miércoles, 18 de enero de 2012

Golpe doble - Vicente Blasco Ibañez

  
Al abrir la puerta de su barraca encontró Sento un papel en el ojo de la cerradura.
Era un anónimo destilando amenazas. Le pedían cuarenta duros, y debía dejarlos aquella noche en el horno que tenía frente a su barraca.
Toda la huerta estaba aterrada por aquellos bandidos. Si alguien se negaba a obedecer tales demandas, sus campos aparecían talados, las cosechas perdidas, y hasta podía despertar a medianoche sin tiempo apenas para huir de la techumbre de paja que se venía abajo entre lla­mas y asfixiando con su humo nauseabundo.
Gafarró, que era el mejor mozo mejor plantado de la huerta de Ruzafa, juró descubrirlos, y se pasaba las noches emboscado en los cañares, rondando por las sendas, con la escopeta al brazo; pero una mañana lo encontraron en una acequia, con el vientre acribillado y la cabeza deshecha..., y adivina quién te dió.
Hasta los papeles de Valencia hablaban de lo que sucedía en la huerta, donde, al anochecer, se cerraban las barracas y reinaba un páni­co egoísta, buscando cada cual su salvación, olvidando al vecino. Y a todo esto, el tío Batiste, el alcalde de aquel distrito de la huerta, echan­do rayos por la boca cada vez que las autoridades, que le respetaban como potencia electoral, hablábanle del asunto, y asegurando que él y su fiel alguacil, el Sigró, se bastaban para acabar aquella calamidad.
A pesar de esto, Sento no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué? No quería oír en balde baladronadas y mentiras.
Lo cierto era que le pedían cuarenta duros, y si no los dejaba en el homo, le quemarían su barraca, aquella barraca que miraba ya como un hijo próximo a perderse, con sus paredes de deslumbrante blancura, la montera de negra paja con crucecitas en los extremos, las ventanas azules, la pana sobre la puerta como verde celosía, por la que se filtra­ba el sol con palpitaciones de oro vivo; los macizos de geranios y dom­pedros orlando la vivienda, contenidos por una cerca de caña; y más allá de la vieja higuera, el horno de barro y ladrillos, redondo y achata­do como un hormiguero de Africa. Aquello era toda su fortuna, el nido que cobijaba a lo más amado: su mujer, los tres chiquillos, el par de viejo rocines, fieles compañeros en la diaria batalla por el pan, y la vaca blanca y sonrosada, que iba todas las mañanas por las calles de la ciudad despertando a la gente con su triste cencerro y dejándose sacar unos seis reales de sus ubres, siempre hinchadas.
¡Cuánto había tenido que arañar los cuatro terrones, que desde su bisabuelo venía regando toda la familia con sudor y sangre, para juntar el puñado de duros que en un puchero guardaba enterrados bajo la cama! ¡En seguida se dejaba arrancar cuarenta duros! ... Él era un hom­bre pacífico: toda la huerta podía responder por él. Ni riñas por el riego, ni visitas a la tabema, ni escopeta para echarla de majo. Trabajar mu­cho para su Pepeta y los tres mocosos era su única afición; pero ya que querían robarle sabría defenderse. ¡Cristo! En su calma de hombre bonachón despertaba la furia de los mercaderes árabes, que se dejan apalear por el beduino, pero se tornan leones cuando les tocan su ha­cienda.
Como se aproximaba la noche y nada tenía resuelto, fue a pedir consejo al viejo de la barraca inmediata: un carcamal que sólo servía para segar brozas en las sendas, pero de quien se decía que en la ju­ventud había puesto más de dos a pudrir tierra.
Le escuchó el viejo con los ojos fijos en el grueso cigarro que lia­ban sus manos temblorosas cubiertas de caspa. Hacía bien en no querer soltar el dinero. Que robasen en la carretera, como los hombres, cara a cara, exponiendo la piel. Setenta años tenía; pero podrían irle con cartitas. Vamos a ver: ¿Tenía agallas para defender lo suyo?
La firme tranquilidad del viejo contagiaba a Sento, que se sentía capaz de todo para defender el pan de sus hijos.
El viejo, con tanta solemnidad como si fuese una reliquia, sacó de detrás de la puerta la joya de la casa: una escopeta de pistón que pare­cía un trabuco, y cuya culata apolillada acarició devotamente.
La cargaría él, que entendía mejor a aquel amigo. Las tembloro­sas manos se rejuvenecían. ¡Allá va la pólvora! Todo un puñado. De una cuerda de esparto sacaba los tacos. Ahora, una ración de postas, cinco o seis; a granel los perdigones zorreros, metralla fina, y al final, un taco bien golpeado. Si la escopeta no reventaba con aquella indiges­tión de muerte, sería misericordia de Dios.
Aquella noche dijo Sento a su mujer que esperaba turno para re­gar, y toda la familia lo creyó, acostándose temprano.
Cuando salió, dejando bien cerrada la barraca, vió a la luz de las estrellas, bajo la higuera, al fuerte vejete ocupado en ponerle pistón al amigo.
Le daría a Sento la última lección para que no errase el golpe. Apuntar bien a la boca del horno y tener calma. Cuando se inclinasen buscando el gato en el interior..., ¡fuego! Era tan sencillo, que podía hacerlo un chico.
Sento, por consejo del maestro, se tendió entre dos macizos de ge­ranios, a la sombra de la barraca. La pesada escopeta descansaba en la cerca de cañas, apuntando fijamente a la boca del horno. No podía perderse el tiro. Serenidad y darle al gatillo a tiempo. ¡Adiós, mucha­cho! A él le gustaban mucho aquellas cosas; pero tenía nietos, y, ade­más, estos asuntos los arregla mejor uno solo.
Se alejó el viejo cautelosamente, como hombre acostumbrado a rondar la huerta, esperando un enemigo en cada senda.
Sento creyó que quedaba solo en el mundo, que en toda la inmen­sa vega, estremecida por la brisa, no había más seres vivientes que él y aquellos que iban a llegar. ¡Ojalá no viniesen! Sonaba el cañón de la escopeta al rozar sobre la horquilla de las cañas. No era frío, era miedo. ¿Qué diría el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban la barraca, y al pensar que tras aquella pared de barro dormían Pepeta y los chiquitines, sin otra defensa que sus brazos, y en los que querían robar, el pobre hombre se sintió otra vez fiera.
Vibró el espacio, como si lejos, muy lejos, hablase desde lo alto la voz de un chantre. Era la campana del Miguelete. Las nueve. Oíase el chirrido de un carro rodando por un camino lejano. Ladraban los pe­rros, transmitiendo su fiebre de aullidos de corral en corral, y el rac rac de las ranas en la vecina acequia interrumpíase con los chapuzones de los sapos y las ratas que saltaban de las orillas por entre las cañas.
Sento contaba las horas que iban sonando en el Miguelete. Era lo único que le hacía salir de la somnolencia y el entorpecimiento en que le sumía la inmovilidad de la espera. ¡Las once! ¿No vendrían ya? ¿Les habría tocado Dios en el corazón?
Las ranas callaron repentinamente. Por la senda avanzaban dos cosas oscuras que a Sento le parecieron dos perros enormes. Se irguie­ron: eran hombres que avanzaban encorvados, casi de rodillas.
-Ya están ahí -murmuró, y sus mandíbulas temblaron.
Los dos hombres volvíanse a todos lados, como temiendo una sor­presa. Fueron al cañar, registrándolo; acercáronse después a la puerta de la barraca, pegando el oído a la cerradura, y en estas maniobras pasaron dos veces por cerca de Sento, sin que éste pudiera conocerlos. Iban embozados en mantas, por bajo de las cuales asomaban las esco­petas.
Esto aumentó el valor de Sento. Serían los mismos que asesinaron a Gafarró. Había que matar para salvar la vida.
Ya iban hacia el horno. Uno de ellos se inclinó metiendo las ma­nos en la boca y colándose ante la apuntada escopeta. Magnífico tiro. Pero ¿y el otro, que quedaba libre?
El pobre Sento comenzó a sentir las angustias del miedo, a sentir en la frente un sudor frío. Matando a uno, quedaba desarmado ante el otro. Si los dejaba ir sin encontrar nada, se vengarían quemándole la barraca.
Pero el que estaba al acecho se cansó de la torpeza de su compañe­ro y fue a ayudarle en la busca. Los dos formaban una oscura masa, obstruyendo la boca del horno. Aquélla era la ocasión. ¡Alma, Sento! ¡Aprieta el gatillo!...
El trueno conmovió toda la huerta, despertando una tempestad de gritos y ladridos. Sento vio un abanico de chispas, sintió quemaduras en la cara, la escopeta se le fue y agitó las manos para convencerse de que estaban enteras. De seguro que el amigo había reventado.
No vio nada en el homo; habrían huído, y cuando él iba a escapar también, se abrió la puerta de la barraca y salió Pepeta en enaguas, con un candil. La había despertado el trabucazo y salió impulsada por el miedo, temiendo por su marido, que estaba fuera de casa.
La roja luz del candil, con sus azorados movimientos, llegó hasta la boca del horno.
Allí estaban dos hombres en el suelo, uno sobre otro, cruzados, confundidos, formando un solo cuerpo, como si un clavo invisible los uniese por la cintura, soldándolos con sangre.
No había errado el tiro. El golpe de la vieja escopeta había sido doble.
Y cuando Sento y Pepeta, con aterrada curiosidad, alumbraron los cadáveres para verles mejor las caras, retrocedieron con exclamaciones de asombro.
Eran el tío Batiste, el alcalde, y su alguacil, el Sigró.
La huerta quedaba sin autoridad, pero tranquila.

 



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