miércoles, 18 de enero de 2012

El ogro - Blasco Ibañez

       
En todo el barrio del Pacifico era conocido aquel endiablado carretero, que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de su tralla.
Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía habían contribuido a formar su mala reputación... ¡Hombre más atroz y mal hablado! ... ¡Y luego dicen los periódicos que la Policia detiene por blasfemos!
Pepe el carretero hacia méritos diariamente, según algunos veci­nos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ar­diendo, como en los mejores tiempos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres ve­nerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más sucias expresiones. En fin: ¡un horror!; y lo más censurable era que, al encararse con sus tozudos animales, azuzándolos con blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio acu­dian para escucharle por perversa intención, regodeándose ante la               fe­cundidad inagotable del maestro.
Los vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta de maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.
Acudían al del piso principal, un viejo avaro que había alquilado la cochera a Pepe, no encontrando mejor inquilino.
-No hagan ustedes caso -contestaba-. Consideren que es un carre­tero, y que para este oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene mala lengua, eso sí; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.
A la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.
-No lo crean ustedes -decía, riendo, la pobre mujer-, no sufro nada de él. ¡Criatura más buena! Tiene su geniecillo; pero, ¡ay hija!, Dios nos libre del agua mansa... Es de oro; alguna copita para tomar fuerzas; pero nada de ser como otros, que se pasan el día como estacas frente al mostrador de la taberna. No se queda ni un céntimo de lo que gana, y eso que no tenemos familia, que es lo que más le gustaría.
Pero la pobre mujer no lograba convencer a nadie de la bondad de su Pepe. Bastaba verle. ¡Vaya una cara! En presidio las había mejores. Era nervudo, cuadrado, velloso como una fiera, la cara cobriza, con rudas protuberancias y profundos surcos, los ojos sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de cerdas, que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupase el lugar del cerebro.
A nada concedía respeto. Trataba de reverendos a los machos que le ayudaban a ganar el pan, y cuando en los ratos de descanso se sentaba a la puerta de la cochera, deletreaba penosamente, con vozarrón que se oía hasta en los últimos pisos, sus periódicos favoritos, los papeles más abominables que se publicaban en Madrid y que algunas señoras miraban desde arriba con el mismo tenor que si fuesen máquinas ex­plosivas.
Aquel hombre que ansiaba cataclismos y que soñaba con la gorda, pero muy gorda, vivía, por ironía, en el barrio del Pacífico.
La más leve cuestión de su mujer con las criadas le ponía fuera de sí, y abriendo el saco de las amenazas prometía subir para degollar a todos los vecinos y pegar fuego a la casa; cuatro gotas que cayesen en su patio desde las galenas bastaban para que de su boca infecta saliese la triste procesión de santos profanados, con acompañamiento de horri­pilantes profecías, para el día en que las cosas fuesen rectas y los po­bres subiesen encima, ocupando el lugar que les corresponde.
Pero su odio sólo se limitaba a los mayores, a los que le temían, pues si algún muchacho de la vecindad pasaba por cerca de él, acogíalo con una sonrisa semejante al bostezo del ogro y extendiendo su mano callosa, pretendía acariciarle.
Como se había propuesto no dejar en paz a nadie en la casa, hasta se metía con la pobre loca, una gata vagabunda que ejercía la rapiña en todas las habitaciones, pero cuyas correrías toleraban los vecinos por­que con ella no quedaba rata viva.
Parió aquella bohemia de blanco y sedoso pelaje, y, obligada a fi­jar domicilio para tranquilidad de su prole, escogió el patio del ogro, burlándose, tal vez, del terrible personaje.
Habia que oír al carretero. ¿Era su patio algún corral para que viniesen a emporcarlo con sus crías los animales de la vecindad? De un momento a otro iba a enfadarse, y si él se enfadaba de veras. ¡pum! , de la primera patada iba la Loca y sus cachorros a estrellarse en la pared de enfrente.
Pero mientras el ogro tomaba fuerzas para dar su terrible patada y la anunciaba a gritos cien veces al día, la pobre felina seguia tranquila­mente en un rincón, formando un revoltijo de pelos rojos y negros, en el que brillaban los ojos con lívida fosforescencia, y coreando irónica­mente las amenazas del carretero: «¡Miau! ¡ Miau!»
Bonito verano era aquél. Trabajo, poco, y un calor de infierno, que irritaba el mal humor de Pepe y hacía hervir en su interior la caldera de las maldiciones, que se escapaban a borbotones por su boca.
La gente de posibles estaba allá lejos, en sus Biarritzes y San Se­bastianes, remojándose los pellejos, mientras él se tostaba en su coche­rón. ¡Lástima que el mar no se saliera, para tragarse tanto parásito! No quedaba gente en Madrid y escaseaba el trabajo. Dos días sin engan­char el carro. Si esto seguía así, tendría que comerse con patatas a sus reverendos, a no ser que echase mano a sus aves de corral, que era el nombre que daba a la Loca y a sus hijuelos.
Fue en agosto, cuando a las once de la mañana tuvo que bajar a la estación del Mediodía para cargar unos muebles.
-~Vaya una hora! Ni una nube en el cielo y un sol que sacaba chis­pas de las paredes y parecía reblandecer las losas de la aceras.
-Arre, valientes! ... ¿Qué quieres tú, Loca?. Y mientras arreaba sus machos, alejaba con el pie a la blanca gata, que maullaba dolorosamente, intentando meterse bajo las medas.
-Pero ¿qué quieres, maldita?... ¡Atrás, que te va a reventar una rueda!. Y como quien hace una obra de caridad, largó al animal tan furio­so latigazo, que lo dejó arrollado en un rincón, gimiendo de dolor.
Buena hora para trabajar. No podía mirarse a parte alguna sin sentir irritación en los ojos; la tierra quemaba; el viento ardía, como si todo Madrid estuviese en llamas; el polvo parecía incendiarse; paralizábanse lengua y garganta, y las moscas, locas de calor, revoloteaban por los labios del carretero o se pegaban al jadeante hocico de los animales en busca de frescura.
El ogro estaba cada vez más irritado, conforme descendia la ardorosa cuesta, y mientras mascullaba sus palabrotas, animaba con el láti­go a dos machos, que caminaban desfallecidos, con la cabeza baja, casi rozando el suelo.
¡Maldito sol! Era el pillo mayor de la creación. Este si que merecía le arreglasen las cuentas el día de la gorda como enemigo de los pobres. En invierno mucho ocultarse, para que el jornalero tenga los miembros torpes y no sepa dónde están sus manos, para que caiga del andamio o le pille el carro bajo las medas. Y ahora, en verano, ¡eche usted rumbo! Fuego y más fuego, para que los pobres que se quedan en Madrid mueran como pollos en asador. ¡Hipocritón! De seguro que no molestaba tanto a los que se divertían en las playas elegantes de moda.
Y recordando a tres segadores andaluces muertos de asfixia, según había leído en uno de los papeles, intentaba en vano mirar de frente al sol y lo amenazaba con el puño cerrado. ¡Asesino! ... ¡Reaccionario! ¡Lástima que no estés más bajo el dia de la gorda!
Cuando llegó al depósito de mercancias, detúvose un momento a descansar. Se quitó la gorra, enjugóse el sudor con las manos, y puesto a la sombra contempló todo el camino que acababa de atravesar. Aque­llo ardía. Y pensaba con terror en el regreso, cuesta arriba, jadeante, con el sol a plomo sobre la cabeza y arreando sin parar a las caballerías, abrumadas por el calor. No era grande la distancia de allí a su casa; pero aunque le dijeran que en la cochera le esperaba el mismo nuncio, no iba. ¡Qué había de ir! ... Aun haciéndole bueno que con tal viajecito venía la gorda, lo pensaría antes de decidirse a subir la cuesta con aquel calor.
-¡Vaya! Menos historias, y a trabajar.
Y levantó la tapa del gran capazo de esparto atado a los varales del carro, buscando su provisión de cuerdas. Pero su mano tropezó con unas cosas sedosas que se removian y sintió al mismo tiempo débiles arañazos en su callosa piel.
Los dedos gruesos hicieron presa y salió a luz, cogido del pescue­zo, un cachorro blanco, con las patas extendidas, el rabo enroscado por los estremecimientos del miedo y lanzando su triste ñau, ñau, como quien pide misericordia.
La Loca, no contenta en convertir su patio en corral, se apoderaba del carro y metia la prole en el capazo para resguardarla del sol. ¿No era aquello abusar de la paciencia de un hombre?... Se acabó todo. Y abarcando en sus manazas a los cinco gatitos los arrojó en montón a sus pies. Iba a aplastarlos a patadas; lo juraba, ¡voto a esto y lo de más allá! Iba a hacer una tortilla de gatos.
Y mientras soltaba sus juramentos sacaba de la faja su pañuelo de hierbas, lo extendía, colocaba sobre él aquel montón de pelos y maulli­dos, y, atando las cuatro puntas, echó a andar con el envoltorio, aban­donando el carro.
Se lanzó a correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja, jadeante y echándose a pecho la cuesta que minutos antes no quería subir, aunque se lo mandase el nuncio.
Algo terrible preparaba. La voluptuosidad del mal, era, sin duda, lo que le daba fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la cresta de un desmonte aplastar su carga de gatos. Pero se dirigió a su casa, y en la puerta le recibió la Loca con cabriolas de gozo, oliscando el hinchado pañuelo, que se estremecía con palpitaciones de vida.
-Toma, perdida -dijo, jadeante por el calor y el cansancio de la ca­rrera-, aquí tienes tus granujas. Por esta vez, pase; te lo perdono, por­que eres un animal y no sabes cómo las gasta Pepe el carretero. Pero otra vez..., ¡hum!, a la otra...
Y no pudiendo decir más palabras sin intercalar juramentos, el ogro volvió la espalda y fué corriendo en busca de su carro, otra vez cuesta abajo, echando demonios contra aquel sol enemigo de los pobres. Pero aunque el calor aumentaba, parecíale al pobre ogro que algo le había refrescado interiormente.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Datos personales