La mansión del vizconde del siglo
XVIII había sido transformada en un club del siglo XX. Y era agradable, después
de cenar en la gran estancia con columnas y candelabros, bajo el esplendor de
la luz, salir a la terraza que daba al parque. Los árboles eran frondosos, y si
hubiera habido luna se hubiesen podido ver las banderolas de color rosa y crema
puestas en los castaños. Pero era una noche sin luna; muy cálida, tras un
hermoso día de verano.
Los
invitados del señor y la señora Ivimey tomaban café y fumaban en la terraza.
Como si quisieran aliviarles de la necesidad de hablar, como si quisieran
entretenerles sin que tuvieran que hacer esfuerzo alguno por su parte, haces de
luz recorrían el cielo. Corrían tiempos de paz entonces; las fuerzas aéreas
hacían prácticas; buscaban aviones enemigos en el cielo. Después de detenerse
para examinar un punto sospechoso, la luz giró, como las aspas de un molino, o
bien como las antenas de un prodigioso insecto, y reveló aquí un cadavérico
muro de piedra; allá un castaño en flor; y de repente la luz incidió
directamente en la terraza, y, durante un segundo, brilló un disco blanco, que
quizá fuera el espejo dentro del bolso de una señora.
-¡Miren!
-exclamó la señora Ivimey.
La
luz se fue. Volvieron a quedar en la oscuridad.
La
señora Ivimey añadió:
-¡Nunca
adivinarán lo que esto me ha hecho ver!
Como
es natural, intentaron adivinarlo.
-No,
no, no -protestaba la señora Ivimey. Nadie pudo adivinarlo. Sólo ella lo sabía;
y sólo ella podía saberlo, debido a que era la biznieta del hombre en cuestión.
Y este hombre le había contado la historia. ¿Qué historia? Si ellos querían,
intentaría contársela. Quedaba aún tiempo, antes de que el teatro comenzara.
-Pero,
realmente, no sé cómo empezar -dijo la señora Ivimey-. ¿Fue en 1820...? Este
año debía correr, más o menos, cuando mi bisabuelo era un muchacho. Ya no soy
joven -no, pero era muy hermosa y de buen porte- y mi bisabuelo era un hombre
muy viejo, cuando yo me encontraba en la niñez, que fue cuando me contó la
historia. Era un viejo muy apuesto, con su mata de cabello blanco y sus ojos
azules. De muchacho tuvo que ser muy guapo. Pero extraño. Lo cual no deja de
ser lógico -explicó la señora Ivimey- teniendo en cuenta la manera en que
vivían. Se apellidaban Comber. Habían venido a menos. Habían sido hidalgos;
habían tenido tierras en Yorkshire. Pero, cuando mi bisabuelo era joven, casi
un muchacho, sólo quedaba la torre. La casa había desaparecido, y sólo quedaba
una casucha de campesinos en medio de los campos. La vimos hace diez años, sí,
la visitamos. Tuvimos que dejar el automóvil y cruzar los campos a pie. No hay
camino hasta la casa. Está aislada, y la hierba crece hasta la misma puerta...
Había gallinas picoteando, entrando y saliendo de los cuartos. Todo estaba
ruinoso. Recuerdo que, de repente, de la torre cayó una piedra. -Hizo una
pausa-. Allí vivían -prosiguió- el viejo, la mujer y el muchacho. La mujer no
era la esposa del viejo, ni la madre del muchacho. Era, simplemente, una
doméstica, una muchacha que el viejo se llevó a vivir con él cuando enviudó.
Esto quizá fuera una razón más para que nadie los visitara, una razón más que
explica que todo fuera quedando en estado ruinoso. Pero recuerdo el escudo de
armas sobre la puerta; y los libros, libros viejos, cubiertos de moho. En los
libros aprendió cuanto sabía. Leía y leía, me dijo, libros viejos, con mapas
plegados entre las páginas. Los subió a lo alto de la torre; todavía se
conserva la cuerda, y los peldaños rotos. Todavía hay una silla desfondada,
junto a la ventana, y la ventana abierta, batiendo, con los vidrios rotos, y un
panorama de millas y millas de páramo.
Hizo
una pausa, como si se encontrara en lo alto de la torre, mirando por la ventana
que batía.
-Pero
no pudimos -dijo- encontrar el telescopio.
En
el comedor, a sus espaldas, el sonido de platos entrechocando aumentó. Pero la
señora Ivimey, en la terraza, parecía intrigada por no haber podido encontrar
el telescopio en la vieja casa.
-¿Y
por qué buscabas un telescopio? -le preguntó alguien.
Riendo,
la señora Ivimey repuso:
-¿Por
qué? Pues porque si no hubiera habido un telescopio, yo no estaría ahora
sentada aquí.
Y
ciertamente ahora estaba sentada allí, mujer de media edad y buen porte, con
algo azul sobre los hombros.
Volvió
a hablar.
-Tuvo
que ser allí, porque me contó que todas las noches, cuando los viejos ya se
habían acostado, se sentaba ante la ventana, para mirar las estrellas con el
telescopio. Júpiter, Aldebarán, Casiopeya.
Agitó
la mano hacia las estrellas que comenzaban a aparecer sobre las copas de los
árboles. La noche se estaba oscureciendo. Y el foco parecía más luminoso,
barriendo el cielo, deteniéndose aquí y allá para contemplar las estrellas.
-Y
allí estaban -prosiguió- las estrellas. Y se preguntó, mi bisabuelo, aquel
muchacho: ¿Qué son? ¿Para qué están? ¿Quién soy yo? Como solemos hacer cuando
estamos solos, sin nadie con quien hablar, mirando las estrellas.
Guardó
silencio. Todos miraron las estrellas que estaban surgiendo de la oscuridad,
encima de los árboles. Las estrellas parecían muy permanentes, muy inmutables.
El rugido de Londres se alejó. Cien años parecían nada. Tenían la impresión de
que el muchacho contemplaba las estrellas con ellos. Tenían la impresión de
estar con él, en la torre, mirando las estrellas, encima de los páramos.
Entonces
una voz a sus espaldas dijo:
-Efectivamente.
Viernes.
Todos
se volvieron, rebulleron, se sintieron situados de nuevo en la terraza.
La
señora Ivimey murmuró:
-Sí,
pero no había nadie que pudiera decírselo a él.
La
pareja se levantó y se fue.
-Estaba
solo -prosiguió la señora Ivimey-. Era un hermoso día de verano. Un día de
junio. Uno de esos días de verano perfectos, en que todo, en el calor, parece
estarse quieto. Estaban las gallinas picoteando en el patio de la casa de campo;
el viejo caballo pateando en el establo; el viejo dormitando junto al vaso. La
mujer fregando platos en la cocina. Quizá de la torre cayó una piedra. Parecía
que el día nunca fuera a terminar. Y el muchacho no tenía a nadie con quién
hablar, y nada, absolutamente nada que hacer. El mundo entero se extendía ante
él. El páramo subía y bajaba; el cielo se unía al páramo; verde y azul, verde y
azul, para siempre, eternamente.
En
la penumbra, podían ver que la señora Ivimey se apoyaba en la baranda, con la barbilla
en las manos, como si contemplara el páramo desde lo alto de una torre.
-Nada,
salvo páramo y cielo, páramo y cielo, siempre, siempre -murmuró.
Entonces
la señora Ivimey efectuó un movimiento como si colocara algo en la debida
posición.
-Pero,
¿qué aspecto tenía la tierra, vista a través del telescopio? -preguntó.
Efectuó
otro rápido y leve movimiento con los dedos, como si diera la vuelta a algo.
-Lo
enfocó -dijo-. Lo enfocó hacia la tierra. Lo enfocó en la oscura masa de un
bosque, en el horizonte. Lo enfocó de manera que pudiera ver... cada árbol...
cada árbol aisladamente... y los pájaros... alzándose y descendiendo... y la
columna de humo... allá... entre los árboles... Y después... más bajo... más
bajo... (la señora Ivimey bajó la vista)... allí había una casa... una casa
entre los árboles... una casa de campo... se veían los ladrillos por separado,
cada uno de ellos... y los toneles a uno y otro lado de la puerta... con flores
azules, rosadas, hortensias quizá... -Hizo una pausa... -Y entonces de la casa
salió una muchacha... que llevaba algo azul en la cabeza... y se quedó allí...
dando de comer a los pájaros... palomas... que acudían revoloteando a su
alrededor... Y entonces... mira... Un hombre... ¡Un hombre! Apareció por la
esquina de la casa. ¡Cogió a la muchacha en sus brazos! Se besaron... se
besaron.
La
señora Ivimey abrió los brazos y los cerró como si estuviera besando a alguien.
-Era
la primera vez que el muchacho veía a un hombre besar a una mujer -a través del
telescopio-, a millas y millas de distancia, en el páramo.
Alejó
de sí algo, probablemente el telescopio. Y quedó sentada, con la espalda muy
erguida.
-Y
el muchacho bajó corriendo la escalera. Corrió a través de los campos. Corrió
por senderos, por la carretera, a través del bosque. Corriendo recorrió millas
y millas, y en el preciso instante en que las estrellas comenzaban a aparecer
sobre los árboles, llegó a la casa... cubierto de polvo, chorreando sudor...
Se
calló como si estuviera viendo al muchacho.
-Y
entonces, y entonces... ¿qué hizo? ¿Qué dijo? ¿Y la chica...? -así apremiaron
los presentes a la señora Ivimey.
Un
haz de luz quedó proyectado sobre la señora Ivimey, como si alguien hubiera
enfocado sobre ella la lente de un telescopio (eran las fuerzas aéreas,
buscando aviones enemigos). Se había puesto en pie. Llevaba algo azul en la
cabeza. Había alzado una mano como si estuviera ante una puerta, pasmada.
-Bueno,
la muchacha... Era... -dudó, como si se dispusiera a decir "era yo".
Pero recordó; y se corrigió.
-Era
mi bisabuela -dijo.
Se
volvió en busca de su echarpe. Se encontraba en una silla, detrás de ella.
-Pero,
¿y el otro hombre? ¿El hombre que salió de la esquina? -le preguntaron.
-¿Aquel
hombre? Oh, aquel hombre -murmuró la señora Ivimey, interrumpiéndose un instante
para modificar la posición del echarpe (el foco había abandonado la terraza)-
supongo que desapareció.
-La
luz -añadió mientras cogía sus cosas- sólo incide aquí y allá.
El
foco acababa de pasar. Ahora daba en el llano terreno de Buckingham Palace. Y había
llegado el momento de ir al teatro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario