miércoles, 18 de enero de 2012

El maniquí - Blasco Ibañez

  
Nueve años habían transcurrido desde que Luis Santurce se separó de su mujer. Después la había visto envuelta en sedas y tules en el fondo de elegante carruaje pasando ante él como un relámpago de belleza o la había adivinado desde el paraíso del Real, allá abajo, en un palco, rodeada de señores que se disputaban el murmurar algo a su oído para hacer gala de una intimidad sonriente.
Estos encuentros removían en él todo el sedimento de la pasada ira: había huído siempre de su mujer como enfermo que teme el recrudecimiento de sus dolencias, y, sin embargo, ahora iba a su encuentro, a verla y hablarle en aquel hotel de la Castellana, cuyo lujo insolente era el testimonio de su deshonra.
Los rudos movimientos del coche de alquiler parecían hacer saltar los recuerdos del pasado de todos los rincones de su memoria. Aquella vida que no quería recordar iba desarrollándose ante sus ojos cerrados: su luna de miel de empleado modesto, casado con una mujer bonita y educada, hija de una familia venida a menos; la felicidad de aquel pri­mer año de pobreza endulzada por el cariño; después las protestas de Enriqueta revolviéndose contra la estrechez, el sordo disgusto al oírse llamar hermosa por todos y verse humildemente vestida; los disgustos surgiendo por el más leve motivo; las reyertas a medianoche en la al­coba conyugal; las sospechas royendo poco a poco la confianza del marido, y de repente el ascenso inesperado, el bienestar material colán­dose por las puertas; primero, tímidamente, como evitando el escánda­lo; después, con insolente ostentación, como creyendo entrar en un mundo de ciegos, hasta que, por fin, Luis tuvo la prueba indudable de su desgracia. Se avergonzaba al recordar su debilidad. No era un co­barde, estaba seguro de ello, pero le faltaba voluntad o la amaba dema­siado, y por esto, cuando tras un vergonzoso espionaje se convenció de su deshonra, sólo supo levantar la crispada mano sobre aquella hermosa cara de muñeca pálida, y acabó por no descargar el golpe. Sólo tuvo fuerzas para arrojarla de la casa y llorar como un niño abandonado apenas cerró la puerta.
Después, la soledad completa, la monotonía del aislamiento, inte­rrumpida por noticias que le hacían daño. Su mujer viajaba por el cen­tro de Europa como una princesa: un millonario la había lanzado; aquélla era su verdadera existencia, para aquello había nacido. Todo un invierno llamó la atención en París; los periódicos hablaban de la hermosa española; sus triunfos en las playas de moda eran ruidosos; se buscaba como un honor arruinarse por ella, y varios duelos y ciertos rumores de suicidio formaban en torno de su nombre un ambiente de leyenda. Después de tres años de correría triunfal, volvió a Madrid, acrecentada su hermosura por el extraño encanto del cosmopolitismo. Ahora la protegía el más rico negociante de España, y en su espléndido hotel reinaba sobre una corte sólo de hombres; ministros, banqueros, políticos influyentes, personajes de todas clases que buscaban su son­risa como la mejor de las condecoraciones.
Tan grande era su poder, que hasta Luis creía sentirlo en torno de su persona, viendo que se sucedían las situaciones políticas sin que le tocasen en su empleo. El miedo a combatir por el sostenimiento de la vida le hacía aceptar aquella situación, en la que adivinaba la mano oculta de Enriqueta. Solo y condenado a trabajar para vivir, sentía, sin embargo, la vergüenza del miserable que tiene como único mérito ser esposo de una mujer hermosa. Todo su valor consistía en huir cuando la encontraba a su paso, insolente y triunfadora en su deshonra: huir perseguido por aquellos ojos que se fijaban en él con sorpresa, perdien­do su altivez de mujer codiciada.
Un día recibió la visita de un cura viejo y de aspecto tímido; el mismo que ahora iba sentado junto a él en el coche. Era el confesor de su mujer. ¡ Bien había sabido escogerlo!: un señor bondadoso, de cortos alcances. Cuando dijo quién le enviaba, Luis no pudo contenerse. ¡Va­liente tal!, y soltó redondo el insulto. Pero imperturbable el buen viejo, como quien trae aprendido el discurso y lo teme olvidar si tarda en soltarlo, le habló de Magdalena pecadora; del Señor, que siendo quien era la había perdonado, y pasando al estilo llano y natural, contó la transformación sufrida por Enriqueta. Estaba enferma; apenas sí salía de su hotel: una enfermedad que roía sus entrañas, un cáncer al que había que domar con continuas inyecciones de morfina para que no la hiciera desfallecer y rugir de dolor con sus crueles arañazos. La desgra­cia le había hecho volver sus ojos a Dios; se arrepentía del pasado, quería verle...
Y él, el hombre cobarde, saltaba de gozo al oír esto, con la satis­facción del débil que se ve vengado. ¡Un cáncer! ... ¡El maldito lujo que se pudría dentro de ella, haciéndola morir en vida! Y siempre tan hermosa, ¿verdad? ¡Qué dulce venganza! ... No; no iría a verla. Era inútil que el cura buscase argumentos. Podía visitarle cuando quisiera y darle noticias de su mujer: aquello le alegraba mucho; ahora comprendía por qué los hombres son malos.
Desde entonces, el cura le visitaba casi todas las tardes para fumar unos cuantos cigarros hablando de Enriqueta, y alguna vez salían jun­tos, paseando por las afueras de Madrid, como antiguos amigos.
La enfermedad avanzaba rápidamente. Enriqueta estaba convenci­da de que iba a morir. Quería verle para implorar su perdón: así lo pedía con tono de niña caprichosa y enferma que exige un juguete. Hasta «el otro», el protector poderoso, dócil a pesar de su omnipoten­cia, le suplicaba al cura que llevase al hotel al marido de Enriqueta. El buen viejo hablaba con fervor de la conmovedora conversión de la señora, aunque confesando que el maldito lujo, perdición de tantas almas, todavía la dominaba. La enfermedad la tenía prisionera en su casa; pero en los momentos de calma, cuando el pícaro dolor no la hacía ir de un lado a otro como una loca, hojeaba catálogos y figurines de París, escribía a sus proveedores de allá y rara era la semana en que no llegaban cajones con las últimas novedades: trajes, sombreros y joyas que, después de contemplarlos y manosearlos un día en el cerrado dormitorio, caían en los rincones o se ocultaban para siempre en los armarios, como juguetes inútiles. Por todos estos caprichos pasaba el otro, con tal de ver a Enriqueta sonriente.
Estas continuas confidencias hacían penetrar lentamente a Luis en la vida de su mujer: seguía de lejos el curso de su enfermedad y no pasaba día sin que mentalmente se rozase con aquel ser, del que se había apartado para siempre.
Una tarde se presentó el cura con desusada energía. Aquella seño­ra estaba en las últimas, le llamaba a gritos; era un crimen negar el último consuelo a una moribunda, y él no lo consentía. Sentíase capaz de llevarle a viva fuerza. Luis, vencido por la voluntad del viejo, se dejó arrastrar y subió a un coche, insultándole mentalmente, pero sin fuerzas para retroceder... ¡Cobarde! ¡Cobarde como siempre!
En pos de la negra sotana atravesó el jardín del hotel que tantas veces, al pasar por el inmediato paseo, había espiado con miradas de odio... Y ahora nada: ni odio ni dolor: un vivo sentimiento de curiosi­dad, como el que entra en país desconocido paladeando anticipada­mente las maravillas que espera ver.
Dentro del hotel la misma impresión de curiosidad y asombro. ¡Ah miserable! ¡Cuántas veces en los ensueños de su voluntad impotente se había visto entrando en aquella casa como un marido de drama: el arma en la mano para matar a la esposa infiel, y destrozando después, como una fiera loca, los muebles costosos, los ricos cortinajes, las mullidas alfombras! Y ahora la blandura que sentía bajo sus pies, los bellos colores, las flores que le saludaban con su perfume desde los rincones, causábanle una embriaguez de eunuco, y sentía impulsos de tenderse en aquellos muebles; de tomar posesión, como si le pertenecieran, por ser de su mujer. Ahora comprendía lo que era la riqueza y con qué fuerza pesaba sobre sus esclavos. Estaba ya en el primer piso y ni siquiera había percibido, en la calma solemne del hotel, ninguno de esos detalles con que se revela la muerte al entrar en una casa.
Vio criados, tras cuya máscara impasible creyó percibir un gesto de curiosidad insolente: una doncella le saludó con enigmática sonrisa, que no se sabía si era de simpatía o de burla par el marido de la señora; creyó distinguir en una habitación inmediata un señor que se ocultaba (tal vez era el otro), y aturdido por aquel mundo nuevo atravesó una puerta, empujado suavemente por su guía.
Estaba en el dormitorio de la señora: una habitación sumida en suave penumbra, que rasgaba una faja de sol, filtrándose por un balcón entreabierto.
En medio de este rayo de luz se hallaba una mujer erguida, esbel­ta, sonrosada, vestida con un hermoso traje de soirée, las nacaradas espaldas surgiendo de entre nubes de blondas, el pecho y la cabeza deslumbrantes con el centelleo de las joyas. Luis retrocedió asombrado, protestando contra la farsa. ¿Aquélla era la enferma? ¿Le habían llamado para insultarle?
-Luis..., Luis... -gimió tras él una voz débil, con entonación infan­til y suave que le recordaba el pasado, los mejores instantes de su vida.
Sus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, vieron en el fondo de la habitación algo monumental e imponente como un altar: una cama con gradas, y en la cual, bajo los ondulantes cortinajes, se incorporaba trabajosamente una figura blanca.
Entonces se fijó en la mujer inmóvil que parecía esperarle con su esbelta rigidez, y sus ojos de vaga mirada, como empañados por lágri­mas. Era un artístico maniquí que guardaba cierta semejanza con Enri­queta. Le servía para poder contemplar mejor aquellas novedades que continuamente recibía de París. Era el único actor de las representacio­nes de elegancia y riqueza que se daba a solas para remedio de su       en­fermedad.
-Luis..., Luis -volvió a gemir la vocecita desde el fondo de la ca­ma.
Tristemente fue Luis hacia ella para verse agarrado por unos bra­zos que le apretaron convulsivamente y sentir una boca ardorosa que buscaba la suya implorando perdón, al mismo tiempo que en una meji­lla recibía la tibia caricia de las lágrimas.
Di que me perdonas; dilo, Luis, y tal vez no muera.
Y el marido, que instintivamente intentaba repelerla, acabó por abandonarse entre aquellos brazos, repitiendo sin darse cuenta las mis­ma palabras cariñosas de los tiempos felices. Ante sus ojos, habituados a la oscuridad, iba marcándose con todos sus detalles el rostro de su mujer.
-Luis, Luis mío -decía ella sonriente en medio de las lágrimas-. ¿Cómo me encuentras? Ya no soy tan hermosa como en nuestros tiem­pos de felicidad..., cuando yo aún no era loca. Dime, ¡por Dios!, dime qué te parezco.
Su marido la miraba con asombro. Hermosa, siempre hermosa, con aquella belleza infantil e ingenua que tan temible la hacía. La muerte aún no estaba allí; únicamente, por entre el suave perfume de aquella carne soberana, de aquel lecho majestuoso, parecía deslizarse un vaho sutil y lejano de la materia muerta, algo que delataba la interior descomposición y que se mezclaba en sus besos.
Luis adivinó la presencia de alguien detrás de él. Un hombre esta­ba a pocos pasos, contemplándolos con expresión confusa, como atraí­do allí por un impulso superior a la voluntad que le avergonzaba. El marido de Enriqueta conocía, como media nación, la austera cara de aquel señor ya entrado en años, hombre de sanos principios, gran de­fensor de la moral pública.
-Dile que se vaya, Luis -gritó la enferma-. ¿Qué hace ahí ese hombre? Yo sólo te quiero a tí..., sólo quiero a mi marido. Perdóname... Fue el lujo, el maldito lujo; necesitaba dinero, mucho dinero; pero amar..., sólo a ti.
Enriqueta lloraba, mostrando su arrepentimiento, y aquel hombre lloraba también, débil y humilde ante el desprecio.
Luis, que tantas veces había pensado en él con arrebatos de cólera, y que al verle había sentido impulsos de arrojarse a su cuello, acabó por mirarle con simpatía y respeto. ¡También la amaba! Y la comunidad en el afecto, en ves de repelerlos, ligaba al marido y al otro con una sim­patía extraña.
-Que se vaya, que se vaya -repetía la enferma con una terquedad infantil. Y su marido miraba al hombre poderoso con expresión supli­cante, como si pidiera perdón para su mujer, que no sabía lo que decía.
-Vamos, doña Enriqueta -dijo desde el fondo de la habitación la voz del cura-. Piense usted en sí misma y en Dios; no incurra en el pecado de soberbia.
Los dos hombres, el marido y el protector, acabaron por sentarse junto al lecho de la enferma. El dolor la hacía rugir; había que darle frecuentes inyecciones y los dos acudían solícitos a su cuidado. Varias veces se tropezaron sus manos al incorporar a Enriqueta, y no las sepa­ró una repulsión instintiva; antes bien, se ayudaban con efusión frater­nal.
Luis encontraba cada vez más simpático a aquel buen señor, de trato tan llano, a pesar de sus millones, y que lloraba a su mujer más aún que él. Durante la noche, cuando la enferma descansaba bajo la acción de la morfina, los dos hombres, compenetrados por aquella velada de sufrimientos, conversaban en voz baja, sin que en sus pala­bras se notara el menor dejo de remoto odio. Eran como hermanos reconciliados por el dolor.
Al amanecer murió Enriqueta, repitiendo: «Perdón! ¡Perdón!» Pero su última mirada no fue para el marido. Aquel hermoso pájaro sin seso levantó el vuelo para siempre, acariciando con los ojos el maniquí de eterna sonrisa y mirada vidriosa: el ídolo del lujo que erguía cerca del balcón su cabeza hueca, sobre la cual, con infernal fulgor, cente­lleaban los brillantes, heridos por la azulada luz del alba.

 



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