jueves, 5 de enero de 2012

El burlado (2) - Jack London

Pidió ver a Makamuk y que trajeran un intérprete que conociera la lengua de la costa. 
—¡Oh, Makamuk! —le dijo—. Yo no estoy destinado a morir. Soy un gran hombre y sería una locura que muriera. En verdad debo seguir viviendo. Yo no soy como esta carroña —miró el bulto gimiente que había sido el Gran Iván y le rozó despectivamente con la punta de su mocasín—. Yo sé demasiado para morir. Mira que poseo una gran medicina. Yo sólo sé el secreto. Y como no voy a morir, cambiaré la medicina contigo. 
—¿Qué medicina es esa? —preguntó Makamuk. 
—Es una medicina muy extraña. 
Subienkow fingió debatir consigo mismo unos momentos, como si íntimamente se 
resistiera a compartir su secreto. 
—Te lo diré. Si aplicas un poco de esta medicina a tu piel, ésta se vuelve tan dura como la piedra, tan dura como el hierro, de modo que ni el arma más afilada puede cortarla. El filo más agudo, el golpe más fiero, resultan vanos contra ella. Esa medicina torna el cuchillo de hueso en un pedazo de barro y mella el filo de los cuchillos de acero que nosotros os hemos dado a conocer. ¿Qué me darás a cambio de mi secreto? 
—Te daré la vida —respondió Makamuk a través del intérprete. Subienkow rió 
despectivamente—. Y serás esclavo en mi casa hasta tu muerte. 
El polaco rió con desprecio aún mayor. 
—Ordena que me desaten las manos y los pies y hablaremos —dijo. 
El jefe de la tribu dio la señal. Cuando se vio libre, Subienkow lió un cigarro y lo encendió. 
—Esto es absurdo —dijo Makamuk—. No existe tal medicina. No puede ser. Nada 
puede resistir al filo del cuchillo —Makamuk no lo creía... y, sin embargo, dudaba. Los ladrones de pieles habían llevado a cabo ante sus ojos demasiados milagros. No podía desoír sus palabras totalmente—. Te daré tu vida y no serás mi esclavo —anunció. 
—Quiero más que eso —Subienkow se mostraba tan sereno como si regateara por una piel de zorro—. Es una medicina milagrosa. Me ha salvado la vida en muchas ocasiones. Quiero un trineo con perros, y que seis de tus cazadores viajen conmigo río abajo hasta que me encuentre a una jornada de distancia del fuerte Michaelovski. 
—Tienes que quedarte entre nosotros y enseñarnos todas tus artes —fue la respuesta. 
Subienkow se encogió de hombros y guardó silencio. Exhaló el humo de su cigarrillo en el aire helado y miró con curiosidad lo que quedaba del gran cosaco. 
—Mira esa cicatriz —dijo Makamuk de pronto, señalando el cuello del polaco, 
donde un trazo lívido delataba la cuchillada recibida una vez en una escaramuza de Kamchatka—. Tu medicina no sirve de nada. El filo de hierro fue más fuerte que ella. 
—El hombre que me hirió era muy fuerte —Subienkow meditó—. Más fuerte que tú, más fuerte que el más fuerte de tus cazadores, más fuerte que él. De nuevo rozó con la punta del mocasín el cuerpo del cosaco. Había perdido el sentido, ofrecía un espectáculo estremecedor y, sin embargo, la vida seguía aferrada a su cuerpo torturado por el dolor, y se resistía a abandonarlo. 
—Además, la medicina era débil. En ese lugar no crecían las bayas necesarias. En cambio, vosotros las tenéis en abundancia. Mi medicina aquí será fuerte. 
—Te dejaré ir río abajo —dijo Makamuk—, y te daré el trineo y los perros y los seis cazadores que has pedido para que te acompañen hasta que te halles a salvo. 
—Tardaste en decidirte —fue la fría respuesta—. Has ofendido a mi medicina al no aceptar inmediatamente mis condiciones. Ahora pido más. Quiero cien pieles de castor —Makamuk hizo una mueca irónica—. Quiero también cien libras de pescado seco —Makamuk asintió porque el pescado allí era abundante y barato—. Quiero dos trineos, uno para mí y otro para transportar las pieles y el pescado. Y quiero que me devuelvas mi rifle. Si no aceptas en pocos minutos, el precio subirá más. 
Yakaga susurró algo al oído del jefe. 
—¿Cómo sabré que tu medicina obra el milagro que dices? —preguntó Makamuk. 
—Eso será fácil. Primero iré al bosque... 
Yakaga volvió a susurrar al oído de Makamuk, que negó con gesto de recelo. 
—Manda a veinte cazadores conmigo —continuó Subienkow—. Tengo que recoger las bayas y las raíces con que fabricar la medicina. Cuando hayas traído a mi presencia los dos trineos y los hayan cargado con el pescado y las pieles de castor y el rifle, y cuando hayas seleccionado a los seis cazadores que han de acompañarme, cuando todo esté listo me frotaré el cuello con la medicina y pondré la cabeza sobre ese tronco. Entonces ordenarás al más fuerte de tus cazadores que aseste tres hachazos sobre mi cuello. Tú mismo puedes hacerlo, si así lo deseas. 
Makamuk permaneció en pie con la boca entreabierta, empapándose en aquella última y más portentosa de las maravillas de los ladrones de pieles. —Pero primero —añadió apresuradamente el polaco—, entre hachazo y hachazo has de permitirme que me aplique la medicina. El hacha es fuerte y pesada y no puedo arriesgarme a cometer un error. 
—Todo lo que has pedido será tuyo —dijo Makamuk, apresurándose a aceptar—Comienza a preparar tu medicina. 
Subienkow ocultó como pudo su alegría. Era aquella una partida desesperada y no podía permitirse el menor desliz. Habló con arrogancia. 
—Has sido lento. Mi medicina se ha ofendido. Para enmendar la ofensa habrás de 
darme a tu hija. 
Señaló a la muchacha, una criatura de expresión maligna, con una nube en un ojo y afilados dientes de lobo. Makamuk se enfureció, pero el polaco seguía imperturbable. Lió y encendió otro cigarro. 
—Date prisa —le amenazó—. Si no te decides enseguida, pediré más. 
En el silencio que siguió, la tenebrosa escena nórdica se esfumó ante sus ojos, y vio una vez más su tierra natal, y Francia, y en un momento que miraba a la muchacha de dientes de lobo recordó a otra muchacha, una bailarina y cantante que había conocido cuando, muy joven, había ido por primera vez a París. 
—¿Para qué quieres a la muchacha? —le preguntó Makamuk. 
—Para que me acompañe en mi viaje —Subienkow la estudió con ojo crítico—. Será una buena esposa y constituirá un honor digno de mi medicina emparentar con una mujer de tu sangre. 
De nuevo recordó a la bailarina y tarareó en voz alta una canción que ella le había enseñado. Revivía su pasado, pero de un modo impersonal, lejano, mirando las imágenes de su juventud como si se trataran de fotografías impresas en el libro de la vida de otra persona. La voz del jefe rompió abruptamente el silencio sacándole de su abstracción. 
—Así se hará —dijo Makamuk—. La muchacha irá contigo. Pero quedamos de acuerdo en que seré yo quien descargue los tres hachazos sobre tu cuello. 
—Pero recuerda que antes de cada uno de ellos habré de aplicarme la medicina —contestó Subienkow, poniendo una ligera nota de ansiedad en la pregunta. 
—Te aplicarás la medicina antes de cada hachazo. Aquí están los cazadores que se encargarán de impedir tu huida. Ve al bosque y recoge lo que necesites para tu medicina. 
La fingida rapacidad del polaco había convencido a Makamuk. Sólo la más maravillosa de las medicinas podía impulsar a un hombre amenazado de muerte a regatear como una anciana. 
—Además —susurró Yakaga cuando el polaco hubo desaparecido entre los abetos, acompañado de su escolta—, cuando tengas el secreto de la medicina puedes matarle. 
—¿Cómo podré matarle? —respondió Makamuk—. Su medicina me impedirá hacerlo. 
Subienkow no perdió mucho tiempo mientras reunía los ingredientes para su pócima. Seleccionó todo lo que le vino a las manos: agujas de abeto, cortezas de sauce, un trozo de corteza de abedul y unas bayas que hizo extraer de la tierra a los cazadores después de limpiar el terreno de nieve. Recogió por último unas cuantas raíces heladas y regresó al campamento. 
Makamuk y Yakaga le observaban en cuclillas a sus espaldas, anotando mentalmente qué ingredientes añadía a la olla de agua hirviendo y en qué cantidades. 
—Hay que tener cuidado de poner las bayas primero —explicó—. Me olvidaba. Falta una cosa. El dedo de un hombre. Déjame, Yakaga, que te corte un dedo. Pero Yakaga ocultó la mano y frunció el ceño. 
—Sólo el dedo índice —rogó Subienkow. —Yakaga, dale el dedo —ordenó Makamuk. 
—Ahí tiene todos los dedos que quiera —gruñó Yakaga, señalando el montón informe de cadáveres torturados que se apilaba sobre la nieve. 
—Tiene que ser el dedo de un hombre vivo —objetó el polaco. 
—Tendrás el dedo de un hombre vivo —Yakaga se acercó al cosaco y le cortó un dedo—. Aún no ha muerto —anunció, arrojando el trofeo sangriento a los pies del polaco—. Además es un buen dedo, porque es muy grande. 
Subienkow lo arrojó directamente al fuego y comenzó a cantar. Era una canción de amor francesa la que, con gran solemnidad, cantaba a la poción. —Sin esta fórmula, la medicina no valdría para nada —explicó—. Son estas palabras lo que le dan su fuerza. Mira, ya está lista. 
—Di las palabras despacio, para que pueda aprenderlas —ordenó Makamuk. 
—Te las diré después de la prueba. Cuando el hacha caiga tres veces sobre mi 
cuello te comunicaré la fórmula secreta. 
—Pero, ¿y si la medicina no sirve? —preguntó ansioso Makamuk. 
Subienkow se volvió hacia él enfurecido. —Mi medicina siempre es buena. Y si no lo es, haz conmigo lo que hiciste con los otros. Despedázame como has hecho con él —dijo señalando al cosaco—. La medicina ya se ha enfriado. Me la aplicaré en el cuello con otra fórmula mágica. 
Y mientras se frotaba el cuello con aquella mixtura entonó gravemente una estrofa de La Marsellesa. Un alarido vino a interrumpir la comedia. El cosaco gigante, obedeciendo al último impulso de su vitalidad monstruosa, se había puesto de rodillas. Y cuando el Gran Iván, un momento después, comenzó a arrastrarse a espasmos sobre la nieve, los mulatos acogieron el hecho con carcajadas, gritos de sorpresa y aplausos. Subienkow sintió náuseas ante aquel espectáculo, pero supo dominarse y fingir enojo. 
—Así no se puede hacer nada —dijo—. Acaba con él y luego haremos la prueba. Tú, Yakaga, encárgate de que cesen esos ruidos. Mientras Yakaga obedecía, Subienkow se volvió hacia Makamuk. 
—Y recuérdalo, el hachazo tiene que ser muy fuerte. No se trata de un juego de niños. Dale un par de tajos a ese tronco, para que pueda ver que manejas el hacha como un hombre. 
Makamuk obedeció y asestó al tronco dos hachazos precisos y vigorosos que arrancaron una gran astilla de madera. 
—Muy bien —Subienkow miró en torno suyo al círculo de rostros salvajes que parecían simbolizar la muralla de brutalidad que le había rodeado desde aquel día lejano en que la policía del zar le había arrestado en Varsovia—. Toma tu hacha, Makamuk, y ponte de pie aquí. Yo me echaré sobre el tronco. Cuando levante la mano asesta el golpe. Hazlo con toda tu fuerza, y ten cuidado de que nadie se ponga detrás de ti. La medicina es buena y el hacha puede rebotar en mi cuello y saltar de tus manos. Miró los dos trineos con los perros enganchados y cargados de pieles y pescado. Sobre las pieles de castor yacía su rifle, y junto a los trineos esperaban los seis cazadores que iban a constituir su guardia. 
—¿Dónde está la muchacha? —preguntó el polaco—. Que la lleven junto a los trineos antes de que dé comienzo la prueba. Cuando hubieron satisfecho su deseo, Subienkow se echó en la nieve y puso la cabeza sobre el tronco, como un niño fatigado que se dispone a dormir. Había vivido tantos años y tan terribles, que de verdad estaba cansado. 
—Me río de ti y de tu fuerza, Makamuk —dijo—. Pega y pega fuerte. Levantó la mano. Makamuk blandió el hacha, una segura de las que utilizaban los indios para cortar troncos. El acero hendió como un rayo el aire helado, se detuvo una fracción de segundo a la altura de su cabeza y descendió después sobre el cuello desnudo de Subienkow. Carne y hueso cortó la hoja limpiamente, abriendo después una profunda hendidura en el tronco. Los salvajes, asombrados, vieron caer la cabeza a una yarda de distancia del tronco ensangrentado. Se hizo un profundo silencio, durante el cual, poco a poco, se fue abriendo camino en las mentes de aquellos salvajes la idea de que no existía tal medicina. El ladrón de pieles les había engañado. De todos los prisioneros, sólo él había escapado de la tortura. En eso había consistido su jugada. De pronto se levantó una oleada de risotadas. Makamuk agachó la cabeza avergonzado. El ladrón de pieles le había burlado. Le había ridiculizado ante los ojos de todos. 
Mientras los salvajes continuaban riendo a carcajadas, Makamuk se volvió y se alejó con la cabeza agachada. Sabía que desde aquel día ya no sería Makamuk. 
Sería el burlado. La fama de su vergüenza le seguiría hasta la muerte, y cuando las tribus se reunieran en primavera para la pesca del salmón, o en el verano para traficar, junto a las hogueras de los campamentos se referiría la historia de cómo el ladrón de pieles había muerto una muerte digna a manos del burlado. 
¿Quién fue el burlado?, oía preguntar en su imaginación a un jovenzuelo insolente. El burlado, le responderían, fue aquél a quien llamaban Makamuk antes de que cortara la cabeza al ladrón de pieles. 


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