miércoles, 25 de enero de 2012

LA VERDAD SOBRE EL TRANSBORDADOR COLUMBIA - Roberto Fontanarrosa

Hoy, a casi tres años de aquel maravilloso día del 24 de octubre de 1981, llego a la conclusión de que debo contar toda la verdad sobre lo sucedido. No creo, al hacerlo, que transgreda ninguna norma de seguridad ni tampoco que revele secreto importante alguno.
Habrá sí, lo sé, quien sienta, tal vez, en parte menoscabado ese acendrado orgullo nacional que tenemos los americanos desde el instante mismo en que de pequeños vimos en nuestros textos colegiales esa maravillosa lámina que muestra a George Washington cruzando el Potomac, de pie sobre la inestable horizontalidad de aquella barca, envuelto, en un capote y sin atisbo de mareo ni náusea en su rostro altivo.
Pero pienso que no yo, sino todos los norteamericanos guardamos una deuda de gratitud con alguien hasta hoy anónimo y olvidado. Y se trata de una deuda que, de no mediar mi determinación de escribir este artículo, quedaría por siempre sin saldar.
No habría alcanzado a dormir ni media hora cuando Meck Sanduway llamó a mi puerta. Debían haber sido las tres de la tarde cuando caí derrumbado sobre mi litera confiado en que el cansancio y el ronroneo confortable del aire acondicionado colaborarían a que me durmiese de inmediato. Sin embargo, los nervios y el desgaste físico tironeaban compulsivamente de los músculos de mis piernas y me sorprendía a mí mismo pegando puntapiés contra la cucheta de arriba, por fortuna desocupada desde la noche en que Nat Pallukah se cayó de ella ante la excitación que le produjo el estar a punto de completar unas palabras cruzadas.
A pesar de mi desasosiego físico, anímicamente me invadía una inmensa tranquilidad. Por fin, luego de tres larguísimos e infernales meses, había quedado listo, terminado, completo, sellado y aprobado, el Proyecto Opalo. Y allí nomás, a escasos tres kilómetros de nuestras barracas, esperaba, calmo y deslumbrante bajo el sol calcinante del desierto de Najove, el transbordador Columbia.
No era gratuito mi desvelo. El meticuloso plan de trabajo pergeñado por mi grupo de ingenieros a través de cuatro años, había sufrido una demora de casi seis meses. Y todo aquel que haya estado asignado a un proyecto espacial sabe bien del enorme costo adicional en dólares que representa la más mínima demora, el obstáculo más pequeño.
Lo cierto es que se nos había atascado el sistema de gasificación de ozono y no había poder humano que lo pusiera en sus trece. Por lo tanto, los dos carretes centrales que alimentaban la inyección de parafina comprimida a la primera (y más grande) de las toberas, no tenían autoridad alguna para impulsar los propergoles sólidos del segundo sistema. En principio supuse que todo radicaba en la baja potencia de las cargas de hidracina y etanol, lo que me costó que William Congreve me arrojara por dos veces el mismo doughnout a la cara. Finalmente Congreve me convenció, con ayuda de Sato Saigo, de revisar totalmente los vectores del difusor de entrada en relación con la expansión de energía térmica en el primer sistema. Así lo hicimos durante casi un mes, enterrados día y noche en un silo subterráneo. Salvo un pequeño error (que detectó Saigo) en un componente del logaritmo neperiano de R y que en nada modificaba el detestable comportamiento de la gasificación del ozono, no hallamos en nuestra búsqueda las claves de la falla.
Dos meses después, a mi juicio el problema residía en el encendido de la segunda sección (lo que traería aparejado un desfasaje en el perigeo).
Para el danés Odgen había una fuga no computada a partir de un desequilibrio en el variómetro. Según Congreve, la cosa podía estar circunscripta en el radiador de uranio. Y Max Althoughter se hallaba empecinado en que todo consistía en que la propulsión de una fase no puede medirse por la reacción si la fuerza de empuje se mide por la intensidad que el caudal específico de eyección de gases desplaza a la energía cinética perdida por unidad de tiempo. Debo confesar que nunca entendí la seducción que ejercía sobre Althoughter la unidad de tiempo.
Muy a pesar nuestro, admitimos que debía pedirse ayuda. Hablamos con Woollie Pat Sullivan (director general del proyecto) y concluimos que debíamos dejar de lado nuestro orgullo y entender que el éxito del Proyecto Opalo era una causa de interés nacional y así lo entenderían, también, los científicos consultados. Por otra parte, el presidente Ronald Reagan ya había hablado un par de veces por teléfono con Sullivan preguntando por la salud del "nene", nombre clave que se le había conferido al transbordador.
Se habló, entonces, con gente de la Convair y Martin, de la Chrysler, de la Pratt y Whitney, de la Boeing y de la Thiokol. La mayoría de las compañías había licenciado a su personal dado que se iniciaba la temporada de la trucha. Por último, la Lockheed trajo alivio a nuestra inquietud: nos remitirían a Bernard Pseberg Lindon, artífice de la misión Viking, padre de las sondas Mariner y amigo cercano de un ingeniero que había sido verdadero cerebro gris del proyecto Skylab.
Pseberg debió ser rastreado por toda Europa Central ya que, para ese entonces, se hallaba visitando a un primo suyo que nada tenía que ver con los proyectos espaciales, pero que había contribuido grandemente a las comunicaciones humanas mediante la codificación de sombras chinescas sobre paredes.
Aún pienso que la Lockheed aceptó ayudarnos para cabalgar sobre la cresta de la ola de nuestro posible triunfo, y algo así debió pensar también Pseberg, para acceder a volar hasta nuestra ratonera de White Sands.
Debo admitir que la llegada de Pseberg apresuró la solución. Enérgico hasta la crueldad, de una actividad rayana en el fanatismo y con un método analítico más cercano a la pianola que al matemático, Pseberg nos puso frente a la solución del problema en sólo 25 días de trabajo: había que liberar los gases del ozono a través de las toberas de la tercera fase, pero sin contactarlos con los propergoles sólidos del segundo sistema. Y si éstos entraban en pérdida o desprotegían la dirección giroscópica, bastaba con inyectar una mayor proporción de flúor en la masa molar.
El árbol nos había impedido ver el bosque.
El 22 de octubre de 1981 se realizó la prueba final y todo anduvo a la perfección. De allí en más se completaron algunos detalles menores, se chequeó por milésima vez el encendido y todo quedó listo para el tan demorado momento del despegue definitivo. Fue cuando ante una sugerencia de Silvie Mortimer, quien me vio revolviendo el café con la visera de mi gorra, marché en procura de un reparador descanso. Y fue cuando, media hora después de revolverme en la cama como un poseso, Meck Sanduway llamó a mi puerta.
—La tobera del segundo sistema se atascó —me disparó Sanduway apenas le hube abierto la puerta. Sentí como si millones de pequeños alfileres se clavasen en mi cuerpo. Las piernas se me aflojaron y de no mediar el apresurado sostén de Meck me hubiese destrozado la cabeza contra el piso.
—¿Se lo has dicho a alguien? —atiné a preguntarle apenas pude recuperar el dominio de mis cuerdas vocales.
—No —me tranquilizó Meck, con esa austeridad de vocabulario que hace tan rústicos a los hombres del bajo Tennessee.
Para el lector que no conozca los entretelones de un proyecto interespacial, informo que una tobera no tiene actividades intermedias: o funciona o no funciona. No se admiten en una tobera ni falsos encendidos ni ronquidos, ni carrasperas, como tampoco producción a "media máquina".
"Cinthya", la tobera del segundo sistema estaba bajo mi completa responsabilidad y ahora, a sólo 14 horas del lanzamiento del Columbia, se había empacado como un asno. Era un problema tres veces más complejo que el anterior suscitado con la gasificación del ozono. Y el problema de la gasificación del ozono nos había demorado durante medio año.
—Vuelve al centro de cómputos —recomendé a Meck—.Y no digas a nadie nada de esto.
Tomé el casco, salté sobre un jeep, y abandoné las barracas rumbo al transbordador. Afortunadamente a esa hora, cuando el sol era un soplete sobre la arena, sólo me crucé con algunos operarios menores.
Los ingenieros y científicos se habían refugiado en sus habitaciones disfrutando de hallarse, por fin, en vísperas de la cuenta regresiva. En tanto ascendía mediante el ascensor interno hacia las vísceras del Columbia, pensaba en qué palabras emplearía para comunicar a nuestro jefe Woollie Pat Sullivan, el nuevo drama que se había desatado. Lo recordaba, un año atrás, masticando, transpuesto de odio, una minicalculadora Sharp ante la noticia de la quemadura de una bujía de su coche. Además, debería ser yo, en persona, quien explicara al presidente Reagan, el flamante e incalculable retraso del Proyecto Opalo. Y yo conocía bien al presidente. Por mucho menos que eso lo había visto hacer cosas terribles con los indios, largo tiempo atrás, en el cine de Tollucah, mi ciudad natal.
Cuando llegué al compartimento que hacía las veces de antesala, sólo encontré a un empleado de mantenimiento, quien se había refugiado en la tranquilidad de esa sección para apurar su emparedado de tocino y maní. Le ordené, perentoriamente, que se fuera. El hombre, sin decir palabra, envolvió su merienda y se alejó.
Con el alma en un hilo, oprimí el encendido de "Cinthya". Me respondió un silencio funerario. Repetí la acción cinco o seis veces. Ni un chasquido. Nada. "Cinthya" estaba muerta, fría y yerta. Me dejé caer, vencido, sobre el piso de metal. Entonces me encontré, de nuevo, con la mirada del empleado de mantenimiento. No se había ido. Estaba sentado sobre el sistema de apertura de compuertas externas, junto a la salida que no había transpuesto, masticando con poco entusiasmo su comida, observándome con expresión indiferente.
En aquel momento, con ese pudor lógico de todo científico egresado de Denver, deseé que aquel desconocido confundiese mis lágrimas con posibles gotas de transpiración. Lo que iba a ser difícil de explicarle eran mis berridos animaloides y los puñetazos que propinaba contra el blindaje de las mamparas. Con la tobera de la sección superior atascada, el soñado despegue del transbordador Columbia en 1981 era utópico.
La preminencia de la carrera espacial volvería a manos de los comunistas y podía decirse que el mundo libre estaría al borde de la destrucción, el holocausto atómico y ¿por qué no? la contaminación de los ríos.
Controlar, chequear y verificar todas y cada una de las 573.829 piezas mecánicas y electrónicas encerradas en aquella cúpula cilíndrica de 38 metros de largo por 11,07 de ancho que constituía la médula energética del Columbia podía insumir de uno a dos quinquenios de planes galácticos. Reagan no lo soportaría.
Dentro de mi desesperación vi que el operario, sin dejar de comer, adelantaba un par de veces el mentón hacia mí, en mudo interrogante.
—¿No le dije que se fuera? —le grité, desde el suelo, furioso. Frunció el entrecejo y volvió a avanzar su mentón, inquisidor. Comprendí que no entendía bien el idioma.
—¿No habla inglés? —le pregunté, más enojado aún.
—Sí, sí —dijo. Se puso de pie, tiró desaprensivamente los restos del sandwich en un rincón y limpió con energía las palmas de sus manos golpeándolas contra los fundillos de su pantalón en tanto se me acercaba. Sin dejar de hurguetearse los dientes con la punta de la lengua y el reborde de los labios, me tomó de un brazo y me ayudó a ponerme de pie. Allí pude leer, entonces, el nombre de aquel sujeto moreno y bajo, en el solapero que lo identificaba: "Artemio Pablo Sosa". Un hispanoparlante.
—Hablo inglés —me explicó—. Pero si me habla muy rápido. . . —se quedó en silencio mirando fijamente hacia un punto ubicado en las cercanías de mi hombro derecho y yo pensé que buscaba palabras para completar la frase. Chasqueó los labios y escupió un residuo de carne.
—¿Qué pasa, maestro? —preguntó luego.                       
—¿Qué es usted?—me interesé—. ¿Mejicano?
—Argentino —me dijo. Yo apoyé mi empapada espalda contra una mampara y meneé la cabeza con desaliento.      
—La tobera —señalé con gesto vago, baja la vista.
—¿Qué pasa? ¿Qué tiene la tobera?
Oscilé mis manos, con las palmas hacia abajo, a la altura de mi cintura.
—Reventó —sólo atiné a decir—. Fin.
—¿No camina? —dijo el hombre. Estuve tentado de explicarle, pero me frenó el ridículo de enredarme en una charla técnica con un auxiliar electricista que no sólo no detentaba cargo relevante alguno, sino que ni siquiera era sajón. Por otra parte ya el desprolijo personaje me había dado la espalda y, mientras se rascaba los dorsales lentamente con el pulgar de la mano derecha, atisbaba hacia lo alto de la tobera a través del triple cristal atérmico que nos separaba de ella, sobre la consola de mandos.
Sosa volvió hacia mí. Ahora se estiraba hacia abajo, impudorosamente,  la tela que le recubría la entrepierna.
—¿Está abierto? —señaló a sus espaldas la puerta que accedía a la tobera. Asentí con la cabeza. Pero no volvió hacia allí. Caminó hasta donde había estado sentado y comenzó a revolver en un bolso de trabajo abandonado junto a los restos de su merienda. Sacó una manzana y entonces sí, pasó de nuevo junto a mí, hacia la puerta de entrada a la tobera.
Yo permanecí quieto en el mismo lugar, como vacío de hálito vital, pensando tan sólo en el sombrío futuro que acechaba a mis hijos, en el hipotético caso de que llegase a tenerlos.
Habrían pasado seis minutos cuando apareció de nuevo el argentino.
—¿Tiene un alambre? —me preguntó. Sacudí la cabeza, negando.
—Me parece que yo. . . —masculló—. Algo me queda. . .
Fue hasta su bolso, revolvió en él y sacó un trozo de alambre de unos veinte centímetros. Mientras procuraba enderezarlo (había estado plegado en secciones de unos seis centímetros) me miró y enarcó las cejas.
—Vamos a ver, dijo un ciego —informó, serio. Pasó de nuevo frente a mí y se metió en la tobera. Por quince minutos sólo lo escuché silbar una música extraña. Yo, en tanto, sopesaba la posibilidad de salir al exterior de la nave, ganar la superficie de una de sus cortas alas y de allí lanzarme de cabeza a la pista, distante lo suficiente como para hacer estallar una bóveda craneana.
Apareció de nuevo el argentino: se estaba frotando las manos con un trapo.
—A ver, maestro —me dijo.
—¿Qué?
—Préndala —me indicó, señalando con un movimiento de cabeza hacia la tobera.
Ahora sí, lo miré como comprendiendo que se trataba de un ser viviente quien me hablaba.
—Préndala. Dele —insistió, mientras volvía hacia su bolso y metía el trapo en su interior. Caminé cuatro lentos y arrastrados pasos hacia el encendido, apoyé un dedo sobre el botón y giré mis ojos para mirar al argentino, compasivamente. Apreté el botón y se escuchó un ronroneo suave y parejo primero, y luego un rugido saludable. Casi estrello mi cara contra el triple cristal en procura de ver desde más cerca lo que no podía creer. ¡Aquella maldita tobera funcionaba! Me di vuelta, incrédulo, hacia ese sudamericano providencial. El hombre había corrido el cierre relámpago de su bolso, había metido éste bajo su brazo izquierdo y miraba hacia el techo, prestando atención al sonido trepidante de "Cinthya".
—No —pareció contradecirse—. Va andar bien. Luego, sí, se dirigió a mí:
—Le va aguantar bastante. Por lo menos para sacarlo del paso. Eso sí. . .                       —advirtió— . . . capaz que de aquí a un par de años le tenga que pegar una revisada. Pero. . . por ahora. . . —pareció conformarse.
Se tocó luego la ceja derecha en un remedo de desmañado saludo militar, cabeceó para despedirse, abrió la compuerta neumática que daba a la escalera externa y se fue. Yo, en tanto, escuchaba a mis espaldas el dulce canto de "Cinthya", funcionando.
Al día siguiente, el transbordador Columbia, tras corta cabalgata sobre su avión-madre, salió disparado hacia el límpido cielo de Najove y de allí en más la historia es conocida.
De Artemio Pablo Sosa, nunca jamás tuve conocimiento. Superada la efervescencia del éxito de la misión Opalo, lo busqué por las distintas dependencias, talleres y barracas de White Sands. Finalmente, en la oficina de personal me informaron que había viajado la misma tarde del lanzamiento, posiblemente a New York, con un nuevo contrato.
Un año después, una agencia de averiguaciones privada me informó que Sosa había trabajado cuatro meses como lavacopas en un restaurante italiano sobre la Séptima Avenida.
Alguien me contó, también, que una persona de ese mismo apellido había estado trabajando como iluminador en un teatro de quinta categoría donde ponían piezas musicales para público latino, en Broadway. Pero nunca más pude encontrarlo.



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