por su desgracia, que no atinó a responderle.
El árabe no se inmutó. Arrojó una moneda de plata en el regazo de la mujer, y dijo:
-Soy Hussein, el Cojo, mercader en platos de cobre. Ven a verme al bazar con tu hija después del mercado. Me encontrarás en el Nahkasin.
La mujer del valle miró estupefacta al árabe y tomó la moneda. Hussein se iba, pero ella, atrapando la orla de la chilaba del mercader, la besó devotamente. Finalmente asintió, moviendo las alas de su campanudo sombrero de esterilla.
Hussein se fue cojeando como una garza herida. Cruzó la ojiva de Bab el Amara, durante un minuto se distinguió su turbante entre las cabezas de serpientes de los camellos y por encima de las grises orejas de los asnos, que se arremolinaban  en una neblina de oro.
La campesina, olvidada de su hija, se quedó mirando la moneda de plata, la mordió, y ya segura de su legitimidad, la ocultó en la alforja de su pecho. Luego, dirigiéndose a su hija, que sentada en la piedra recibía el sol en la cara con los ojos cerrados, le dijo:
-Tienes que ir a la Meca, Axuxa. Alá ha mirado hacia ti.
Sin esperar más, tomó de una mano a la muchacha, la ayudó a levantarse y, sin cuidarse del carbón derramado en el suelo, echaron a caminar hacia el alminar de la mezquita.
No esperarían a que terminara el mercado para ir en busca de Hussein el Cojo.


Salem, el eunuco que Hussein había heredado de su tío, estaba detenido de pie ante Axuxa, la muchacha, cruzada de piernas sobre una esterilla, con un punzón, trazaba dificultosamente letras árabes en una tabla cubierta de greda. Salem, como todos los eunucos, era inmenso, ventrudo. En su cara de luna se respingaba una nariz pequeña e insolente. A intervalos, olía un pomo. Axuxa, en cuclillas sobre la estera, apretaba los labios, esforzándose por dibujar los caracteres. Sin embargo, comprendió que el eunuco, harto de silencio, quería hablar y levantó sus ojos verdes hasta él. Salem, enfático, comenzó:
-Tu señor es la gloria de la tierra. Nunca terminarás de reverenciarle suficientemente. Cuando te recogió estabas arrojada en el camino como el asno de una tahona. El te enseñó a comer con cuchillo t tenedor, a bañarte, a camina, a danzar. Te ha convertido en una rosa de talones dorados. Cuando tus hermanos de leche te ven, creen estar en presencia de una hurí. Te ha elevado tanto sobre la gente de tu tribu como el faraón lo elevó a José. Y a propósito, dime quién era el faraón y quién era José.
Axuxa, atónita, se quedó mirando al eunuco. Ya no recordaba quién era el faraón y quién era José.
-¿No me comrendes?- El eunuco tomó de la mesa de mármol el Corán, y comenzó a leer: -“En el nombre de Dios, Clemente y Misericordioso. A. L. R. Ved los signos del libro manifiesto…”
Cojeando entro en la sala, Hussein. Axuxa se enderezó de un salto, corrió al encuentro del mercader y postrándose ante él le besó la orla de la chilaba. Hussein la tomó por los hombros, estrechó a la criatura contra su pecho y miró la tabla que le alcanzó el eunuco. Pero Axuxa, antes de que el mercader examinara su obra, dijo:
-Señor, no pretenderás que una muchacha de El Ghuta, que siempre cargó carbón, tenga la letra de un abdul.
Salem intervino:
-Sí, pero no sabías quién era José ni el faraón.
Prestamente replicó Axuxa:
-¿Sabes tú, acaso, cómo se embruja un mono?
El eunuco salió del paso:
-Es diferente.
Pero Axuxa no cedía tan fácilmente:
-¿Por qué me dijiste entonces que era una rosa de talones dorados?
Axuxa, lo que Salem quiso decirte es que eras como una rosa que no sabe quién es el faraón ni José.
Luego, Hussein le hizo una seña al eunuco y éste salió, enfático, con su Corán bajo el brazo.
Axuxa, estrechada contra el pecho de Hussein, le miró, dilatados los grandes ojos en devoción firmísima:
-Mi señor. Mi faraón.
Hussein le pasó la mano sobre el hombro, y caminando lentamente, entraron a la sala de las abluciones. En el mediodía, la luz oscura y fresca que flotaba allí aparecía ligeramente dorada en los rincones.
Hussein se dejó caer en un cojín, y abstraído miró un instante el copo de espuma que rebotaba en lo alto de la vara de agua, bajo las constelaciones que decoraban el artesonado. Axuxa, instintivamente, se sentó frente a él. Aquella pausa anticipaba algo. Hussein dijo lentamente:
Axuxa, tendremos que separarnos.
La muchacha de El Ghuta permaneció inmóvil como una estatua, pero un velo de mortal palidez bajó desde sus sienes a las mejillas. Sin parpadear, continuó mirando fijamente al mercader, y Hussein pudo ver que en su frente aparecían gotas de sudor.
Prosiguió:
-Tengo que ir muy lejos a cobrar una deuda de sangre. Es a un hombre que me ha hecho mucho daño.
La vida volvió al cuerpo de Axuxa. Replicó impetuosa
-¿Quieres que vaya y le clave un puñal?
Hussein sonrió con dulzura:
-Es un impío de lengua blanca y corazón negro.
Calló un instante, levantando los ojos hacia la panoplia de terciopelo negro, cuyos versículos bordados en oro brillaban sobre el lobudo arco de cedro de la entrada principal, y reveló la secreta llaga que le roía como un cáncer:
-Yo no nací cojo, Axuxa. Hasta los ocho años, mis piernas eran rectas como los colmillos de un elefante. Con mis padres vivía a la entrada de la escalera de Kobba de Sidi ver-Raisuli. Babá Azis era platero del palacio. Mis padres, deseosos de convertirme en un hombre de provecho, me pusieron de aprendiz en la tienda de este hombre.
-Señor: ¿aun vive?
-Sí, pero escucha. Un día que Babá fundía ajorcas de plata, yo, involuntariamente, empujé su brazo, y el metal se derramó fuera del molde, en los ladrillos del suelo. El platero, que era un hombre de genio colérico, en castigo de mi imprudencia me hizo apalear la plante de los pies con tal crueldad que, durante un mes no pude apoyarlos en el suelo. Cuando finalmente quise caminar, una pierna mía estaba encogida para siempre.
Los ojos de la muchacha de El Ghuta llameaban de furor,
-Mis padres no podían tomar justicia contra el platero, que gozaba del favor del sultán. Para hacerme olvidar de mi desgracia, me enviaron aquí, a lo de mi tío Abul. Yo le fui tan de provecho que éste, antes de morir, me instituyó en heredero de todos sus bienes. Y ésta es la hora en que, por gracia de Alá, puedo ir a su tienda de Suk El-Dajel para cobrarme el daño que me infirió en el cuerpo.
Axuxa murmuró:
-¡Oh, mi señor, si pudiera ayudarte!
Sombríamente prosiguió Hussein:
-Sidi Mahomet ha dicho: “Un día sus lenguas, sus manos y sus pies testimoniarán contra ellos. Alá dará a los versos el premio de sus méritos. Nadie es más exacto que él en sus cuentas”.
La mirada de Axuxa estaba preñada de luz fría. Su naricilla palpitaba ávidamente:
-¿Quieres que vaya a su tienda y le clave mi puñal en su garganta? ¡Sería tan fácil…!
Hussein, sin responderle, continuó desenroscando su pensamiento:
-Si Alá es tan exacto en sus cuentas, ¿cómo yo, que soy un simple mercader, puedo ser inexacto?
Axuxa, descorazonada, replicó:
-Entonces ¿no puedo ayudarte?
-Sí, Axuxa, puedes ayudarme. Lo que quería saber de ti es si el Clemente, el Misericordioso había dejado en tu corazón un grano de gratitud por los beneficios que te dispensé.
La muchacha de El Ghuta se puso de pie en un salto, mientras Hussein continuaba:
-Vendrás conmigo a Tánger y conocerás a mi enemigo.


Babá Aziz, el platero, había renunciado a la vestimenta indígena. En Tánger se le podía ver a través del escaparate de su platería, en el Zoco Chico, frente mismo a las ventanas del Club Español, embutido en un traje de paño inglés. Como distintivo, únicamente en la cabeza conservaba el fez rojo con una borla velluda.
Era un hombre vigoroso y seco, que no alcanzaba los cuarenta años. Ya no fundía plata: traficaba en piedras y alhajas. A pesar de su traje europeo, mantenía un harén, y todos los viernes concurría a la misma mezquita que el Jalifa, disfrazado con una fina chilaba y un airoso turbante.
Este era el hombre que había dejado cojo al niño Hussein.
De modo que aquella tarde, cuando Axuxa, revestida de un fino manto blanco que le llegaba a los talones, y un velo cayendo desde la mitad de su nariz hasta la barbilla, entró en la joyería de Babá acompañada del eunuco, que iba disfrazado de matrona, los ojos de Babá Azis relumbraron de codicia.
Axuxa, seguida de su matrona, se acercó al mostrador y habló en árabe:
Me han infoemado que eres un comerciante probo…
Babá Azisd la interrogó rápidamente:
-Sí, de Fez, pero he vivido mucho tiempo en la vecindad del Nafud.
-¿Qué puedo hacer por ti?
-Mi marido me ha repudiado.
-Que Alá ciegue mis ojos, pero tu marido es el hombre más torpe del Islam.
Axuxa sonrió:
-Tengo algunas joyas. Deseo que las tases para poder mercarlas con provecho.
-¿Dónde vives tú? Nunca te he visto antes de hoy.
-He puesto mi casa en Ez Zuaguin, junto al bazar de los sederos.
Probablemente Babá Azis se hubiera rehusado a visitar a la desconocida, pero al escuchar la dirección de Axuxa, que era a doscientos metros de su tienda, aceptó.
-¿Junto al bazar de los sederos?
-Frente a la fontana.
-¿No es la casa del judío Ben-Anzar?
-Tú lo has dicho.
-Iré esta noche después de cerrar mi tienda. Espero ahora a unos turistas.
Axuxa no sonrió. Babá Azis vio que la muchacha, bajo el velo, apretaba los labios y entornaba los ojos, y un arrebato creció en él:
-Tendrás que remunerarme por la tasación de tus alhajas.
-¿Cuál es tu precio?
-Una taza de té.
-Te prepararé el té con mis propias manos. ¿Lo prefieres verde o al modo de los cristianos?
Cortésmente, Babá Azis repuso:
-Prepáralo al modo de Nafud.
Babá Azis y Axuxa, simultáneamente, se llevaron la mano al corazón, a los labios y a la frente, y la muchacha de El Ghuta salió escoltada por su matrona.
Caía la tarde, y  el rectángulo del zoco se obscurecía y cruzaban los jumentos entre las mesillas de los cafés y comenzaban a relumbrar las ascuas en el fondo de las cuevas de los freidores de pescado.
Babá Azis, con la sien apoyada en la mano, pensaba en la jovencita de Nafud. ¿Y si se casara con ella? Una mujer más en su haren no gravaría excesivamente sus intereses. Por supuesto, ella no debía vivir holgadamente desde el momento que pensaba enajenar sus alhajas. Babá Azis se roía la uña del dedo gordo y miraba las joyas del escaparate. ¿Y si fuera una ladrona? Sonrió con ferocidad. No era inadmisible que le invitara a meterse en la casa del judío Ben-Anzar para obligarle a firmar una orden de entrega de sus tesoros a algún desconocido portador. Llamó a su dependiente Assan, y éste, narigudo, corcovado, salió de la perrera donde montaba piedras para su amo.
-Escúchame, Assan, y abre tus grandes orejas. ¿Me escuchas? –Assan asintió con la cabeza. –Si mañana recibes una carta mía, escrita por mi mano, ordenándote que entregues joyas o piedras al portador, sea éste un hombre o una mujer, ¡lo harás arrestar por un gendarme!
Assan miró asustado a su amo.
-No temas nada. Procede como te ordeno y haz que vengan en mi busca, porque el que traiga esa carta me habrá hecho secuestrar.
Los labios de Assan temblaban, y eso que no era la primera vez que recibía semejante orden de Babá, porque el mercader cada vez que tenía que visitar a un desconocido tomaba las mismas precauciones.
Assan volvió a meterse en su perrera, y Babá se restregó las manos satisfecho. Ahora podía ir tranquilo a casa de la desconocida. Como recomendó el Profeta, él había amarrado juiciosamente el camello a la estaca.
Anochecía. Entró a su dormitorio, y en obsequio a la desconocida comenzó a despojarse de su ropa europea para vestir la chilaba. Assan, después de poner los tableros en el escaparate, ayudó a su amo a arrollarse el turbante en redor de la cabeza.
A las nueve de la noche estaba frente a la casa del judío Ben-Anzar. Tumultos de indígenas y forasteros se encaminaban hacia el Zoco Grande; un tantán pesado como el tronar de un cañón, llegaba desde lejos, probablemente acompañaba a una novia en su marcha hacia la mezquita, y temblándole el corazón levantó el albadón de la baja y maciza puerta. El eunuco, disfrazado de matrona, abrió; Babá Azis entró a un patiecillo obscuro; súbitamente tuvo la sensación de una celada; quiso retroceder, pero una red de pescador cayó sobre su cabeza; intentó gritar, pero Salem le tapó la boca, y atrapado como un inmenso pez, se sintió llevado en brazos al interior de un cuarto. Axuxa, iluminándose con un farol morisco, cerró las puertas, y Babá, aterrorizado, a través de las mallas de la red, pudo ver a la luz del farol a un hombre inmóvil, de pie, apoyado de espaldas contra el muro encalado. El hombre del muro estaba cubierto hasta los ojos, pero su mirada fría era tan pesada y terca que Babá Azis sintió la emoción de un ahogo.
Hussein, sin apartarse una pulgada del muro encalado, y apoyando un brazo en el hombro de Axuxa, dijo:
-Babá Azis, estás aquí en el suelo, pescado como un pez. Eres un hombre cruel e impío. Como los malditos coreichitas, tu lengua dice siempre lo contrario de lo que siente tu corazón. Por el día vistes como los perros cristianos, por la noche como los ecuánimes creyentes, pero tú has olvidado que el Profeta ha escrito: “Un día sus lenguas, sus manos y sus pies testimoniarán contra ellos. Nadie es más exacto que yo en sus cuentas”.
Babá Azis, atemorizado, escuchaba sin comprender. ¿Qué infernal jeringoza era aquélla? Por fin, reaccionó, y levantando lastimosamente la cabeza del suelo, habló a través de los agujeros de su red.
-Estoy dispuesto a comprarte mi libertad. Déjame una mano libre y te escribiré la orden para mi dependiente.
Hussein continuó:
-Hay un proverbio que dice: “Pagarás la cabeza con la cabeza, el ojo con el ojo, el diente con el diente”. Babá Azis, tú tienes una deuda con el que todo lo ve y lo sabe.
Babá Azis comenzó a irritarse:
-¿Qué es lo que hablas tú, que no me muestras tu rostro ni tus intenciones? ¿Qué pretendes? ¿Mis piedras? ¿Mi oro? ¿Mi plata?... ¡Dime qué debo pagar, y te escribiré la orden!
Hussein el cojo sonrió con dulzura:
-¿Le ofrecerás, el día del juicio final, al ángel de la Muerte, tus joyas, tu oro o tu plata? No… ¿Por qué me la ofreces a mí? –Y, dirigiéndose a Salem, le dijo: -Trae el hacha y el tajo.
Babá Azis no resistió más; un sudor mortal mojó su cuerpo, y las paredes de la habitación, obscura y vacía, giraron en sus ojos. Luego entró en la noche.
Salem apareció con un hacha y un tajo de roble. Axuxa cerró los ojos y apoyó la cabeza en el pecho de Hussein, que la resguardó con su chilaba. Salem, enorme como una ballena, se inclinó sobre el platero desvanecido, sacó de la red un pie de éste, lo colocó sobre el tajo, a la altura del tobillo, levantó el hacha y la dejó caer… Babá Azis lanzó un grito  terrible y volvió a desmayarse. El pie, separado de su pierna, fue a rodar hasta las babuchas de Hussein. Inmediatamente el eunuco aplicó un emplasto de hierbas sobre el sangrante muñón del mercader, envolvió el miembro mutilado en una faja de algodón, cogió el pie caído en el polvo, lo echó a una alforja, y los tres salieron.
Al día siguiente desde el Tánger a Rabbat, desde Ceuta a Melilla, los hombres, en los caminos, en las tiendas, en los zocos, en los bazares; las mujeres en los cementerios y en los harenes, todos se preguntaban:
-¿Quién se llevó el pie de Babá?
Mas si Babá Azis, que sobrevivió al cruel castigo, un mes después hubiera podido llegar hasta Dimisch esh Sham y entrar a la finca de Hussein el cojo, hubiera descubierto que en el dormitorio del mercader, sobre la cabecera de su lecho, había una panoplia de terciopelo negro. En la panoplia, más encogido que la garra de una fiera, estaba clavado el pie.
Hussein y Axuxa vivieron muchos años felices, y Alá les bendijo, concediéndoles numerosa prole.




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